Algunos fotogramas de las películas de Álvarez que se proyectan hasta el próximo 5 de agosto en el Claustro de San Agustín, en Bogotá. Foto: Guillermo Torres.

CINE

Carlos Álvarez: el cine como arma contra el sistema

Aunque ha sido relegado al olvido, por décadas este director, crítico y académico ha hecho uso del cine como un arma política para denunciar los abusos del poder. Lo visitamos en su casa y en un ciclo documental en el Claustro de San Agustín. Del próximo 19 al 22 de julio, el Festival de Cine de Jardín le rendirá un tributo.

Christopher Tibble*
26 de junio de 2018

"Esto sí que es la prehistoria”, dice Carlos Álvarez. La frase no alude al edificio donde se encuentra, el Claustro de San Agustín, en el centro de Bogotá. No se refiere a las múltiples mutaciones que ha sufrido ese edificio a lo largo de los siglos: de seminario colonial pasó a ser cárcel de próceres; de guarnición militar durante el Bogotazo, a sede, hoy, del patrimonio de la Universidad Nacional.

La frase de Álvarez alude a otra historia: a la del cine colombiano; a la ametrallada sucesión de estudiantes, militares, requisas, arrestos y tanques que surgen, al compás de una canción protesta cantada por Víctor Jara, de un proyector en el segundo piso del claustro. “Mucha mierda se ha filmado en este país, pero este es el segundo o tercer documental serio que se hizo en Colombia”.

Carlos Álvarez, de 74 años, lo conoce bien. Es su ópera prima. De apenas nueve minutos, Asalto (1968) documenta la toma militar de la Universidad Nacional en 1967, al retratar la contienda entre soldados y estudiantes que surgió a raíz de las alzas de los precios del transporte público. “Yo en esa época era muy primitivo cinematográficamente. Era más el ánimo de hacer cosas. Por suerte uno va creciendo y puliéndose”. En la cinta, nubes de gas lacrimógeno se alternan con fotografías robadas de los periódicos de la época. Tiras cómicas que satirizan a los militares se turnan con tomas de las revueltas juveniles que estremecieron a varios países del mundo en 1968. En el corto ya se advierte, tierna pero implacable, la semilla del cine que Álvarez filmaría con las uñas en la década de los setenta: un cine pedagógico, militante, desentendido de la estética y encausado a combatir el sistema capitalista y sus excesos.

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“Cuando empecé a ver el material me pareció maravilloso”, dice Jenny Díaz, curadora de la exposición sobre Taller 4 Rojo (un colectivo de izquierda de la misma época), abierta al público hasta el próximo 5 de agosto en el Claustro de San Agustín. “Para complementar la muestra, queríamos incluir imágenes en video de la época del Frente Nacional (1958-1974) y así darle un contexto histórico, político y social a la exhibición. En esa búsqueda, por suerte, encontramos el cine de Carlos”. El ciclo documental, titulado De frente, Nacional, presenta Asalto (1986) y seis mediometrajes del director bumangués. Entre ellos, ¿Qué es la democracia? (1971), que toma como coyuntura el fraude electoral de las elecciones de 1970 para pasar revista (y rajar) a todos los presidentes colombianos desde 1930, y Los hijos del subdesarrollo (1975), una exhaustiva investigación que arroja luz sobre la desidia del Estado frente a las condiciones de la población infantil colombiana. Se trata de un conjunto de películas que, en palabras del exdirector de la Cinemateca de Bogotá, Julián David Correa, “reivindica que el cine no es solo entretenimiento o una excusa para vender crispetas, sino que también es memoria de nuestras contradicciones y puede ser un lugar desde donde se denuncie y se busque el cambio social”.

Un nuevo cine político

Las cintas que forman parte de De frente, Nacional no fueron acontecimientos aislados. A finales de los años sesenta, un nuevo cine político se regó como pólvora por toda América Latina. Conocido como Tercer Cine o Nuevo Cine Latinoamericano, rechazaba tanto las fórmulas comerciales de Hollywood como el cine de autor de directores europeos al estilo de Truffaut, Resnais y Bergman. Proponía, en cambio, que el cine fuera un arma al servicio de la descolonización cultural y económica de América Latina. Si desde Estados Unidos se desplazaba como un alud hacia el sur una cultura dominante, estos cineastas, inspirados en la Revolución Cubana, buscaban promulgar una cultura nacional, libre de la influencia norteamericana. Los directores argentinos Fernando Solanas y Octavio Getino, autores de la película paradigmática del Tercer Cine, La hora de los hornos (1968), esbozaron los lineamientos del movimiento en su igualmente paradigmático ensayo “Hacia un tercer cine” (1968): “El cine de la revolución es simultáneamente un cine de destrucción y de construcción. Destrucción de la imagen que el neocolonialismo ha hecho de sí mismo y de nosotros. Construcción de una realidad palpitante y viva, rescate de la verdad en cualquiera de sus expresiones”.

