MIL PALABRAS POR UNA IMAGEN

Éxodo

Antonio Caballero ahonda en la crisis venezolana y sus implicaciones para Colombia.

Antonio Caballero
20 de febrero de 2018

Aquí tal vez se vea demasiado reducida, pero en la primera plana entera de El Espectador del sábado 10 de febrero la imagen era impresionante: es la muchedumbre que se apiña en el Puente Internacional Simón Bolívar para pasar de Venezuela a Colombia. Más precisamente: para escapar de Venezuela. A pie, sin equipaje, en un improvisado éxodo multitudinario. El gentío avanza de izquierda a derecha en la fotografía, atravesando el río Táchira, apenas un riachuelo de aguas grises que se remansa y se encharca en la margen venezolana de su ancho lecho de piedras. En las dos orillas, los mismos matorrales surcados por caminitos de tierra.

Puente Internacional Simón Bolívar. Fotografía cedida por el diario La Opinión.

Tal vez un millón de venezolanos –y hay quien habla ya de cerca de dos millones– ha cruzado la frontera en los últimos diez años para no regresar, en su inmensa mayoría desde 2015. Por este puente de la foto, que une, o que separa, a San Antonio del Táchira de la Villa del Rosario de Cúcuta, en Norte. O por la Guajira, o por Arauca. O por las trescientas trochas ilegales que cruzan la frontera entre los dos países: esos mismos caminitos de tierra de la foto. Es una avalancha. En un gesto ampliamente publicitado, el presidente de la República viajó en persona a la ciudad fronteriza de Cúcuta para anunciar que su gobierno construirá un albergue provisional para… dos mil refugiados.

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Pero bueno: algo es algo. Es la primera vez en su historia que Colombia, país tozudamente refractario a los inmigrantes, los recibe de un golpe de tan gigantescas dimensiones. Al margen de la reacción del gobierno, inevitablemente la población los recibe con manifestaciones hostiles de xenofobia. La más pintoresca, la de las prostitutas cartageneras que organizaron una marcha de protesta al grito de “¡abajo las putas venezolanas!”, que por lo visto vienen a romper a la baja de las tarifas locales del negocio. Manifestaciones inevitables, dado que los inmigrantes llegan a un país que está muy lejos de la prosperidad y ni siquiera ha podido todavía reabsorber y realojar decentemente a los ocho millones de desplazados de su guerra interna de medio siglo, que no ha terminado sino a medias. Los venezolanos vienen a disputarles a los colombianos el empleo insuficiente, el rebusque, la ilegalidad.

Las tensiones entre unos y otros apenas empiezan. Porque no se trata de la repetición del fenómeno de la emigración en sentido contrario de hace veinte o treinta años, que llevó a millones de colombianos –se habla de más de cuatro– a buscarse la vida en una Venezuela entonces rica por el petróleo y que requería y exigía mano de obra extranjera. Venezuela era entonces un imán para inmigrantes, y no solamente colombianos. Hoy Colombia no es un imán para nadie. Pero Venezuela ha dejado de serlo, y además, también por primera vez en su historia, la que siempre fue tierra de acogida se ha convertido en lo contrario: un polo de rechazo. Expulsa venezolanos (y de pasada devuelve colombianos) que no solo vienen a quedarse aquí sino a seguir camino rumbo a otros países de América del Sur menos inhóspitos.

Ya suman más de cuatro millones (aunque el gobierno venezolano, que niega el fenómeno, se abstiene de dar cifras).

Y es una cosa tal vez nunca vista, un país que así se vacía de sus gentes sin que haya guerra ni cataclismo natural: por la simple ineptitud de sus gobernantes.

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