Foto cortesía archivo Pablo Leyva.

Especial mujeres radicales

Escultura de papel: una entrevista imaginada con Feliza Bursztyn

La artista colombiana murió en 1982. Ahora regresa gracias a este diálogo iluminado por el pasado.

Lucas Ospina* Bogotá
20 de octubre de 2017

Una calle estrecha, un portón pintado de rojo fuerte, un garaje. La casa era parte de una fábrica de telas de la familia de Feliza Bursztyn. En 1963, después la muerte de su padre, la artista hereda el terreno y lo convierte en su casa-taller.

El apartamento es una tira estrecha, una cocina al fondo y tres pisos abiertos unidos por empinadas escaleras sin baranda. El entrevistador está inmerso en la contemplación de ese desorden ordenado, lleno de cuadros y de tapetes; no hay un mueble que concuerde con otro. Aparece entonces un extraño ser con cuerpo de mujer y cabeza de marciano: se quita las enormes gafas de soldadura, una especie de escafandra y un trapo blanco, dejando al descubierto una cara vivaz y sonriente. “Esta es mi casa, llena de hierros viejos, soldadores de punto, transformadores, pinturas, chatarra, gatos, perros, flores, semillas. Claro, también hay una cocina y amigos que vienen y van...”, dice ella. El entrevistador acepta una taza de té y, observado por dos gatas, Dada y Wanda Landowzka, dispara las preguntas.

¿Usted estudió arte?

Salí del bachillerato en un colegio de monjas en Teusaquillo y me sentí atraída por el arte. Tenía 18 años y me fui a Nueva York a estudiar en el Art Students League. Luego viajé a París, donde me quedé cinco años y estudié con Ossip Zadkine en la Grande Chaumière. Era la época de Brancusi, Giacometti y, un poco después, de Tinguely y César.

¿Cómo fue su vida en París?

Tú sabes, si yo soy escultora, lo soy gracias a Jorge (Gaitán Durán). Uno nunca hace nada por nadie. Las cosas siempre están hechas. Mi matrimonio iba mal, yo estaba harta y me quería separar. Un día conocí a Jorge en El Excelsior, un café que era un túnel donde se metían 200 personas, una encima de la otra. Me invitó a comer, le dije que sí, y ‘zuass’: ¡a la semana siguiente ya estábamos viviendo juntos! Él podía hacer 18 cosas al tiempo. Tenía una capacidad de trabajo rarísima. Eso me sirvió mucho para hacer esculturas, que es un trabajo de burros.

¿Y cómo era Zadkine?

Divino, un viejo divino, de sesenta y pico de años, pero completamente loco. Daba un curso de escultura a la gente que había terminado Bellas Artes. Todo el tiempo decía: “¿Por qué será que a las mujeres ahora ya no las preñan?”. Eso lo tenía angustiadísimo. Luego fui donde César, el de los carros aplastados, el de la chatarra, un obrero metalúrgico pequeñito, pero con un taller gigantesco. Él me enseñó a soldar. Como buen francés era machista a morir. Y cuando aprendí a soldar me vine a Colombia.

¿Y qué hizo cuando volvió a Colombia?

Acá no había ninguna posibilidad de fundición, ni de nada, y no quería ser una señora más de la cultura o seguir el consejo de las abuelas culifruncidas a las niñas bien capitalinas para que se casaran bien, just play dumb. Me creyeron loca, pero aproveché lo de loca. Yo sí creo que vivimos en un mundo machista. Y ser escultor y no ser hombre es muy difícil. Para que la gente me tomara en serio recurrí a ese truco, porque pensaban “a lo mejor esa loca hace cosas interesantes”. Y creo que lo de hacerme la loca funcionó. Aquí solo había chatarra, yo quería trabajar en chatarra, pero era tan pobre que ni siquiera para chatarra tenía. Un día encontré en la casa de Rogelio Salmona un cuarto lleno de latas de Nescafé. Con ellas hice mi primera exposición, Las chatarras, en el Museo de Arte Moderno, el de Marta Traba.

Algunos opinan que su obra es “mamagallismo”. Otros, que se trata de un trabajo serio y muy investigado. ¿Qué opina la propia Feliza Bursztyn de su obra?

Llevo muchos años trabajando en esto. No soy una persona que malgaste tanto tiempo en tomaduras de pelo. Sería una falta de oficio impresionante. Además, respeto muchísimo al público. Creo que una obra es realmente importante en la medida en que la gente reciba algo de ella. La obra deja de existir si no hay quien la reciba.