En ese entonces, el cine del país estaba en busca de sí mismo. Como escribe la historiadora Isabel Restrepo, hacia 1962 “se decía que el cine colombiano no existía… debido a los altos costos de producción y a la competencia que debía afrontar con las industrias extranjeras que llenaban las carteleras de los cines comerciales, y sobre todo, porque no había equipo técnico ni artístico para realizar producciones equiparables con el cine internacional”. Además de la poca producción que había de obras locales –entre 1962 y 1966 se estrenaron apenas 16 largometrajes colombianos, según cifras de la Red Cultural del Banco de la República–, durante el segundo gobierno de Alberto Lleras (1958-1962) se fundaron el Comité de Clasificación y el Comité de Revisión, entes que denegaron la exhibición de muchas películas, “en cuyo argumento se mostraba la transformación del orden social durante la posguerra”, como escribe Gloria Pineda Moncada en su libro Cine político marginal colombiano (2015). Para la diseñadora gráfica de la Universidad del Valle, “se podría decir que [esta] censura fue el detonante que permitió la aparición del vínculo entre cine y política… La prohibición de la exhibición de los filmes Raíces de piedra (1961) y Pasado el meridiano (1965), del director español radicado en Colombia José María Arzuaga, fue utilizada como pretexto para abogar, en definitiva, por un cine independiente y de corte social”.

Así, mientras una generación educada en el exterior empezó a filmar películas en su mayoría comisionadas por órganos del Estado, o que seguían la lógica de Hollywood, algunos directores como Carlos Álvarez, León Darío Giraldo y los antropólogos Marta Rodríguez y Jorge Silva se abocaron por un cine comprometido con la realidad del país. “La gracia era ir en contra del sistema. Eso era lo que sentía –dice Álvarez–, y no me arrepiento de nada”.

Carlos Álvarez. Foto: Guillermo Torres.

“Ahí me empecé a torcer”

Álvarez no creció viendo cine político. Hijo único de una familia de clase media en Bucaramanga, conoció el séptimo arte por medio de los matinés a los que iba, cuando tenía diez años, a ver las películas de vaqueros del Llanero Solitario y de Roy Rogers. “Eran en blanco y negro –recuerda–, pura acción y disparos”. Su infancia transcurrió sin mayores sobresaltos. Todavía recuerda la misa de siete, los domingos, a la que iba, sobre todo, “para mirar a las niñas”; y las noches en la sala de su casa, con el oído pegado a la radionovela cubana El derecho de nacer o a las transmisiones de onda corta que llevaban a Santander las series mundiales de béisbol entre los Yankees y los Dodgers. Ya en la adolescencia, sus gustos se diversificaron: el jazz entró a su mundo, así como el cine de autor europeo, que no seguía los géneros o los esquemas de Hollywood. “Esas cintas, como La aventura, de Antonioni, o Sin aliento, de Godard, eran desconcertantes. Rompieron los esquemas. No diría que ese cine destruye el sistema de la industria cinematográfica norteamericana, pero sin duda lo controvierte”.

Su afición al cine pronto dio paso a la crítica. Bajo el pseudónimo de Jay Watson, a comienzos de los años sesenta empezó a escribir reseñas en el diario local Vanguardia liberal. Viajes a Bogotá, donde vivían tíos y primos, lo introdujeron a publicaciones especializadas, entre ellos Guiones, en la que empezó a colaborar y entró en contacto con el mundo de la izquierda colombiana. “Ahí fue cuando me empecé a torcer”, dice riéndose. En vez de seguir el camino de muchos compañeros de colegio y cursar alguna Ingeniería en la Universidad Industrial de Santander (UIS), Álvarez, apoyado por sus padres, viajó a Buenos Aires para estudiar Diseño Gráfico. Allí profundizó sus lazos con el cine. Siguiendo la dieta fílmica del crítico y director francés François Truffaut, que decía ver tres películas al día, Álvarez pasó la mayoría de sus días encerrado en un cine de arte y ensayo que había abierto hace poco en Corrientes, el barrio donde vivía. “Si en un año hay 365 días, durante 330 de ellos yo iba a ver películas”, dice. En Argentina, además, colaboró en el set de algunas producciones locales cargando luces, y asistió a un seminario de Fernando Birri, considerado el padre del Nuevo Cine Latinoamericano.

