La comemadre de Roque Larraquy es una novela provocadora, arriesgada, políticamente incorrecta, que no nos deja indiferentes. Una novela anormal: tiene dos cabezas, dos historias muy distintas con vasos comunicantes. En la primera, en un hospital de Temperley, pueblo cercano a Buenos Aires –estamos en 1907–, un grupo de médicos, dirigidos por el dueño del hospital y su director, se proponen descubrir qué hay más allá de la muerte. Como han sabido que luego de una decapitación la cabeza separada del cuerpo vive durante nueve segundos, fabrican una máquina sofisticada que después de quitar la cabeza le insufla aire a las cuerdas vocales y así pueden oír las palabras dichas en el umbral de la muerte, claves para develar su secreto. Para reclutar voluntarios anuncian un tratamiento que cura el cáncer, descubierto en “Edimburgo (Inglaterra)”. Un error deliberado que servirá de filtro: admitirán únicamente gente ignorante. Una vez el falso tratamiento muestra su ineficacia, les quedará fácil convencer a los “donantes”, ya sin esperanzas de vida, de sacrificarse por la ciencia. Para desaparecer los restos mortales utilizarán la ‘comemadre’, una planta de hojas aciculares cuya savia produce larvas animales microscópicas: “Las larvas tienen la función de devorar el vegetal hasta resecarlo por completo”.
Las palabras de las cabezas desmembradas y las reflexiones ‘filosóficas’ que suscitan entre los médicos son desopilantes: “¿Una cabeza cercenada sigue siendo Juan o Luis Pérez, por decir algún nombre, o es la cabeza de Juan o Luis Pérez?”. La sátira, el humor negro, son evidentes. También la parodia a las ficciones científicas –o pseudocientíficas–, a la metafísica. Se sienten ecos de Borges, de César Aira y, desde luego, del Bioy Casares de Dormir al sol y La invención de Morel. Sin embargo –y esa es la marca de autor–, no domina exclusivamente el registro de la parodia: la historia es contada por el doctor Quintana –leemos su diario– y desde la perspectiva de su amor exaltado y enfermizo por Menéndez, la jefa de enfermeras. La pasión (colectiva, pues Menéndez es a su vez el objeto de deseo de los otros médicos) contamina el relato y contrasta con el lenguaje preciso, objetivo, escueto con el que escribe.
En la segunda historia, que transcurre en Buenos Aires en 2009, un artista le responde los interrogantes a una estudiante de la Universidad de Yale, quien está escribiendo una tesis sobre él. Ella se llama Linda Carter, sí, como la actriz de Wonder Woman: “Soy una mártir de la homonimia”. El artista le cuenta su extraña vida, desde que fue un niño prodigio, excesivamente obeso, hasta que, tratando de reducir de peso, descubrió el arte de manipular, transformar y explotar su propio cuerpo con lo cual se volvió una celebridad. Al igual que los médicos del hospital de Temperley –Sebastián, su primer novio, es bisnieto de Quintana y poseedor de sus diarios– sus experimentos con el cuerpo no tendrán límites éticos. Las dos historias dialogan pero la superioridad estética de la primera –una metáfora poderosa– sobre la segunda, crean un desbalance notable. Leí que una editorial argentina le pidió que la suprimiera y él la reescribió. No quedó para decapitarla, pero sigue sobrando.