La escritora y columnista de ARCADIA Carolina Sanín.

PASAR FIJÁNDOSE

La Casa de las Flores: una columna de Carolina Sanín

La escritora Carolina Sanín comenta la serie de Netflix 'La Casa de las Flores', dirigida por el mexicano Manolo Caro.

Carolina Sanín
24 de septiembre de 2018

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Verónica Castro, en el papel de la matriarca burguesa Virginia de la Mora, pasa, animada por su familia, a cantar una canción en el escenario de La Casa de las Flores, un cabaret que su esposo ha regentado en secreto, durante años, junto con su amante. Poco antes, el secreto de la doble vida del marido ha salido a la luz: cuando la amante se ha colado en la prestigiosa floristería de la familia legítima, que se llama también La Casa de las Flores, y allí se ha colgado. Virginia canta “Es ella más que yo”, de Yuri, y su voz se solapa con la pregrabada, de modo que cada verso se oye dos veces. La intérprete canta una queja que es un cliché de la traición (“Basta de hipocresías”), y la intérprete de la intérprete encarna la letra, la traiciona con su voz y articula su lamento propio. Al mismo tiempo, el travesti que hace el papel fijo de Yuri en el cabaret marca el ritmo y musita impasible, como una maestra, la letra junto a la matriarca (que en realidad no ha sido matriarca alguna, sino la mujer traicionada del patriarca, pero que en esta incorporación de su drama empieza a convertirse en matriarca), y entonces la canción se desdobla una vez más. Entre el público está el hijo de Virginia, semigay en semisecreto y engañador a varias bandas, que al vaivén de los versos de amor interpreta el papel de pareja feliz del contador de su arruinada familia. Cuando Virginia entona la frase “Soy la mujer, tú el hombre, solos frente a la vida”, la cámara enfoca en el auditorio a su hija mayor, Paulina, y al antiguo esposo de esta, que es ahora una mujer. Paulina le toma entonces una foto a su hermana Elena, que intima con el hijo de la amante muerta del padre al son del verso “Un par de corazones buscando amor”, para mandársela al prometido de dicha hermana como evidencia de infidelidad. También en el cabaret aparece el fantasma de la amante ahorcada, que toma su lugar en la mesa de la familia. Virginia mira desde el escenario al espectro de su rival, mientras grita desgarrada el verso: “¿Es en ella en quien piensas junto a mí?”.

La Casa de las Flores es una larga balada romántica latinoamericana cuyo argumento desdice las letras de las baladas románticas latinoamericanas y cuyas líneas combinan el coloquio formulaico con la sorpresa de lo cómico absurdo. Se acoge a la telenovela, el género que más ha marcado nuestra identidad cultural, pero se dedica a poner en escena los procesos de la desidentificación. Es una serie sobre los dobleces que parecen amenazar las relaciones familiares, pero muestra que esos dobleces, en realidad, definen estas relaciones.

Las flores, que en la floristería componen naturalezas de artificio que se venden para las celebraciones familiares, en el cabaret son los travestis que componen una antifamilia de dobles de celebridades. La esposa traicionada resulta también infiel. El hijo que le es infiel a su novia con un hombre también le es infiel a este con aquella. La hija confiable de la familia legítima es cómplice de su padre en el adulterio y participa de la familia ilegítima, pero en realidad no es hija de su padre –de quien, en todo caso, más parecería que fuera la pareja–, sino del psicoterapeuta a cuya consulta la mandaban cuando niña. Esta misma hija, que parece rígida, desdeñosa y sometida a la convención social, resulta ser hospitalaria, poderosa y flexible. Todos los personajes transforman su personalidad y su punto de vista al cabo de los trece capítulos que componen la serie, y entre tanto demuestran la fragilidad del prejuicio y de todo juicio. No son personajes consistentes, y en ello estriba el maravilloso y profundo hallazgo de La Casa de las Flores: en la inconsistencia como forma necesaria de la convivencia y la reconciliación. La Casa de las Flores pone en escena la duplicidad, pero no la denuncia, sino que la comprende e incluso la celebra. Los personajes son dobles en el guion como las personas somos dobles en la vida; la mentira es interpretación y eco de la verdad.

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A través de sus caprichos, sus fabulosas chistosadas y sus conmovedores giros, el argumento de la serie describe un camino hacia el mutuo reconocimiento entre dos mujeres contrarias y presuntamente enemigas: la “otra” y la “legítima”. Cada una de ellas es tanto la mujer falsa como la verdadera mujer de un hombre y, al final, cada una se afirma como la mujer de nadie. En esta obra dominada por el esplendor de lo femenino, sucede que la protagonista y la antagonista desaparecen: una se suicida en el primer capítulo y la otra se fuga en el último. Ambas asumen el gran poder de salir de la vida como quien sale del escenario. Se amistan al coincidir en su deseo de salida, y se aceptan como intérpretes la una de la otra: como una sola, muerta y viva. La pregunta “¿Es ella más que yo?” se convierte en la afirmación “Ella soy yo”.

También en cuanto a su lugar en la industria de las series, La Casa de las Flores contiene un juego de ecos. La narradora muerta es evocativa de la de Desperate Housewives –quizá la más telenovelesca de las series estadounidenses–, y en la trama son evidentes las citas a la colosal comedia Arrested Development, que a su vez contemplaba las peculiaridades de la familia latinoamericana –y de cierto humor latinoamericano– en su historia de una familia disfuncional californiana. En la originalidad de La Casa de las Flores participa el reclamo de la reimportación.

Con esta obra maestra sobre la fluidez de la caracterización, sobre la bondad de la desidentidad, sobre la improcedencia del juicio en el núcleo de la sociedad, sobre la trágica independencia de las mujeres, sobre la ambivalencia del género, sobre la belleza de la duplicidad, sobre el infundio de lo auténtico y sobre la provisionalidad de lo legítimo, América Latina ha hecho su mejor serie de televisión y una alegre revolución.

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