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A su regreso a Colombia, Álvarez empezó a escribir reseñas para el diario El Espectador y, en 1967 se vinculó a la Universidad Nacional, donde trabajó hasta el año 2000 como profesor de fotografía y comunicación visual en la carrera de Diseño Gráfico, y donde, a finales de los años ochenta, diseñó el pénsum de la Escuela de Cine. En 1968, su ya estrecha relación con el cine se profundizó incluso más cuando asistió a la IV Muestra del Nuevo Cine en Pesaro, Italia, dedicada a películas latinoamericanas. El evento fue el punto de partida formal del Tercer Cine: en el evento no solo se estrenó La hora de los hornos, sino también Memorias del subdesarrollo (1968), del cubano Tomás Gutiérrez Alea, otro referente del movimiento. Aunque Álvarez no tenía dinero para el viaje a Italia, unos amigos le consiguieron una carta falsa afirmando que se dirigía a estudiar en el Centro Experimental de Cine de Roma, que lo habilitó para recibir un descuento en una aerolínea. “Cuando llegué a Roma, yo no había hecho nada de cine. No llegué como director, sino como un colado. Para aprender, mejor dicho”. Álvarez, sin embargo, no llegó con las manos vacías: se llevó la película Pasado el meridiano de Arzuaga y presentó una ponencia sobre lo que, en su opinión, debería ser el cine colombiano (ese mismo año desarrollaría esa tesis en un artículo para la revista Cinesi, publicado bajo el pseudónimo de J. Arenas). En el texto, enumeró las “tablas de la ley” para un cine de combate, entre ellas:

  1. El cine para América Latina tiene que ser un cine político.
  2. Por ende, tiene que ser subversivo.
  3. A quien no le guste así, sabremos de qué lado se coloca.
  4. Será hecho con las mínimas condiciones. No importa tanto la hechura como lo que se diga.
  5. Tiene que ser CINE DOCUMENTAL.
  6. Tiene que comenzarse a hacer hoy. Darle tiempo al enemigo es perder terreno.

Persecución cultural

Durante la próxima década, Álvarez llevó su teoría a la práctica al crear un conjunto de cintas que nunca hicieron parte del circuito de distribución y exhibición capitalista. Fiel al espíritu de denuncia de sus películas, y a los preceptos del Tercer Cine, nunca las proyectó en salas. Su ruta de exhibición era otra: las llevaba a los barrios obreros, a los sindicatos, a las universidades públicas, alentando al público a discutir su contenido. “En esas sesiones se argumentaba, se pensaba, se decía, se contradecía, la gente entraba y se salía”, dice. La financiación de los documentales la conseguía escribiendo cuñas para la televisión, y el rodaje lo hacía cuando la Nacional entraba en huelga. “Cada vez que cerraban la universidad era una maravilla, pues tenía un mes para trabajar. Uno rezaba sin que se dieran cuenta”, se ríe.

Para Mauricio Durán, autor del libro La máquina cinematográfica y el arte moderno (2009), “más que sus temáticas de denuncia, un tanto panfletarias (aunque hay que entenderlas en su contexto), lo más político del cine de Álvarez fue la claridad que tuvo siempre de estar por fuera de los modos de producción, circulación y exhibición del cine más comercial y espectacular, puesto que en estas plataformas no cabrían ni sus contenidos, ni sus formas y equipos de producción. Además, su público debería ser estudiantes, sindicatos, campesinos y grupos sociales que estaban adquiriendo una ‘conciencia de clase’”.

Pero no solo estudiantes, sindicatos, campesinos y grupos sociales se percataron del trabajo de Álvarez. En 1972, durante el gobierno de Misael Pastrana, la justicia lo acusó sin pruebas de ser parte del ELN. Como resultado, pasó un año y medio preso. El mundo de la cultura, estremecido por la noticia, impulsó una férrea campaña en medios a su favor, al punto que hasta el actor italiano Marcello Mastroianni salió en la primera página de El Tiempo clamando por su libertad. Después de que se cayera el caso en su contra, su salida de la cárcel fue celebrada en la primera edición de la revista Alternativa, con un pie de foto que decía: “Carlos Álvarez: un año y medio en prisión, sin cargos ni pruebas concretas. Otra forma de la persecución cultural”.

