Anamarta de Pizarro, directora del Festival de Teatro de Bogotá Gonzalo Castellano.

columnista invitado

¿Lo-cura cultura?

Por: Gonzalo Castellanos V.

"Recuerden que cuentan con el privilegio de haberse instaurado en un país que se llama Bogotá, muy distante de otro territorio poblado por varios millones de habitantes."

Al tiempo en el que los cuerpos de varios indígenas asesinados durante el paro agrario en el Cauca son escudriñados para saber, acaso solo para la anécdota, de qué orilla vinieron las balas, en un amplio foro de la cultura donde el hecho pasa inadvertido

y en el que no se ahorra ninguna frase usual acerca del respeto a las minorías, ni al atuendo diverso, pluriétnico y multicultural de la nación (así generalmente dicho con fuerte énfasis y de corrido), la directora del Festival de Teatro de Bogotá, a quien voces legítimas le atribuyen como mínimo un espeluznante desbarajuste de miles de millones de pesos que hace tambalear a ese estimado patrimonio del país, se defiende lanzando llamas al gobierno al que sindica, impertérrita, de no darle más plata.

La pura verdad es que esto ni lo que sigue fueron un mal viaje con mescalina o psicotrópico alguno, pero horas más tarde, en un improvisado quirófano al aire libre, varios médicos trataban de extraer una granada hundida en la cara de un joven soldado, algo que al final lograron con éxito si por suspicacia tal calificativo cabe en un suceso que alcanza apenas para representar el surrealismo que cotidianamente se percibe en un país maltratado durante generaciones por la extrema violencia.

Ocurre, pues, que oyendo a la directora y a otros administradores del Festival con el telón de fondo del país de carne y hueso roídos, además de asociar psicológicamente su asombroso pedido a aquella táctica odiosa pero eficaz de los banqueros, quienes cuando tiran al desagüe los ahorros del público atizan el pánico colectivo para reclamar más dinero del Estado que no es otro que el de los mismos defraudados ahorradores, entré en el dilema sombrío y, a decir verdad nada infrecuente, sobre las auténticas prioridades.

¿Seguir creyendo que es un deber dejar esto un poco mejor de lo que nos entregaron y que respecto de ese afán la creatividad artística y la movida cultural son recetas esenciales; que el teatro, la danza o el cine ayudan a recomponer, a contrarrestar con palabras emancipadoras el miedo y la furia anudados en la garganta; que, sin dudarlo, el Estado y todos deben contribuir con todo a su alcance a que esas prácticas pervivan en función de la libertad, la memoria o de aquella huella difusa que se denomina identidad?

¿O con menos candidez apelar a ponerle no ya una granada sino todas las bombas atómicas al almendro de esta sociedad que practica el canibalismo mientras rebosa la copa de clichés y de cuadros de Excel sobre la reconciliación, la paz, la igualdad y todas las sutilezas de la vida cultural, para desgajarla de una vez por todas y sembrarla desde otra orilla con la ilusión de que renazca estrenando alma?

Apunta el catedrático Antoine Compagnon que Adorno puso en duda el hecho de que pudiera componerse un poema después de Auschwitz, incluso habiendo considerado vana a la literatura por no impedir tanta degradación. Un duro aserto del filósofo que, traído a la tosquedad de los tecnócratas, les resulta útil cuando en la balanza se pone cuánto presupuesto o acción pública asignarles a los asuntos más visibles en la sociedad (el hambre, la salud o la guerra con sus oscuros intereses), respecto de las apuestas de la cultura a las que consideran secundarias cuando no simples curiosidades.

Imposible aceptarlo de ese modo. El amor de los dioses no se le niega al hombre que canta.

De regreso entonces al Festival, su administración debería poner algo más de seriedad. Ante las instituciones financiadoras, los grupos a los que adeudan y la ciudadanía que con impuestos y tragando saliva ayuda a mantenerlo, demorada está en dar claridad y replantear una forma creíble de continuidad.

Recuerden que cuentan con el privilegio de haberse instaurado en un país que se llama Bogotá, muy distante de otro territorio poblado por varios millones de habitantes, en guerra de verdad y en el que esquivando cuchillas todavía hay gente, menos ilusa, que cree en que esto puede cambiar con el poder de las palabras.