El escritor James Baldwin en su casa en el sur de Francia. Septiembre de 1985. Crédito: Ulf Andersen / Getty Images.

Literatura

Una y otra vez el fuego: 30 años de la muerte de James Baldwin

Muy joven descubrió tres cosas que lo empujarían a abandonar su país: la sensación de vulnerabilidad por su color de piel y su homosexualidad, un talento literario enorme y el deseo de ser leído no solo como un escritor negro, sino como uno estadounidense. Un recorrido por la vida y la obra de un autor imprescindible.

Hernán D. Caro* Berlín
12 de diciembre de 2017

El ímpetu bíblico estaba allí desde el principio. El tono admonitorio, la voz de profeta sin dios, las frases lacónicas que, a fuerza de juntarse, suenan a la vez barrocas y rotundas, los giros arcaicos usados para comprender, para que nosotros, sus lectores, comprendamos lo que sigue sucediendo justo en estos instantes. Ya en la primera novela, Go Tell It on the Mountain (Ve y dilo en la montaña, 1953), James Baldwin inaugura un modo de hablar de calles reales y angustias íntimas como si hablara sobre los trabajos y los días de los hombres que poblaron el comienzo de los tiempos (y es que, en verdad, lo está haciendo). Esa novela, atravesada desde el título por metáforas testamentarias, cuenta sobre un joven inteligente y sensible en el legendario Harlem neoyorquino de los años treinta y de su relación –amorosa, conflictiva, no podría ser de otra forma– con su familia y su iglesia: una autobiografía considerada, con razón, una de las mejores novelas en inglés del siglo pasado.

También estaban establecidos desde el inicio muchos de los temas que lo ocuparon hasta el final. En el ensayo “Varios miles han desaparecido” (1951), Baldwin escribe: “La historia del negro en los Estados Unidos es la historia de los Estados Unidos… No es una historia muy bella”. Escribe: “Negro es un color terrible para nacer en el mundo”. Y habla de los traumas que acompañan a individuos y pueblos enteros durante generaciones: “Edipo mismo no recordaba las correas que ataban sus pies. No obstante, las marcas que dejaron eran testigo de la maldición hacia la cual sus pies lo conducían. El hombre no recuerda la mano que le dio los golpes, la tiniebla que lo atemorizaba cuando era niño; pero la mano y la tiniebla permanecen a su lado, inseparables de él para siempre”.

Con lo cual, es claro, que desde el comienzo estaba presente el destino de convertirse –para bien o para mal– en un clásico, y no en el sentido de un tomo empolvado y una estatua en una plaza, sino de lo que pensaba aquel contemporáneo italiano de Baldwin, Italo Calvino, que era un verdadero clásico: a saber, y entre otras cosas, un autor que jamás termina de decir lo que tiene que decir, que persiste, con el pasar del tiempo, como un acompañante constante de la actualidad, que no puede sernos indiferentes, que nos permite, una y otra vez, definirnos a nosotros mismos. Pues bien. Eso, para empezar, es lo que habría que decir acerca de James Baldwin.

Crédito: Jack Manning / Getty Images.

Hace 30 años, el 1 de diciembre de 1987, murió Baldwin en su exilio en el sur de Francia. Había nacido el 2 de agosto de 1924 como el mayor de nueve hermanos de una familia pobre de Harlem, Nueva York. A los 10 años experimentó por primera vez el abuso policial, un tema recurrente en muchas de sus novelas y ensayos. Siendo muy joven descubrió tres cosas que lo empujarían –por primera vez a sus 24 años– una y otra vez a abandonar su país y establecerse por largas temporadas en Francia: la sensación de vulnerabilidad constante a causa de su color de piel y su homosexualidad; un talento literario enorme y, como escribió más tarde, el deseo de ser leído no solo como “un negro o un escritor negro”, sino como un autor estadounidense. Y es que la obra de Baldwin se trata, ni más ni menos, del drama existencial de los Estados Unidos, como repetía en 1968 durante una charla con un presentador de televisión, quien se preguntaba: “Si ya hay, por ejemplo, alcaldes y deportistas negros, ¿por qué no son optimistas los negros?”. A lo cual responde Baldwin de forma lacerante y con una sonrisa irónica en los labios: “La pregunta no es qué le sucede al hombre negro aquí. La pregunta real es qué va a suceder con este país”.

Tras Go Tell It on the Mountain y el libro de ensayos Notes of a Native Son (Notas de un hijo nativo, 1955), Baldwin publicó Giovanni’s Room (La habitación de Giovanni) en 1956, su novela más famosa, en la que la experiencia del exilio y el despertar sexual son temas centrales. Este libro explosivo, junto con su siguiente obra ensayística, The Fire Next Time (La próxima vez el fuego, 1963), asentaron su reconocimiento como escritor y como una voz importante del movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos.

The Fire Next Time –reeditado hace un par de meses por la editorial Taschen, con fotografías de Steve Schapiro– reúne dos textos fundamentales: una carta inquietante que Baldwin le escribió a su sobrino de 14 años, a modo de preparación para una vida como ciudadano negro en los Estados Unidos. Y un ensayo sobre la crisis religiosa de Baldwin, quien en su adolescencia quiso convertirse, como su padrastro, en un ministro pentecostal, pero a los 17 años le dio la espalda a la Iglesia por considerarla hipócrita y racista. Ese ensayo es, al mismo tiempo, una nueva reflexión sobre la espinosa relación entre blancos y negros, la cual, advierte Baldwin, tiene el poder de renovar o desestabilizar permanentemente a Estados Unidos.

