OTRA TIERRA

El idioma mudo: una columna de Andrea Mejía

Nuestra columnista Andrea Mejía escribe sobre su estadía en Singapur.

Andrea Mejía
22 de octubre de 2018

Este artículo forma parte de la edición 157 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Trece horas más tarde aquí, en Singapur. Siempre será extraño para mí que haya una porción del globo terráqueo en la oscuridad y otra bajo la luz, que el tiempo avance en el espacio, que la luz del día vaya estampando el mar y los continentes, del este hacia el oeste, y que la vida humana nunca duerma, como si nos turnáramos las horas de sueño y de vigilia para no dormir nunca, para agitarnos y trabajar siempre y siempre producir, y siempre estar hablando, o escribiendo.

Ese exceso de actividad humana se refleja de manera extraña en los centros mundiales del capital, en las bolsas y los centros financieros en donde se apiñan construcciones de hielo, torres de babel que intentan alcanzar el cielo, hablando ya no todas las lenguas, sino el idioma único y mudo del capital. Singapur es así. Es un espejo extraño de esta actividad humana incesante que ha quedado congelada en la frialdad de los edificios, en su quietud vacía, en el brillo opaco del metal bajo una inmensa cúpula de nubes y bruma. Es como si el tiempo se hubiera desvanecido y todo el movimiento y todo el sonido se hubiera aquietado en el imperio del gris, del vidrio y el cristal. Un bosque de torres, bancos en su mayoría, rodea el mar, el agua verde de la bahía. Es el capital con su hechizo hermético, glacial, que no comunica nada más allá de su esplendor.

En las noches, todo alrededor de la bahía se ilumina. Las estructuras de luz levitan sobre el agua, y el agua es la única zona de oscuridad en medio de la incandescencia. Hay tanta luz, es casi bello, pienso, pero siento también que hay una tristeza profunda que se eleva de todo esto. Imagino que debe haber un horror secreto en el corazón de todo encantamiento. Ese horror va apareciendo poco a poco: en Singapur hay pena de muerte, castigos corporales. Aquí la ley es muy estricta, me dice sonriendo un hombre menudo de manos increíblemente bellas y mirada vivaz. Converso con él en el metro. Me sonríe tanto que tardo un tiempo en comprender que su sonrisa es una muestra de gentileza pura. Me dice su nombre; no puedo transcribirlo para anotarlo y entonces lo olvido pronto, casi al salir del vagón.

Está la actividad de los turistas. La locura de los casinos, la extensión infinita de alfombras rojas con mesas de juego. Incluso este hormigueo parece sumido en la quietud, como si todos los humanos se hubieran congelado frente a su crupier o a sus máquinas tragamonedas. Están los escaparates de las grandes marcas que envuelven todo lo que su luz dorada toca. Cerca al río, hacia donde mire, hay turistas chinos con su selfie stick, su palo de autorretrato, y los veo caminar, viéndose a sí mismos en su celular, deteniéndose de vez en cuando para capturar su imagen. Es el espectáculo de algo que ya ni siquiera es soledad, es la humanidad entera la que ha caído bajo un hechizo y gravita en una especie de autismo. Con toda esta gente ensimismada girando en mi mente, pienso en lo que hace la exterioridad radical. Pienso en el colapso de la interioridad.

En ciertos lugares de la ciudad es posible romper el hechizo: en los templos sintoístas o hinduistas, llenos de ofrendas de flores y de galletas dulces y de papeles de votos y deseos. Las imágenes de los dioses se multiplican, en una repetición que tiene algo de maniaco. O en el Chinatown, con sus comidas terroríficas. O en un restaurante indio por el que paso, donde se celebra el primer año de una niña, anunciado con un cartel rosado inmenso; entre una multitud colorida de tíos y primos y madres y niños que corretean, todos se gritan unos a otros con alegría.

También hay millones de orquídeas que parecieran pedir perdón por el exceso de acero. Hay lotos enormes y delicados, y muchas flores. Pero ellas también parecen estar bajo el hechizo, en los lobbies silenciosos y vacíos de los hoteles, en invernaderos que son inmensos globos de vidrio.

En este momento, los edificios de la bahía están a mis espaldas y veo hacia el mar abierto. Hay muchos barcos flotando y un sol húmedo que se refleja en el agua color de acero. Son barcos que seguramente transportan mercancía y tampoco comunican nada. Y ahora me reconcilio porque ya no hago ningún juicio. Porque yo también he caído bajo algún tipo de encantamiento, frío y mudo.

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