¿Le ha dado dinero el arte?

Me mantengo, que ya es un exceso.

¿Cómo define su trabajo?

Soy obrera y soldadora.

¿Pero su forma de trabajar es más con lo físico que con lo espacial?

A mí lo que me encanta es lo físico: soldar. Pasar horas soldando. Pero ya no puedo porque se me pudrieron los pulmones. Se me pudrieron completamente, por la soldadura, y me canso y me ahogo. Ya no puedo.

¿Existe alguna razón por la que escogió la chatarra para trabajar?

Es quizá cerrar el gran círculo: la elaboración del objeto, el uso del mismo y el desecho. Cierro el círculo dando de nuevo uso a lo que aparentemente estaba muerto. Trabajo al revés: busco primero el material, y si el material me gusta entonces hago con él algo que normalmente, y al principio, no se ve muy bien qué va a ser. Lo que hago depende del material. Es él quien me dice lo que se debe hacer. Por dónde comenzar.

¿Y cómo son esas pesquisas?

Como otros se van de putas, yo me voy de talleres. Y, además, mucho material me lo regalan. Hay jíbaros –como esos que vienen en moto a la casa trayendo arrobas de marihuana envueltas en el suplemento literario de El Tiempo–, me traen chatarra que ellos guardan porque les pareció maravillosa. A veces tienen razón. Y otras veces soy yo la que me lanzó a buscar gigantescos talleres de chatarra allá en el sur.

¿De allá salió la chatarra para el Homenaje a Gandhi, que está en la calle 100 con séptima?

Sí, y casi que allá iba a volver. Una noche, muy tarde, Pablo y yo veníamos de una fiesta y vimos a unos tipos con una grúa, jalando y tratando de derrumbar la escultura. Jalaban y jalaban. Yo estaba aterrorizada. Pablo se bajó del carro, dizque a pegarles, y afortunadamente ellos se dieron cuenta de que nosotros habíamos parado y se fueron. Gracias a Dios estaba muy bien puesta. Si no, se la llevan. ¿Tú te puedes soñar eso? Por eso luego pusimos esa base cúbica monumental que hoy está toda llena de grafiti y maleza.

Primero fueron las chatarras, luego Las histéricas, a las que les puso movimiento; vinieron en seguida las Pequeñas maquinitas, hechas con viejas máquinas de escribir y que se transformaban manualmente, sin motores. Luego su gran ambiente, Las camas, en las cuales había, además de movimiento, música. Y más tarde está La baila mecánica. ¿Cuál es la idea detrás de esta pieza?

Las histéricas, esculturas de acero inoxidable con motor y sonido y con su tic-tic-tic-tic-tic lo enloquecían a uno. Luego Las camas tenían movimiento, pero carecían de sonido propio. Jacqueline Nova había compuesto especialmente una música para ellas. Más adelante, pensamos en hacer el ballet. Jacqueline iba a ser de nuevo la autora de la música. Cuando se enfermó me aseguró que ya tenía todo listo. Jacqueline murió, la música no apareció y entonces me propuse hacer algo totalmente distinto a lo que hubiera hecho ella. Por eso me fui al siglo XII y le puse la música de Perotinus Iklagnus, un compositor que me recomendó “el Chuli” Fernando Martínez. Me fascina la mecánica. Veo un desperdicio y me muero de felicidad, entonces vi unos motorcitos, los compré y me resultaron sensacionales para que cada pieza bailara a su ritmo y tuviera su personalidad. La gente me pregunta por qué no la llamé Baile mecánico, en vez de Baila mecánica. Lo hice en femenino porque en masculino me parece horrible.

¿Cuál es su pasamiento predilecto?

¡El sexo, ah! Y tengo otro: cocinar. Creo que todas las gentes que trabajan en plásticas son buenas cocineras. Hay algo un poquito mágico también en la cocina. Lo que produces, los sabores, mezclar. Es algo creativo.

¿Cuántas veces se ha casado?

Cinco. Unas por la libre y otras por la bendición.

¿Por qué se ha casado tantas veces, por amor, por rutina o por vicio?

