Andrea Marcolongo nació en Milán en 1987. Foto crédito: Samira Zuabi.

Hay festival 2018

La lengua es el límite del mundo

'La lengua de los dioses' de Andrea Marcolongo no es un manual, tampoco un relato de la historia de la lengua, ni de los años en que su autora tuvo que aprenderla: en este libro, la escritora italiana explica cómo algunas particularidades gramaticales del griego antiguo reflejan una manera particular de pensar y de ver el mundo radicalmente distinta a las de las lenguas vivas. ¿Por qué no existía el futuro en griego? ¿Qué quiere decir pensar en optativo?

Santiago Parga Linares* Bogotá
23 de enero de 2018

Todos tenemos malos recuerdos del colegio, de las materias que nos obligaron a estudiar y que nunca llegamos a dominar. Muchos ni siquiera logran perder el miedo a esas asignaturas obligatorias, las que daban pesadillas. Andrea Marcolongo, escritora y filóloga italiana, convirtió la confusión y el miedo que le produjo el griego antiguo en el colegio en una carrera y en un libro. En La lengua de los dioses: nueve razones para amar el griego (Taurus) Marcolongo ofrece una mirada muy diferente a la lengua muerta de Sófocles y Sócrates, una mirada que cambia el temor y la confusión por el amor y la curiosidad.

Marcolongo, quien nació en Milán hace 30 años y es una de las invitadas al Hay Festival en Cartagena, terminó enamorada del griego antiguo luego de haberlo conocido (y sufrido) en el Liceo Clásico, un tipo de bachillerato relativamente común en Europa en el que, durante los últimos cuatro años de colegio, los estudiantes aprenden latín y griego clásico. Pero La lengua de los dioses no es un manual, ni una historia de la lengua de Homero, ni una crónica de los años de la autora como estudiante y profesora de griego antiguo: en este texto Marcolongo describe, con la precisión y emoción de una profesora experta, nueve particularidades de esa lengua; el tipo de cosas raras que usualmente confunden, frustran y aterrorizan a los estudiantes, pero que fascinan a Marcolongo. La obra es, en definitiva, una carta de amor a una lengua muerta que suele ser odiada por sus estudiantes, y una invitación a mirar una cosa foránea e intimidante de otra manera, para así encontrarle la belleza que ocultan sus estructuras complejas.

Para Marcolongo, lo mejor del griego antiguo no es necesariamente la lengua misma, sino la actitud que su estudio puede inspirar, “la necesidad de hacer preguntas ante todo lo que no cuadra, ante lo que parece raro o extraño. La hermosa fatiga de preguntar siempre a los estudios, a la lengua, a los seres humanos, a la vida. Así es como se aprende, en mi opinión”.

En muchos sentidos, leer La lengua de los dioses es una experiencia incómoda. Es una declaración de amor al griego antiguo; pero como las buenas declaraciones de amor, está llena de referencias, recuerdos y chistes internos que solo los amantes de la lengua entienden. Leerlo sin haber estudiado la lengua en el colegio se siente como espiar las comunicaciones privadas de un club al que uno no pertenece. Y es que en América Latina no existe una tradición de liceos clásicos. Estudiar griego antiguo en el colegio es más una excepción que la regla. Sí, nos gusta saber que a Bogotá alguna vez se le llamó “la Atenas suramericana”, pero lo cierto es que los adolescentes que estudian griego en Colombia son pocos, y los que recuerdan la experiencia con nostalgia serán todavía menos. Aunque la falta de una tradición humanística no impide disfrutar el libro de Marcolongo. De hecho, puede ser mejor así. Con un estilo sencillo, y sobre todo sincero, la autora hace un esfuerzo valiente por explicarnos a quienes “no entendemos ni jota” de griego antiguo qué tiene de bonito esa lengua muerta.

En el griego antiguo, por ejemplo, no existen ciertos tiempos verbales de las lenguas romances (como el español o el italiano). Los antiguos estaban menos interesados en cuándo pasaban las cosas y más pendientes de cómo sucedían. Esta particularidad gramatical refleja una diferencia esencial en la forma de pensar y de ver el mundo. En español, y en la mayoría de las lenguas modernas, nos obsesionamos con el orden lineal de los eventos, embutiendo todo en un presente, un pasado o un futuro. Los griegos, en cambio, se preocupaban por el modo en el que empezaban y terminaban las acciones, y lo expresaban con una categoría gramatical llamada aspecto, ausente en casi todas las lenguas modernas y, por lo tanto, ajena a nuestra forma de pensar. “El aspecto indicaba justamente la duración comprendida entre cada comienzo y cada final. Cuánto y cómo dura una acción. Cómo empieza, cómo se desarrolla, cómo termina. En qué se convierte. Sobre todo el aspecto servía para expresar cómo y qué cosa nace de cada comienzo y de cada final”, dice Marcolongo en el libro.

Un conocedor del griego antiguo podría escoger cualquiera de los aspectos (presente, aoristo o perfecto) para relatar una misma acción. La decisión de cuál usar depende más del efecto de la acción, de su cualidad, de lo que el sujeto piensa de ella, que del momento. El orden temporal es más bien un efecto secundario del aspecto.

En síntesis, los griegos tampoco tenían una forma para hablar del futuro. En lugar de un tiempo verbal, usaban una forma que, traducida literalmente, sería algo así como “estoy a punto de…”. Más interesados en vivir la vida que en planearla, anclados gramaticalmente en el presente, tenían las herramientas para analizar un acontecimiento una vez había ocurrido, pero pocas para especular al respecto antes de vivirlo. Ni siquiera se les hubiera podido ocurrir la pregunta de cómo iba a ser el futuro; sencillamente vivían y luego clasificaban la vivencia en el aspecto adecuado. Esta forma de relacionarse con el mundo, y de concebir el tiempo, es para nosotros prácticamente incomprensible. Estamos, como diría Marcolongo, lingüísticamente mudos y no sabemos pensar sin tiempo.

