La escritora y columnista de ARCADIA Carolina Sanín.

PASAR FIJÁNDOSE

El fútbol desencantado: una columna de Carolina Sanín

La escritora Carolina Sanín rastrea la proveniencia de su reciente desencanto con el fútbol a propósito de la actual Copa Mundial.

Carolina Sanín
26 de junio de 2018

En algún momento de los últimos cuatro años, supe que me había dejado de gustar el fútbol. O, mejor dicho, el mundial de fútbol, pues el fútbol de clubes –nacionales o internacionales– nunca me interesó. Me interesaba el mundial. Lo veía, me entristecía al final por la idea de tener que esperar otros cuatro años hasta que comenzara el siguiente (o hasta que recomenzara el mismo, pues no sé si cada mundial es una película distinta, o si todos son episodios repetitivos de una misma serie de televisión), y una de las primeras columnas que escribí para esta revista, hace ocho años, trataba sobre el álbum de la Copa Mundo.

Ni siquiera sé si valga la pena explicar mi desencanto, pues el desencanto es simplemente un cambio de perspectiva: miraba a través de un lente teñido de un color, y pasé a mirar a través de otro. Tuve un entusiasmo que fue duradero, y luego ya no lo tuve, y quizás todos los entusiasmos sean representaciones, actuaciones. Se me ocurre que, cuando prestaba atención al mundial, quería construir una cierta imagen de mí misma: de una mujer cool, partícipe de una cosa de hombres (muchas mujeres dirán que el mundial no es cosa de hombres, y yo misma lo dije una vez, en reacción a una columna de Florence Thomas; pero sí es cosa de hombres: es uno –el más popular– de tantos escenarios en que los hombres viven la fantasía de un mundo sin mujeres, de un mundo construido entre ellos, donde se diseña y se afianza la imagen del macho a la vez que se escenifica el disimulo del deseo del macho por el macho).

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Claro, también puedo preguntarme si mi nuevo desinterés no es otra pose. Ahora soy la que no está dispuesta a ver un solo partido de la Copa Mundo: me doy otra imagen de mí misma, interpreto un nuevo personaje, tal vez otra versión de lo cool. Puedo dejar aquí el tema y desdeñar mi actitud achacándosela a la misma vanidad de la actitud contraria, o puedo acordarme de que en realidad jamás me interesó un gol. Hace más de treinta años, cuando me llevaron a ver a (mi entonces ídolo) Diego Maradona al Campín, me perdí de cada uno de los goles que metió Argentina, que fueron demasiados, por estar mirando a la gente en la tribuna. Hace cuatro años, en Brasil, vi uno de los partidos de Colombia en el estadio, y me perdí, por estar pensando en otra cosa, de todos los goles. Ya no recuerdo cuántos fueron. Colombia ganó: de eso me acuerdo porque la celebración agresiva que tuvo lugar a continuación, en las inmediaciones del estadio de Brasilia, se sentía más desolada que alegre, forzada en su glorificación del estereotipo y el uniforme. Tal vez ese fue el día en que me desencanté del fútbol.

Podría buscar la raíz de mi desencanto en mi indiferencia ante todos los juegos que no conllevan humor o ironía –es decir, que no son expresamente conscientes de su teatralidad–, pues someten al adormecimiento. O podría decir que mi desencanto se relaciona con que me di cuenta de que es afrentosa la naturalización del lenguaje esclavista por parte del fútbol (eso de “comprar” y “vender” hombres). También puedo decir que se me hizo evidente la manipulación de la farsa del “encuentro entre países” enmarcada en el triunfo de la aplastante globalización del mercado (en todas las lenguas se dice “Adidas”). O que ya no quise participar en la campaña por la conservación del patriotismo, un sentimiento que depende de la noción de que existe siempre un espacio rival, la patria del otro. Empezó a no saberme a nada la idea de que uno tiene que ser favorable a un país por sobre otro: al de uno y, si no, al más cercano geográficamente, o al más parecido en pobreza, o en subdesarrollo. Terminé de desapegarme del fútbol hace un mes, cuando conocí, en la contienda política, un entusiasmo colectivo que se siente más genuino. O ayer, al acordarme de que el saber principal que procede del fútbol y que este propaga –el saberse las reglas, los nombres y las fechas; el saber coleccionista de la anécdota– puede ser un poderoso adversario del conocimiento.

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