Lea acá todas las entregas de nuestro especial ‘Anatomía de una imagen’, en el cual seis reconocidos escritores exploran, desde diversos puntos de vista, la estética, la emoción y el dramatismo de algunas icónicas fotografías de la historia del fútbol:
- “#EraGolDeYepes”, por Lucas Ospina
- “El abrazo”, por Carolina Sanín
- “Los protagonistas”, por Juan Esteban Constaín
- “Ingravidez y desgracia”, por Andrea Mejía
- “Stielike cae”, por Ángel Unfried
- “Belleza conjetural”, por Andrés Neuman
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A lo mejor el cielo era azul porque en Alemania el cielo también a veces es azul. Los espectadores de pie, como árboles oscuros y apiñados, no llenan del todo las gradas en las que se descubren largos parches vacíos. Bajo el manto blanco y negro de la foto, no se parecen en nada a la multitud colorida que llena hoy los estadios. No parecen espectadores de un encuentro de fútbol, sino sombras alzadas en una gravedad protestante, atrapadas en la extraña quietud que gravita en la foto, esperando el juicio final, o algún juicio provisional al menos. Este llega del árbitro vestido de negro que señala la portería contraria en la que acaba de marcarse el gol, la de los que juegan de blanco, para indicar así que este queda validado.
Además del árbitro y de los dos arqueros, en la foto aparecen cinco jugadores capturados en un reposo escultórico, en su belleza maquinal de artefactos. En sus cuerpos sobresalen sus muslos potentes, hinchados de músculo. Son máquinas con emociones contenidas en el rostro. El césped está cortado a ras y atravesado por líneas blancas.
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En el primer plano de la foto, el cuerpo doblado de un hombre golpeando el suelo con su puño derecho ofrece una imagen sensible del sentimiento intangible de la derrota, que es distinto al del dolor, aunque puede ser fácil confundirlos. En contraste con la curvatura vuelta hacia la tierra del cuerpo del arquero derrotado, el cuerpo de un delantero suspendido se alza hacia el cielo; un futbolista ingrávido y casi volador, un Cristo futbolístico en pantaloneta, levitando con sus medias manchadas por la tierra del campo y algo que parecieran dos moretones en su muslo, aunque probablemente no sean más que manchas de la misma tierra negra del estadio que tizna las medias. Así es este juego. La dicha ingrávida de unos es el abatimiento desgraciado de otros. Así son los juegos más serios.
Es 1974. La Copa Mundial se disputa en Alemania. Yugoslavia juega contra Zaire, el antiguo Congo belga, la actual República Democrática del Congo.
Los dos países que se enfrentan tienen por detrás y por delante historias de dolor. En el caso de Zaire, un pasado colonial brutal desemboca en la dictadura de Mobutu Sese Seko con su delirante búsqueda politizada de autenticidad. Yugoslavia, por su parte, está bajo la autoridad carismática de Josip Broz Tito, que murió en 1980 y que mágicamente, de espaldas al sol tórrido de Stalin, mantuvo unida una región atravesada por fuertes fracturas identitarias. Dos guerras espantosas esperan a estos dos pueblos. La Guerra del Congo y la desoladora Guerra de Yugoslavia.
Decir que Zaire y Yugoslavia se enfrentaron en esta Copa Mundial es una forma de hablar, porque los países no se enfrentan, o lo hacen solo simbólicamente, siempre, aun en las guerras; son seres humanos de carne y hueso los que padecen de manera nada simbólica y en sus cuerpos estos enfrentamientos. En sentido estricto, tampoco son los países los que se enfrentan en el fútbol, porque quienes corren y se revientan de cansancio son los jugadores; son ellos los que dejan el campo bañado literalmente en sudor y a veces también en lágrimas.
No creo en el fondo que el fútbol sea la prolongación de la guerra por otros medios, como le dije en chiste alguna vez a un amigo. En primer lugar, porque es posible gozar de la belleza cinética de este deporte por fuera de los fervores nacionalistas. En segundo lugar, porque en contadas ocasiones es posible ver el juego como la intervención en la tierra de una justicia poética, a través de la cual los vencidos por la historia se alzan y se redimen durante los noventa minutos que dura un encuentro. Ese fue el caso del equipo de Ghana, que se enfrentó contra Alemania en el Mundial de Brasil en 2014. Yo estaba en Alemania y Ghana era mi equipo. Por supuesto mis criterios no eran estrictamente futbolísticos. Fui a ver el partido Ghana-Alemania al bar de un turco que estaba casi desierto. Muy pronto me di cuenta de que los dos jóvenes alemanes que estaban en la mesa de al lado también iban por Ghana, en contra de su propio Vaterland. La pequeña hinchada ghanesa, compuesta por dos alemanes y una colombiana, sufrió, sin inhibiciones y hasta el fondo, el juego que acabó con un empate 2 a 2. Fue un momento bello, una de esas circunstancias raras en las que la humanidad, ejemplificada en un par de individuos, puede despertar una gran simpatía.
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Zaire dejó de existir con ese nombre en 1997. Yugoslavia terminó de desintegrarse en 2003, aunque su disolución empezó en 1991. Zaire fue el nombre que le dio Mobutu al Congo, como parte del tal retorno a las raíces auténticas. Viene de “el río que traga todos los ríos”. Yugoslavia quería decir “tierra de eslavos”. Así que la tierra de eslavos se enfrenta al río que traga todos los ríos. El resultado es de 9-0 a favor de Yugoslavia: la diferencia de goles más grande en una copa del mundo. Eso hace la foto más dramática. Pero como todos los dramas humanos, este es pasajero, y más si los países que jugaron ya no existen. Esta inexistencia pone en entredicho la existencia actual del escandaloso resultado, y también, sin duda, la existencia de cualquier forma de justicia poética.
*Filósofa y escritora. Columnista de ARCADIA