Por otra parte, el griego antiguo tiene una manera de hablar del deseo que tampoco existe en nuestras lenguas modernas, mediante un modo verbal llamado optativo. Nosotros usamos el modo subjuntivo para hablar de lo que podría ser, de deseos y posibilidades, sin pensar qué tan reales o posibles podrían ser. Pero los griegos tenían un modo específicamente dedicado al anhelo. Según el grado de realidad de una acción, un griego escogería cierto modo verbal: si usaba el indicativo, sugería objetividad; si usaba el subjuntivo o el optativo, eventualidad o voluntad.

La belleza del optativo se oculta en los matices que permite entre la eventualidad realista (el subjuntivo) o el deseo, quizás irrealizable (el optativo). “En griego antiguo solo el que habla evalúa la vida y es quien da una medida de ella, escogiendo con libertad el modo verbal con el que va a representársela a sí mismo y a los demás: vida verdadera, concreta, objetiva, o bien eventual, subjetiva, en entredicho. Posible o imposible. Deseo realizable o irrealizable”. Eso significa que en griego existen dos niveles de realidad subjetiva: la eventualidad y la posibilidad. Mientras que la eventualidad se expresa en subjuntivo, la posibilidad lo hace en optativo. Esa posibilidad “es una proyección del hablante, de sus deseos, de sus intenciones, incluso de su amor, a través del uso de la lengua. En griego era expresada por el optativo desiderativo, el más personal y el más íntimo de los modos verbales”.

Inexistente en prácticamente todas las demás lenguas y, por lo tanto casi incomprensible para estudiantes modernos, el optativo se explica y se entiende poco. Usualmente lo enseña como una versión rara del subjuntivo, una de esas cosas extrañas a las que es mejor no prestarles demasiada atención. Pero es por su extrañeza y su particularidad que Marcolongo ve en el optativo una de las mejores razones para amar el griego. Es tan raro, tan diferente a cualquiera de nuestras formas de describir el mundo, que prácticamente nos pide que hagamos el esfuerzo de ponernos en un estado mental diferente y foráneo.

Pequeñas casualidades lingüísticas como estas le sacan canas a los estudiantes. Pero basta con mirar con atención cualquier lengua, viva o muerta, para encontrar rasgos curiosos que iluminan no solo cómo hablan quienes las hablan, sino cómo piensan. En sueco, por ejemplo, “te quiero” se dice jag tycker om dig. Si se traduce literalmente, el verbo tycker significa “pensar”. Entonces, decir en sueco “te quiero mucho” es decir “pienso en ti”. En este caso la sola frase puede revelar mucho sobre cómo los suecos entienden las relaciones y también muestra cómo, con un poco de atención y cariño, las lenguas empiezan a revelar sus secretos y los de las culturas que las hablan.

Eso es lo que importa del libro de Marcolongo: no tanto las nueve razones por las que uno amaría el griego, sino el amor en sí. Si algo vale la pena aprender de La lengua de los dioses es la manera en que la autora pasó de sentir confusión y temor a sentir curiosidad y amor: “Es como si el libro no hablara específicamente del griego. De hecho, puede reemplazarse por el quechua o el japonés, y es la misma cosa”, me dijo Marcolongo, quien se refiere a esa actitud particular con el término latino curiositas. No alude a la curiosidad del chisme, típica de Italia (y Colombia), sino al deseo de mirar bajo la superficie y entender –entender de verdad– por qué las cosas que se toman por sentado funcionan como funcionan.

Lo mejor de ese amor obsesivo, en el mejor sentido de la palabra, es que se puede dirigir a cualquier cosa. Casi todas las actividades humanas son susceptibles de la curiositas, que termina revelando bellezas ocultas. Un pasaje de una novela, una movida de ajedrez, un plato típico, una sonata o una ecuación: todas se pueden analizar y ser hermosas. La labor de quienes enseñamos –sobre todo cosas que los estudiantes aprenden por obligación– es inspirar ese tipo de amor por la materia, cualquiera que sea; no tanto tratar a los estudiantes como un recipiente que hay que llenar, y menos como una lámpara que hay que encender. “Yo prefiero el término educador, no profesor”, me contó Marcolongo. “Viene del latín educo: halar, sonsacar. Esa es precisamente la tarea de quien educa, sonsacar esa curiosidad”.

En un sistema educativo que a veces parece más interesado en producir consumidores y empleados que ciudadanos, las humanidades –que incluyen el griego antiguo de Marcolongo– pueden inculcar la curiosidad y el pensamiento crítico (del griego krínos: elegir), esenciales para la democracia.

Luego de pasar un tiempo escribiendo discursos para Matteo Renzi, primer ministro italiano entre febrero de 2014 y diciembre de 2016, Marcolongo abandonó el mundo de la política para volver a la enseñanza y luego a la escritura. “Empecé a escribir discursos porque de verdad creía que la labor de la política era transmitir esta visión de mundo crítica que siento que hoy falta, pero fue precisamente por eso que dejé ese mundo: no veía más que promesas. Y hoy veo aún más. Si el griego antiguo no tiene un aspecto futuro, la política parece que solo tiene futuro, no tiene presente. Es solo una continua promesa”.

*Profesor de Literatura y periodista.

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