La ciencia en la FILBo 2018

María Teresa Ruiz: la escritora y científica que toma sus propios retratos del cosmos

Desde el observatorio ALMA en Chajnantor, esta astrónoma chilena fotografía el universo. Su más reciente libro es más que un texto de divulgación científica: es una aproximación poética, literaria casi, a los fenómenos del cosmos.

Andrea Mejía * Bogotá
17 de abril de 2018

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Einstein creía en la existencia de un mundo en sí, pero que el mundo fuera comprensible le parecía lo menos comprensible. Una sucesión de vidas finitas, comunicadas entre sí a través del lenguaje, ha hecho posible una comprensión sorprendente del universo, de sus estructuras, de su comportamiento, de sus dimensiones, de sus tiempos. El universo es una gran actividad en la que las partículas elementales se organizaron en dos elementos, el hidrógeno y el helio. A partir de estos, y a través de generaciones de estrellas, se han ido formando los elementos de la materia tal y como la conocemos hoy en día. La “máquina del cosmos”, como la llamó Giordano Bruno, tiene en realidad poco de maquinal; es un gasto desmedido y sin razón de energía.

La imagen que tenemos del universo es en realidad una imagen del pasado, una proyección de la luz que ha tardado millones de años en llegar hasta nuestros telescopios. Digo “nuestros”, aunque debería decir de los astrónomos que velan el cielo mientras nosotros dormimos. Pero la ciencia, que es la transmisión de un conocimiento genérico del que cada cabeza humana puede apropiarse parcialmente, puede ser vista como un acto de generosidad de la humanidad hacia sí misma. En el cielo las estrellas arden como calderos de hidrógeno, mientras en la Tierra nuestra bóveda transparente sigue siendo un escenario en el que, cada día y cada noche, los astros que nos son familiares cumplen su revolución regular y nos visitan, aparentemente domesticados por su lejanía.

A través del lenguaje, de las matemáticas y de instrumentos de observación cada vez más potentes, el ser humano se ha hecho imágenes sucesivas de esta actividad que intenta articular como un todo y a la que ha dado el nombre de “cosmos”. Aprehender lo que Spinoza llamó “la figura del universo entero”, ha sido una de las más altas tareas de la teoría, que originalmente quería decir “contemplación”. Detrás de lo que puede ser visto, de los cuerpos luminosos y opacos, se ha intentado desentrañar las fuerzas primeras que mueven lo real. En el Timeo de Platón, el cosmos es un gran viviente, uranos, “viviente visible que comprende a los demás vivientes, dios sensible, imagen de un dios inteligible, el mayor y mejor, el más bello y perfecto”. El universo es un gran animal. En el Timeo hay cuerpos celestes en reposo y cuerpos en movimiento: los “planetas”, palabra que en griego antiguo significa “errantes”.

Desde Copérnico nada en el cielo está quieto. Galileo muere ciego después de haber entregado su vida a la observación del cielo y de haber murmurado su épico “eppur si muove” (y sin embargo se mueve) ante el tribunal del Santo Oficio. El firmamento deja de ser firme y ya no está desposeído de pesadez como el uranos de los antiguos; es la fuerza mecánica de la gravitación, cuantificada por Newton, la que arrastra ininterrumpidamente los astros a velocidades vertiginosas.

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Hoy en día la cosmología es dominio de la física. Sabemos que nuestro sol es una estrella mediana entre una miríada de estrellas, que nuestra galaxia es una entre los 100.000 millones de galaxias del universo visible, y que cada una de ellas contiene aproximadamente el mismo número de estrellas. Sabemos que el universo tuvo un comienzo, y aunque no sabemos bien cómo terminará, todos los finales prometen ser aterradores. Sabemos que además de las estrellas y de los planetas, hay objetos que se comportan de un modo enigmático, que rompen el tejido del espacio y el tiempo, como los agujeros negros. Sabemos que hay mucho que no sabemos, que hay “objetos” que aún no están del todo configurados como objetos de estudio, como la materia oscura y la energía oscura. Sabemos que es necesario articular la teoría de la relatividad, que explica el cosmos en sus grandes magnitudes, con la mecánica cuántica que explora el comportamiento de las partículas a nivel subatómico. Los misterios de la materia no han sido del todo esclarecidos. Pero aunque hayan caído las viejas teorías cosmológicas que situaban al ser humano en el centro de una creación armónica y ordenada, y a pesar de la segunda ley de la termodinámica según la cual todo tiende al desorden, es decir, a pesar del carácter entrópico de la realidad material que nos rodea, seguimos hablando de un “cosmos”, es decir, de un reino del orden.

Recoletar la luz

María Teresa Ruiz, astrónoma chilena, hace parte de esta historia de conocimiento y autoconocimiento que es la cosmología. Nació en Santiago de Chileen 1946. Su libro, Hijos de las estrellas, recientemente publicado, es un recuento simple, bello y potente de las fuerzas que estructuran el cosmos, de los diversos tipos de cuerpos que hay en él, de las distancias abismales entre ellos, de sus velocidades, de sus ciclos vitales, de la transparencia o la opacidad de ciertos medios a los diferentes tipos de ondas y de radiación.

