Mario Jursich.

TUMBATECHO

El acento de las más amadas voces: una columna de Mario Jursich

"La poesía, como todos los hechizos encantatorios, actúa tan tenazmente sobre la memoria que incluso llega a suplantarla", escribe nuestro columnista Mario Jursich.

Mario Jursich
22 de octubre de 2018

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A comienzos de este año, mientras leía en una finca el primer esbozo de lo que terminó siendo la Poesía selecta de Darío Jaramillo Agudelo, tuve una especie de confusión significativa. Al repasar los versos “un sol madrugador y minucioso / examina los colores del campo” me pareció por un instante que esas líneas eran mías y que yo a lo mejor se las había mencionado a Jaramillo en alguna de nuestras muchas conversaciones. Casi enseguida me di cuenta del error, pero lo interesante es qué me llevó a encandilarme con ese espejismo.

A diferencia de otros lectores asiduos de versos, yo nunca leo poemas con el propósito de memorizarlos. Aun así, tengo conciencia de que incluso sin quererlo se me quedan en la cabeza numerosos fragmentos de los libros que leo y que estos acuden a mí en las circunstancias más inesperadas. (Todavía hoy me cuesta subirme a un Uber sin recordar la “secreta penumbra de los taxis” descrita por Rafael Alberti en La arboleda perdida.) Pero esa felicidad de mi retentiva, más que explicar, hacía aún más enigmática mi apropiación involuntaria. ¿Por qué, me preguntaba mirando los farallones de la cordillera, había interiorizado tanto esa línea de la “Suite N.° 4”, si los poemas de Jaramillo rechazan la idea de que la memoria sea una facultad ancilar de la poesía?

Esa relación existió durante al menos siglo y medio en Colombia. En los colegios no solo se aprovechaban las virtudes mnemotécnicas de la rima para enseñar, por ejemplo, las reglas de la puntuación y la ortografía (“Llevan la jota / tejemaneje / objeto, hereje”, como nos recuerda, con risueña gracia, el Tratado de ortografía en verso de José Manuel Marroquín), sino que saberse poemas de memoria y recitarlos era una habilidad social de enorme prestigio. Se declamaban poemas en las veladas familiares, en las izadas de bandera de los colegios, en las tertulias de los cafés, en los cenáculos políticos y en los funerales. Con poemas se cortejaba a la mujer o al hombre de nuestros sueños, se le pedía plata prestada a los parientes o se le agradecía un favor a los compadres. Con poemas se exaltaba el amor filial y con poemas se refrendaba el amor a la patria y a la naturaleza.

El canon literario colombiano muestra por todas partes las huellas de esta predilección. Muchos de los poemas memorizados por nuestros padres tenían como denominador común el que pudieran ser dichos de manera escénica, exaltada, incluso paroxística, ante una audiencia. Cuando en una reunión alguien se atrevía con “A solas” de Ismael Enrique Arciniegas, los concurrentes esperaban que declamara ese poema con un tono de voz afectado, y que la recitación fuera acompañada por un hiperbólico repertorio de gestos teatrales. (“¿Quieres que hablemos?... Está bien... empieza: / Habla a mi corazón como otros días... / ¡Pero no!... /¿qué dirías? / ¿Qué podrías decir a mi tristeza?”.) Posiblemente de allí venga la inverosímil fama de una declamadora como la ruso-argentina Berta Singerman. Al oírla recitar en YouTube “El mendigo” o “Tú me quieres blanca”, entendemos por qué alguien con una voz tan monótona y una dicción tan enrevesada lograba sin embargo abarrotar una y otra vez el Teatro Colón de Bogotá o el Junín de Medellín.

Aunque Jaramillo se aparta de esa tradición (la primera de sus artes poéticas enfatiza que “Uno debería aprovechar la poesía / para destrozar con ironías a todas las tías del mundo: / la que quiso que aprendieras guitarra, / la que te hizo recitar en las visitas”) y aunque sus poemas rechazan cualquier asomo de solemnidad o prosopopeya, donde en verdad establece un corte con la lírica de épocas anteriores es en el papel que concede a la memoria. En sus versos la memoria ya no es la capacidad de recordar, el bastón ortopédico del arte declamatorio, sino la facultad de la mente que nos permite atestiguar el inexorable paso del tiempo. Poesía –parece decirnos Jaramillo– es lo que huye con las horas, lo que no podemos recuperar y por eso mismo colorea con un halo trágico el retrato de nuestras vidas. De allí que sus temas predilectos siempre sean elegíacos: la nostalgia, los amores imposibles, la pasión por la música –todos ellos, no necesito explicarlo, formas por excelencia de la fugacidad–.

Las disputas sobre la supervivencia futura de la actual literatura colombiana pueden ser interminables. Yo, sin el menor espíritu canónico, me limitaré a señalar que hace treinta y tres años el poeta Gustavo Colorado nos leyó a varios amigos unos versos publicados por Jaramillo en la revista Eco. Desde entonces esa lírica antirretórica, esa poesía que se resiste a ser declamada, esa voz dueña de una exactitud y un tono inconfundibles, no ha dejado un solo día de resonar en mi interior. Lo que intento decir es que si creí que esos versos de la “Suite N.° 4” eran míos es porque la poesía, como todos los hechizos encantatorios, actúa tan tenazmente sobre la memoria que incluso llega a suplantarla. Lo que recordamos, lo que años y años más tarde todavía persiste en nosotros: eso –no otra cosa– es la poesía.

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