“Estaba en ese lugar. Corriendo en el corazón de mi mente, en lo más secreto y misterioso. Lo que me había parecido lo más cerrado era lo más abierto”.

OTRA TIERRA

Idea: una columna de Andrea Mejía

“Estaba en ese lugar. Corriendo en el corazón de mi mente, en lo más secreto y misterioso. Lo que me había parecido lo más cerrado era lo más abierto”.

Andrea Mejía
29 de mayo de 2019

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Hace poco tuve la certeza, fugaz como todas las certezas y con esa forma a la vez tan punzante y tan indeterminada, de que hay en el centro de nuestra mente o de nuestra vida, en medio de esa vasta extensión de espíritu y de espacio no sensible y de tiempo que llamamos mundo interior, algo, un lugar, un recinto que permanece cerrado, cerrado incluso para los ojos con los que nos vemos y nos conocemos y nos recorremos; un recorrido que no es más que un andar errante a ciegas, alucinando entre los rastros que deja el movimiento del mundo, del lenguaje y del silencio en nosotros mismos.

Seguro que esa idea venía articulándose en mí y no puedo saber cuál fue su origen exacto. Traté de decirla de manera torpe en varias de las mesas de la Feria del Libro, con el terror de estar diciendo algo inapropiado y fuera de lugar. Mejor dejo de hablar de eso, pensé; pero entonces, justo a tiempo, como siempre pasa todo lo que pasa, encontré en el mundo tres imágenes que rescataron mi pensamiento y a la vez lo disolvieron y lo salvaron de la certeza.

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La primera la hallé en las últimas páginas de El pabellón de oro, de Mishima, unas páginas a las que vuelvo cada vez que creo haberlas olvidado.

Ese pabellón es un templo budista que existe realmente, como existió el monjecito que provocó el incendio del templo. Realmente en el mundo de los periódicos y de las visitas turísticas, y realmente en la novela de Mishima. Pues bien, ese templo tiene tres pisos que corresponden a tres niveles simbólicos; el último, el Kukyôcho, es el más inesencial de los tres: es la sala de meditación y significa, literalmente, “el Alto de la conclusión”. Cuando el monjecito le prende fuego al templo, sube al Kukyôcho en medio del humo y las llamas, imagina la sala con las paredes de oro brillando y sufre por ese resplandor enceguecedor ardiendo detrás de los tabiques que no puede derribar: “No puedo explicar por qué aspiraba tan desesperadamente, esforzándome con golpes sobre la puerta, a entrar en aquella sala resplandeciente. Me decía que era preciso conseguirlo y que entonces todo sería perfecto”. “Lo que anhelaba encontrar dentro del Kukyôcho, en realidad, era un sitio para morir”.

La segunda imagen la encontré en una parábola de Kafka. Un hombre tiene un hueco en su cráneo por el que entra a raudales la luz del sol. A sus espaldas se ha formado una fila de gente que espera para asomarse y ver. Él está molesto, mucho más que molesto, presa del espanto, porque es el único que no puede contemplar el interior de su propio cráneo.

La tercera imagen me llegó cuando estaba comiendo con un amigo inglés. Le conté la parábola de Kafka y él me dijo, “hablando de huecos en el techo”, que había logrado un acceso especial a un templo egipcio en donde la luz del sol entra por aperturas labradas en la piedra, situadas con tal exactitud que a medida que el día avanza, el sol va iluminando los jeroglíficos grabados en las paredes del templo, como si el rayo de sol fuera el dedo de un colegial que sigue las líneas escritas en un libro y va descifrando sus inscripciones imposibles.

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Pero todo esto es muy místico, pensé, varios días después, mientras subía a grandes pasos por la montaña, ya en el camino real, cubierto por una bóveda de ramas enmarañadas. Subí, llegué hasta el final del camino, ahí donde desemboca en la carretera polvorienta y desierta, y di la vuelta porque ya había oscurecido casi por completo. Grité algo, un nombre, y tuve respuesta. Después llamé a los perros. Bajé largos trechos corriendo; pensé primero que podía quebrarme un tobillo en una de las hendiduras del camino real, liso por los años pero con piedras que sobresalían oscuras y redondas a esa hora. Después pensé que era imposible caerme si solo me dejaba llevar por el camino que corría hacia abajo, como el lecho de un río seco que había vuelto a vivir. Seguí corriendo. Los perros entendían perfectamente de qué se trataba y corrían conmigo. Por fin íbamos los tres al mismo paso y ellos no tenían que parar en los recodos del camino a esperarme jadeando con la lengua afuera.

Estaba en ese lugar. Corriendo en el corazón de mi mente, en lo más secreto y misterioso. Lo que me había parecido lo más cerrado era lo más abierto. Estaba corriendo junto a dos perros, con un palo en la mano que me había servido para escalar la montaña. La luz del sol nos había abandonado. Cuando salí del camino de piedra, el día se había desvanecido por completo. El resto de la vuelta fue apacible, caminé hasta la casa en la montaña bajo las estrellas pequeñas.

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