La filósofa Andrea Mejía.

OTRA TIERRA

De lo que no se puede hablar: una columna de Andrea Mejía

La filósofa Andrea Mejía teje las vidas de David Foster Wallace y Ludwig Wittgenstein a través de sus vidas solitarias y sus preguntas sobre el lenguaje.

Andrea Mejía
22 de agosto de 2018

Este artículo forma parte de la edición 155 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

"David y sus perros; está oscuro. Estoy segura de que los besó en la boca, y de que les dijo que lo sentía”. Es la imagen que la hermana de David Foster Wallace no pudo sacarse de la cabeza. Es como ella imagina los últimos momentos de su hermano, lo que él hizo justo antes de ahorcarse. Había dejado de tomar el antidepresivo que llevaba muchos años tomando. Cuando las cosas se pusieron realmente mal, intentó volverlo a tomar, pero esta vez no funcionó. Simplemente ya no hacía efecto. Su cabeza debió quedar atrapada en sí misma, escalando las cumbres del solipsismo desolador que debe llevar a un ser humano a acabar con su vida.

Foster Wallace fue un adorador incondicional de Wittgenstein. También a ratos me sorprende y me conmueve la soledad de Wittgenstein, que alcanza el límite terrible de lo religioso, o de lo místico, como él lo llama. El Tractatus logico-philosophicus en todo caso me parece una expresión esplendorosa de esa soledad. “De lo que no se puede hablar es mejor callar”, la proposición que cierra ese libro tremendo y radical, más que una afilada crítica filosófica a los discursos sin sentido, es el enunciado de una soledad estrepitosa, una soledad que Wittgenstein buscó después desterrar en las Investigaciones filosóficas, un libro que nunca he tenido el juicio de leer entero.

Como tampoco he tenido el tiempo, o la paciencia, o el buen juicio para leer La broma infinita. No soy lo suficientemente lectora para La broma infinita ni para las Investigaciones, pero presiento, desde mi ignorancia, que son libros secretamente emparentados. En ellos el lenguaje lo cubre todo y no hay afuera del lenguaje. Los dos libros podrían ser un poco como un personaje de Foster Wallace en La escoba del sistema, su primera novela: un tipo que decide comer y comer para alcanzar un “tamaño infinito” y olvidarse así de la soledad.

Le puede interesar: Disciplinas para la dicha: una columna de Andrea Mejía

Leí, eso sí, hice trampa, la última frase de La broma infinita: “Y cuando volvió en sí, estaba echado de espaldas en una playa sobre una arena muy fría y caía la lluvia de un cielo bajo y la marea estaba muy lejana”. Es una frase perfecta que se retrae del ritmo vertiginoso de las exploraciones de Foster Wallace en la experimentación posmoderna, y se vuelve, me parece, desde su simplicidad y su belleza sobria, hacia una experiencia real, quizá la más real de las experiencias humanas, la más estructural y definitiva, la experiencia de la soledad. Para aliviar un poco la soledad es que está a veces la literatura que, cuando resulta bien, es la infracción afortunada a la regla monástica impuesta por Wittgenstein: de lo que no se puede hablar es mejor callar.

Foster Wallace trabajó un tiempo como conductor de un autobús escolar. Wittgenstein fue maestro de escuela de niños de cuatro años. Foster Wallace fue guardia de seguridad en una empresa; cubría los primeros turnos de la mañana. Wittgenstein fue jardinero en un monasterio cerca a Viena.

“Yo hubiera debido dirigir mi vida hacia el bien y convertirme en una estrella. Pero me he quedado sentado en la tierra y ahora me voy encogiendo poco a poco”, escribió Wittgenstein en una carta de 1921. Dan ganas de echarse a llorar. Sobre las frases de Foster Wallace no dan ganas de echarse a llorar; uno casi siempre sonríe, porque su inteligencia asombrosa está temperada en ellas por un humor dulce que la hace brillar más, exactamente como una estrella. Desarmado muy pronto de la “ironía” posmoderna, desactivándola en su prosa y en su forma de vivir, en la conversación que quiso mantener con sus lectores a lo largo de su vida, supo evitar esas “fiestas de lástima”, ese odio hacia sí mismo que es una prolongación del hastío y de una sofisticación saturada, aunque a veces, también, sin duda, él mismo estuviera muy triste.

Pero al final se quedó con sus perros en la oscuridad y les dio un beso en la boca.

Con todo esto solo me dio por pensar que debe ser algo muy cercano a la muerte tener definitivamente que callar, no poder detenerse ni retornar, no poder llamar a nadie, no poder hablar. Y no sé si estaríamos menos solos sin el lenguaje. Tal vez solo no seríamos conscientes de la soledad, porque no experimentaríamos nunca los límites de las palabras.

Lea todas las columnas de Andrea Mejía en ARCADIA en el siguiente enlace.

Noticias Destacadas