Ruiz cuenta, por ejemplo, cómo el universo, en su primer millón de años, denso y caliente, era un manto de radiación formado por la actividad intensa de electrones. Como medio, era opaco a la radiación electromagnética. “Todo lo que había sucedido en el universo hasta entonces quedó oculto por este manto radiante (…). Por fin el universo se hizo transparente: los núcleos atómicos atraparon a los electrones. Todo lo que ocurrió a continuación lo podemos observar directamente”. Así que nada de lo que sucedió en ese período temprano del cosmos puede traer su luz hasta nosotros. Pero las ondas gravitacionales, que son las vibraciones producidas por cualquier cuerpo con masa al moverse, deberían permitirnos “oír” los secretos del primer millón de años de existencia del universo.

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Ruiz hace también un recuento de los observatorios astronómicos y de los complejos dispositivos que actualmente permiten recolectar la luz que nos llega del cosmos. Con una sensibilidad que deja traslucir el asombro ante la vasta magnitud del universo y ante la belleza de sus figuras, sin dejar de ser rigurosa y con una mirada poética, sitúa su libro, Hijos de las estrellas, más allá de la llamada “divulgación científica”.

Así cuenta esta astrónoma cómo escogío su carrera: “Fue en Tololo, en una noche sin luna, cuando tenía unos 20 años de edad, donde sentí que la Vía Láctea me envolvía. Supe que era parte de ella. En ese momento me enamoré de la astronomía y decidí que eso era lo que quería hacer por el resto de mi vida. Una buena decisión”. Yo imagino la vida de María Teresa Ruiz como un peregrinaje de observatorio en observatorio, entrenándose para reconocer los espectros de los diferentes tipos de estrellas, y pienso que es una buena vida.

Además de las estrellas grandes y ardientes con sus muertes explosivas o melancólicas, hay estrellas tenues que fueron las que interesaron a Ruiz. Ella descubrió de hecho una de las primeras enanas café, una especie de estrella que no genera la energía suficiente para brillar: “¡Qué raro! Miré el espectro con más cuidado y mi corazón comenzó a latir cada vez más fuerte. Fue una experiencia de un par de minutos: cuando encontré la marca de la existencia de litio y luego comprobé que su espectro era muy, pero muy rojo, me di cuenta de que tenía entre mis manos una de las primeras enanas café viajando libre por el universo. Fue un momento increíble. A diferencia de muchos otros grupos de astrónomos, yo no la estaba buscando, sino que fue ella la que me hizo señas para que la descubriera. Rápidamente le cambié su aburrido nombre de catálogo y la bauticé Kelu, que significa rojo en lengua mapuche”. Que haya una estrella enana adoptada y bautizada por una astrónoma chilena con un nombre mapuche no deja de ser algo emocionante.

La emergencia de estructuras complejas puede no ser un fenómeno extraño en medio del movimiento general del universo hacia el caos y el desorden; al contrario, puede ser considerada como parte de ese movimiento. La materia se organiza en estructuras que capturan información de su entorno para mantenerse ordenadas, y la vida puede ser vista como la culminación natural de esa tendencia. Sin embargo, es difícil contener el asombro ante la aparición de la vida. La vida es frágil si la comparamos con las inmensas estructuras del cosmos, pero también parece una estructura muy estable si la comparamos con la historia vertiginosa y fugaz de las partículas a nivel subatómico.

La astrobiología, una rama reciente de la astronomía, se concentra en la búsqueda de la vida que puede estar dispersa por el cosmos. “Lo que se considera el premio mayor en la búsqueda de exoplanetas [planetas exteriores al sistema solar] es encontrar un planeta que muestre señales de albergar vida”, explica Ruiz. Hay algo conmovedor en esta búsqueda: la vida buscando vida, buscando su igual, aunque pueda aparecer bajo formas muy disímiles, a través de los espacios helados y ardientes del cosmos.

Le pregunté a María Teresa Ruiz si creía que había una diferencia fundamental entre la vida y las demás estructuras del cosmos. “La gran diferencia surge con la aparición de la vida con conciencia, que reconstruye el pasado y se proyecta al futuro. Vida que se esfuerza por entender las reglas del universo que la rodea y las usa para cambiar su curso vegetativo regido por las cuatro fuerzas fundamentales. Muchas veces he pensado si la fuerza de la conciencia no debiera ser considerada como una quinta fuerza universal con su creciente capacidad de afectar el curso de su evolución”. Equiparar la vida consciente con las otras cuatro fuerzas que rigen el universo –la fuerza nuclear débil y fuerte, la fuerza electromagnética y la gravitacional– me pareció una respuesta sorprendente.

Hay en el trabajo de esta astrónoma un amor vital por el conocimiento que no se traduce en dogmatismo: “Una nueva teoría unificada que pudiera compatibilizar la Mecánica Cuántica y la Relatividad General tendría el potencial de derrumbar muchos paradigmas y dejar obsoleto no solo el contenido de este libro, sino parte importante del conocimiento científico actual. ¡Fascinante!”. María Teresa Ruiz debe compartir con sus colegas astrónomos esta actitud dichosa y temeraria de quien no teme cortar la rama del árbol en la que se encuentra trepado.

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* Filósofa y escritora.

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