Creo que después de la tercera vez, es vicio. Mi divorcio fue el primero en la colonia judía en Colombia. Por eso mi papá me deseó la muerte. Mi familia me “mató” con un ritual: cavaron una tumba y pusieron piedras sobre piedras. Luego resucité, incluso heredé los libros del abuelo, un rabino polaco que murió en el Holocausto. Paradójicamente, cuando Trié, mi hija mayor, me llamó y me dijo que se casaba con un “goy”, yo le respondí que ella no podía tener hijos con un “goy”. Me porté igual que mi padre. Lo que es la herencia...

¿Y sus hijas?

Las hijas se quedaron con el papá que las parió. Se las llevó a Texas.

Dicen que usted es una mujer liberada en extremo…

Yo digo: o nacemos liberadas, o no nos liberamos nunca.

¿Se siente distinta a las demás mujeres?

No, para nada.

Una pregunta de revista femenina: ¿qué reacción le produce verse publicada en la lista de las mujeres más feas de Colombia?

La sorpresa fue increíble. Pero ya tengo un documento de protesta con mil firmas en el que consta que yo NO soy la mujer más fea del país.

¿Qué es para usted Colombia?

La patria boba. En un país como Colombia, tan pobre en valores humanos e intelectuales, la expulsión de Marta Traba fue una catástrofe. Me sorprende que ese hecho no hubiera producido una protesta más formal de los intelectuales colombianos, pero claro, es que hablar sobre la libertad y ser libre son dos cosas diferentes. No vayas a decirle a alguien que no es libre, se enfurecerá y querrá matarte para demostrarte que lo es.

¿Y entonces por qué vive acá?

Por su gente, es la más bella y encantadora del mundo.

¿Es cierto, como lo afirman Gabriel García Márquez y tantos otros, que usted murió de tristeza en París?

Esos son cuentos de Gabo. Yo estaba triste, sí. Imagínate, me tocó irme de Colombia en el 81, llevaba 166 días lejos de mi casa-taller, adonde llegaron unos militares vestidos de civil a las cuatro de la mañana, con metralletas debajo de las ruanas y desarmaron hasta la cama. Tal vez buscaban mis polvos perdidos. Me llevaron a la Brigada de Institutos Militares para un interrogatorio. Allí estuve sentada y vendada durante 11 horas, sin probar alimento. Me pegaron en el pecho una banda adhesiva con un número de presidiaria: 5. Ese parche está todavía pegado en la pared de la cocina de la casa que dejé en Bogotá. Nunca supe de qué se me acusaba y entre la racha de preguntas que me hicieron, una, tal vez la más intimidante, fue si no temía ser violada. Les dije que toda mujer casada está acostumbrada a que la violen todas las noches. Luego me soltaron.

¿Y qué pasó?

A los dos días me llegó una citación ante un juez militar, y supimos que el día de la detención el propio ministro de Defensa le había dicho al director del periódico El Tiempo que sobre mí pesaba una seria denuncia que nadie quiso revelar. También se decía que yo era un enlace entre Cuba y los guerrilleros del M-19, todo pintaba como un falso positivo judicial. Preferí exiliarme en la embajada de México y luego en ese país me acogieron Mercedes y Gabo, que me tuvieron que oír el cuento como si fuera un disco rayado. A Estados Unidos, donde estaban mi mamá y mis hijas, no pude ir porque me negaron la visa. Más adelante me fui a París, donde unos amigos me consiguieron una beca y el carnet de seguridad social para poder tratarme los pulmones y la columna. Nos vimos allá con la Madre (Alejandro Obregón), hicimos recorridos non sanctos por bailaderos periféricos, le preparé a Gabo sus sopitas de lenteja para que se le quitara el terror a los aviones y me cuidaba los guayabos con dry martinis dosificados y ejemplares recientes del New Yorker. Y claro, los últimos diez días, cuando llegó Pablo, le dije una y otra vez luego de leer las noticias: “¡Mi amor, se acaba de acabar el mundo!”. Faltaban pocos días para que me dieran un taller que había alquilado, en el que podía comenzar otra vez a hacer lo que había aprendido acá con mis maestros de juventud. Una noche, en una cena con amigos, tuve un paro cardiaco fulminante. Pero muerta no estoy. Como dice el Nene Cepeda al final de uno de sus cuentos: “El que se murió se jodió”.

El entrevistador sale al jardín y antes de irse ve un letrero de la antigua fábrica: “Esta empresa prohíbe dentro de sus predios ingerir bebidas alcohólicas, portar arma blanca y usar aquel vocabulario soez usual dentro del gremio de los artesanos. La Empresa”.

*A veces dibuja, a veces escribe.

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