El episodio no amedrentó el espíritu pedagógico de Álvarez. Además de continuar escribiendo ensayos sobre cine, al año de su puesta en libertad estrenó Los hijos del subdesarrollo y, dos años después, Introducción a Camilo (1977), una hagiografía de Camilo Torres que incluye, como plato fuerte, una extensa y conmovedora entrevista con la madre del cura guerrillero. Con sus estudiantes de la Universidad Nacional también experimentó otras vías de contracultura. Los estimuló a crear, por ejemplo, unos carteles que satirizaban a las principales marcas del país, y que terminaron exhibidos en la misma universidad. Así, un cartel con el diseño original de Ecopetrol pasó a decir: “Ecopetrol: para yanquis con esfuerzo de los colombianos”, mientras que en otro modificaron el nombre de Bavaria para que leyera: “Bastaya: de embrutecer al pueblo”. Álvarez también motivó a una de sus clases a realizar cortos socialmente críticos “para desmitificar la inalcanzable posibilidad de hacer cine”, como escribió en “Propuesta para un cine alternativo en países donde no hay escuelas de cine” (1978), un ensayo sobre el experimento,

En los años ochenta, el cine militante empezó a perder vigencia. “A nivel regional, y por supuesto en Colombia con la llegada de Julio César Turbay (1978-1982) y el Estatuto de Seguridad al poder, se empieza a dar un agotamiento generalizado de estas películas, del ‘sonsonete’ de la denuncia –dice Diana Bustamante, hasta hace poco directora del Festival Internacional de Cine de Cartagena–. No se agotó el tópico, sino una forma de contar. En esa medida, un público con más acceso a ver cine, expectante de otras expresiones, se fue alejando de esas narrativas. Por otra parte, los directores fueron poniendo en un segundo término esas preocupaciones, al encontrar nuevas posibilidades económicas gracias a una serie de mecanismos del Estado”. Álvarez no fue ajeno a esos cambios. En los años ochenta y noventa, filmó decenas de cortos “comerciales” para terceros y para canales de televisión. No dejó, sin embargo, de hacer cine político: en los años noventa realizó una serie de cintas de corte social para la Junta Comunal de Kennedy y, hace tres años, para el Canal Capital, estrenó una serie documental sobre la revista Alternativa. “Hacer cine es muy diferente a ser un cajero o un gerente en un banco –dice–. Como los escritores, los directores trabajan hasta el final de su vida. Porque no es trabajo. Es una mezcla de satisfacción y sufrimiento”.

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En la puerta de la muestra De frente, Nacional, Carlos Álvarez alza el dedo y apunta hacía la única otra persona en el cuarto, un estudiante de Filosofía de la Universidad Nacional: “Mira, hay un asistente. Hay que tomarle una foto”. Si bien casi todas las películas del ciclo recibieron premios en festivales cuando se estrenaron, la mayoría, por no decir todas, han caído en la desmemoria. “Hoy, el cine de Álvarez ha dejado de ser referencia para las nuevas generaciones de cineastas colombianos y latinoamericanos, debido en gran medida a su invisibilidad material y a lo coyuntural de sus temas”, dice el crítico Pedro Adrián Zuluaga.

A Álvarez jamás le interesó cobrar para que se exhibieran sus películas. Considera, de hecho, que “cualquier pirateo es un honor”. Desde hace años, maneja su archivo en su apartamento en Bogotá. Distribuye los cortos a petición, regalándolos en DVDs. Ahora, sin embargo, quiere subirlos a internet. “La página se va a llamar El cuarto cine. La idea es subir muchos de los documentales de la época. Fueron importantes, y hoy casi ningún joven los conoce”. El nombre del proyecto también es el nombre de su más reciente ensayo, que va a publicar en un libro este año. El texto, de 30 páginas, analiza la influencia del internet, y de las redes sociales, en la producción y consumo de productos audiovisuales. Incansable, Álvarez también planea estrenar dos películas en los próximos años: una sobre el asesinato de líderes sindicales y otra sobre un documental francés que se filmó en el país en los sesenta. Aunque está agradecido por la muestra en el claustro, y por la retrospectiva de su obra que se va a realizar el próximo mes en el Festival de Cine de Jardín, esos homenajes lo tienen sin cuidado. “No me trasnocha que estos eventos no hayan ocurrido en el pasado”, dice.

Finalizada la proyección de Asalto, el estudiante de la Nacional se aproxima a Álvarez. Le pregunta si le puede hacer una entrevista. “Ah”, le responde. “Sí, bueno. Anote mi número”. En la pantalla empieza Qué es la democracia. Álvarez la mira de reojo. Aguza la mirada y luego se da media vuelta. “Bueno –dice–. Ya no más nostalgia”.

* Periodista cultural. Exeditor de ARCADIA. Autor de Melbourne: cuatro ensayos de hogar (El Peregrino Ediciones)

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