En los años siguientes, Baldwin escribió otras cuatro novelas, entre ellas Tell Me How Long the Train’s Been Gone (Dime cuánto hace que el tren se fue, 1968) y If Beale Street Could Talk (Si Beale Street pudiese hablar, 1974), obras en cierta medida experimentales que cuentan destinos negros, blancos, homosexuales, heterosexuales, bisexuales y que examinan las vidas y las pruebas de familias afroamericanas. Además publicó varios libros de ensayos, piezas de teatro y obras en colaboración, como Nothing Personal, un poderoso volumen de 1964 –que justo en estos días es reeditado una vez más por Taschen–, en el que el fotógrafo Richard Avedon y Baldwin intentan acercarse, a través de imágenes y textos, a la esencia de aquella cosa intranquila y polimorfa que se llama a sí misma “identidad estadounidense”.

En comparación con otros eminentes contemporáneos suyos como Truman Capote, Norman Mailer o (algo posterior) Susan Sontag, James Baldwin es mucho menos conocido por fuera de Estados Unidos. Esa anomalía, probablemente, es ella misma un comentario a las palabras de Baldwin. Como sea, quien se acerca a ellas se topa con una obra poderosa, compleja, hecha de diversas capas y con la voz aguda de uno de los principales escritores eintelectuales estadounidenses del siglo XX.

Baldwin alimenta la obra de escritores como Toni Morrison, Teju Cole, Ta-Nehisi Coates, Colson Whitehead y forma parte de la base intelectual del movimiento Black Lives Matter y muchos de ellos lo consideran su faro. No se trata, acaso, de una exageración: Baldwin es (volviendo a Calvino) uno de aquellos autores que muestran cómo se podrían entender las estructuras de poder y de discriminación que subyacen a nuestro orden cotidiano y que ofrecen palabras para empezar a llamar a esas estructuras por su nombre.

El documental I Am Not Your Negro, de Raoul Peck (2016), nominado a un Óscar a inicios de 2017, que este año ha contribuido, en gran medida, a una especie de “renacimiento” del pensamiento de Baldwin, es una buena introducción a un par de los temas centrales del escritor estadounidense. La película inicia con imágenes, antiguas y nuevas, de violencia contra ciudadanos afroamericanos, acompañadas por fragmentos de textos de Baldwin sobre tres activistas famosos: Medgar Evers, Malcolm X y Martin Luther King, todos ellos cercanos a Baldwin, todos masacrados en los años sesenta del siglo pasado. El contenido de la película es la larga historia de discriminación racial sistemática en Estados Unidos. Pero el tema es mucho más vasto: la identidad estadounidense y su surgimiento de la convicción de que la civilización ha sido creada por hombres blancos, o como lo llama Baldwin –un concepto que escuchamos bastante en estos días–: la creencia en la “supremacía blanca”.

Este es uno de los grandes motivos de la obra de Baldwin: la construcción del “blanco”, en el centro de la civilización, y que como ficción útil necesita de otras, como el “negro”, a modo de contrario, límite, subalterno y justificación de formas de discriminación muy reales y muy actuales. Por supuesto, la marginación social y política, los sueldos inferiores, las desventajas respecto a créditos inmobiliarios, la violencia policial impune no suceden solo contra los afroamericanos. Pero como Baldwin dice en otro lugar: “El mundo no es blanco… Blanco es una metáfora para hablar de poder, es simplemente una forma de describir al Chase Manhattan Bank”.

En un momento crucial de la película, Baldwin dice: “Los blancos deben buscar en sus corazones la razón por la cual era necesario tener un negro. No soy un negro, soy un hombre. Pero si piensas que soy un negro, significa que lo necesitas... Si no soy un negro, tú, los blancos, lo inventaron. Ahora debes descubrir por qué”. Las ideas de Baldwin, sus frases, rara vez, son complicadas. Son a menudo muy simples, a primera vista parecen triviales. Esta impresión cambia rápidamente. Y una y otra vez sus palabras retumban largo tiempo en la mente.

Y es acaso aquí que el pensamiento de Baldwin es más universal y se revela como una lupa de largo alcance. Baldwin, ciertamente, describió ante todo una realidad particular: la infame, dolorosa –y, en muchos sentidos, también inspiradora– experiencia afroamericana. Fue su propia realidad, no solo en Estados Unidos, como lo relata el ensayo extraordinario “Stranger in the Village” (“Extraño en la aldea”) en Notes of a Native Son. Su idea del mito de la creación y el sostenimiento de la civilización a manos de una presunta “raza blanca”, de la construcción de “otros” inferiores, entidades primitivas, amenazas potenciales; esa idea, sin embargo, permite comprender mucho más que la experiencia afroamericana, lo cual le otorga una potencia particular. Y al tiempo –lo cual parece implicar una paradoja difícil de resolver– es posible que la ampliación de las ideas de Baldwin a otras experiencias, otros rostros, otros continentes, conlleve el riesgo de borrar sus márgenes explicativos…

Hay una paradoja más, que sin embargo es solo aparente, en lo que Baldwin tiene que decirnos (Italo Calvino, muy probablemente, replicaría que justo este es el destino de los clásicos): el predicador inmenso que era Baldwin no pregona jamás el perdón a las ofensas recibidas, olvidar, ofrecer la otra mejilla, agachar la cabeza. Y al tiempo, no hay una sola página suya en la que podamos encontrar el odio (“... si bien Dios sabe a menudo que he querido asesinar a más de una o dos personas blancas”, escribió en 1976). Comprender eso también es parte de conocer a Baldwin, quien en otro documental biográfico, The Price of the Ticket (El precio del tiquete, 1989), decía: “Según mi punto de vista, ninguna etiqueta, ningún lema, ningún partido, ningún color de piel, de hecho ninguna religión, es más importante que el ser humano… No es un asunto romántico. Es la verdad inefable: todos los hombres son hermanos. Esa es la conclusión”.

*Doctor en Filosofía y periodista cultural.

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