La filósofa y columnista de ARCADIA Andrea Mejía.

OTRA TIERRA

La caída: una columna de Andrea Mejía

"El problema del accidente está relacionado con el azar, con 'tyché', una palabra griega para “suerte”. Pero el accidente no es la buena suerte. Es la suerte funesta. El accidente es la irrupción de la desgracia en la vida".

Andrea Mejía
24 de septiembre de 2018

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Un avión se pulveriza contra el suelo, una ciclista se cae en el velódromo y queda cuadrapléjica, un carro choca contra un poste en la autopista y mueren tres personas, entre ellas dos hermanas. Tenemos un nombre para este tipo de acontecimientos; los llamamos accidentes. Pero aunque tengamos un nombre, no estoy muy segura de que podamos pensarlos. Los accidentes tienen algo incomprensible. Algo monstruoso. Hay algo ciego en ellos. Algo sobrecogedor.

El problema del accidente está relacionado con el azar, con tyché, una palabra griega para “suerte”. Pero el accidente no es la buena suerte. Es la suerte funesta. El accidente es la irrupción de la desgracia en la vida.

Ambulancias, piezas metálicas dispersas sobre el asfalto oscuro, chispas de fuego que escalan hacia las estrellas. En medio de esto, el dolor, los gritos de auxilio, el llanto. Porque el accidente hiere. El accidente mata. Unos sobreviven; pero en el accidente queda expuesta la fragilidad de la vida, se quiebran los lazos débiles del orden y el sentido.

Por lo general en el accidente se enlazan las vidas humanas a las máquinas y a los artefactos, ya sean fieros y desmedidos, como un reactor nuclear, o simples como una bicicleta en una caída en una pista, o un par de esquis en una caída en la nieve. Es decir que el accidente tiene que ver con la suerte, por un lado, y con la técnica, por otro. Con la extraña combinación entre azar y técnica.

La palabra latina para azar es casus, como caso. De ahí seguramente viene nuestro “acaso”. Pero casus quiere decir también caída, como si el azar fuera lo que cae. Me he dado cuenta, pensando en el accidente, que no sabemos lo que es el azar, no sabemos si es una fuerza real en el mundo o una de las formas de lo inescrutable. ¿Qué es el azar?  ¿Cómo es su caída? Puede ser silenciosa como el tiempo, o como la nieve; puede ser un choque brutal, un estallido.

Lucrecio, en su poema impresionante De rerum natura, habla de los átomos que caen en el abismo del vacío. Caen como la lluvia. Pero en un momento y un lugar indeterminados, se produce una pequeña desviación en esa caída vertical, un declive. Este declive permite que los átomos choquen. Y el choque es para Lucrecio la fuerza creadora de la naturaleza. Los golpes causan “los variados movimientos que la naturaleza necesita para su actividad”.

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Para Lucrecio todo lo que ocurre, todo lo que es el caso, es accidental. Perder un amigo, enfermar, extraviarse en el niebla, quedar atrapado por un derrumbe en la montaña, partirse un pie, recibir o no recibir un mensaje por el celular, caerse en la ducha y darse un golpe en la cabeza. Todo es accidente. También el crecimiento de una planta o el recorrido de una estrella. El azar es la textura misma de la realidad lucreciana.

Casus quería decir también desgracia. A veces decimos de un accidente que es una tragedia, como si el accidente tuviera que ver con el fatum, con el destino. Los accidentes, como las tragedias, inspiran compasión y terror. Accidente y tragedia parecieran pertenecer a reinos opuestos: no es el azar sino la necesidad inexorable lo que gobierna la tragedia. Pero a lo mejor un mundo entregado por completo al azar no sería tan distinto de un mundo regido por las leyes implacables de la necesidad. Tanto el azar como la necesidad son ciegos.

El sábado 26 de abril de 1986 se produjo una explosión en la central nuclear de Chernóbil. Hubo un incendio, la gente que estaba cerca vio caer bultos incendiados, un río de fuego iluminó la noche y enrojeció las nubes. Chernóbil hizo que resonara de manera muy extraña esta frase que cita Aristóteles: “Tyché ama a techné, tecné ama a tyché”, la suerte ama a la técnica, la técnica ama a la suerte. Del estruendo que se elevó al cielo se desprendió una reverberación radioactiva que corrió, invisible y letal, por los campos y los continentes. Chernóbil, el peor accidente nuclear de la historia, “se apoya en la nada”, escribió Svetlana Alexiévich.

Y esta parece ser la naturaleza fundamental del accidente. Este apoyarse en la nada. En la nada de sentido. En el grado cero de intencionalidad y de finalidad. El accidente nos produce horror porque no hay intención en él, no es afín con nuestras estructuras mentales, que son intencionales.

Un día volvíamos de un paseo por la sabana de Bogotá con un amigo. “Me parece increíble que no hayamos tenido ningún accidente”, me dijo. No entendí lo que quería decirme. No es el tipo de cosas que se dicen después de un paseo. Era sábado. La tarde estaba soleada y todas las cosas parecían en orden. Sabía, porque lo conocía bien, que lo que había dicho no era una simple extravagancia. Estar expuesto al peligro, y sin embargo permanecer a salvo, puede ser una fuente más de asombro y de alegría. Pero él quería decirme, tal vez, que estamos abiertos a la caída de lo terrible. Que la suerte no se domestica. No sé. Sabemos menos del accidente que del orden y la regularidad. No sabemos nada. Pero no dejo de estremecerme cada vez que pienso en Lucrecio, en los átomos cayendo, en sus choques al azar.

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