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James Joyce, en París. Circa 1930. / La farmacia Sweny, en Dublín, a parece en el apartado Lotófagos, del Ulises (1922).

Aniversario

La Dublín de James Joyce

Al cumplirse 80 años de su muerte, Arcadia vuelve publicar un artículo que habla de la relación del escritor con Dublín. Solía decir, que si la ciudad fuera destruida, se podría reconstruir a partir de sus libros. Lo que no es cierto. Él nunca describió el entorno de Bloom y compañía. Pero uno lo conoce. O cree conocerlo.

Joe Broderick* Bogotá
13 de enero de 2021

Un día en Dublín compartí un espacio con Mr. Leopold Bloom. Ocurrió en una farmacia, donde entré de afán para comprar un cepillo de dientes. Apenas había dejado atrás el bullicio de la calle cuando sentí que había regresado en el tiempo. Me encontraba en un remanso de quietud, un lugar de otra época. Esta, pensé, no es una farmacia cualquiera. Me fijé en los mostradores de puro cedro y la elegante estantería. Detrás de los cristales brillaban abultadas vasijas de vidrio y alabastro llenas de pastillas de diferentes colores; las lámparas que colgaban del techo parecían salidas de un almacén de antigüedades; se respiraba un olor mustio de ungüentos y madera vieja. Encima del mostrador la farmaceuta, una gordita de bata blanca, me contemplaba con curiosidad. Y antes de yo poder abrir la boca, me soltó: “Usted debe ser uno de los jabón-de-limón-istas”. [You’d be one of the lemon-soapers] ¿Lemon-soapers? No entendí. “Bloomsday”, me explicó. “Todos vienen acá para comprar el jabón de limón”. La palabra Bloomsday me dio la pista; se refería al día cuando se conmemoran las andanzas de Mr. Bloom, protagonista de la novela Ulises, de James Joyce. En esta misma farmacia había estado él. Como relata el episodio quinto (Lotófagos), en la calurosa mañana del 16 de junio de 1904, Leopold Bloom entró aquí a pedir al boticario que preparara una loción para Molly, su esposa. Y en vista de que disponía de tiempo suficiente para darse un baño antes de ir al entierro de Paddy Dignam, adquirió también una barra de jabón perfumado. Llevándola a la nariz, aspiró “una dulce cera alimonada”.

Es de suponer que Sweny’s –así se llama la farmacia– venía funcionando en el mismo lugar durante muchos años antes de que Mr. Bloom entrara a comprar la loción y el jabón. En todo caso él no dudaba de que la fuera a encontrar allí. “Las farmacias rara vez cambian de sitio”, reflexionaba. “Los albarelos verde y oro son demasiado pesados para moverlos”. En efecto, más de cien años después aún no los habían movido. El día que entré yo, pude inhalar los mismos olores que había registrado Bloom: “El tufo penetrante de las drogas, el polvoriento tufo seco de las esponjas y pastas”. No debería haberme sorprendido. No solo Sweny’s, sino todo Dublín permanece casi igual a como era cuando el joven Jim (abreviatura de James) Joyce andaba por sus calles en los primeros años del siglo XX. Tal vez ya sabía que algún día pondría a caminar por estas mismas calles a los hombres y mujeres de su ciudad como personajes de ficción.

Por allí siguen caminando. Primero, en las páginas del libro. Pero también en una anual romería, una especie de teatro callejero, que ocurre en Dublín, sin falta, el 16 de junio de cada año. En esa fecha, grupos de hombres y mujeres se ponen a remedar a los dublineses de Joyce. Se disfrazan con indumentaria de época y andan por los diferentes lugares que figuran en la novela. Unos se visten de negro con un bombín del mismo color para representar al prudente judío Bloom. Otros, más jóvenes, también de traje negro, hacen el papel del lánguido estudiante Stephen Dedalus, alter ego de Joyce. No falta quien monte en una bicicleta antigua –de las que tienen una rueda grande adelante y otra chiquita atrás– y pedalee hasta la torre de Martello para recordar el amanecer de “stately, plump Buck Mulligan”. Los más recursivos consiguen una vieja carroza tirada por caballos, parecida a la que llevó a Bloom y compañía al entierro de Dignam, y van al trote hasta el cementerio de Glasnevin al norte de la ciudad. Grupos de amigos se congregan en las tabernas para tomar una pinta de Guinness mientras oyen la lectura de fragmentos del libro. Se organizan, incluso, desayunos con un menú de riñones de cerdo a la plancha, acompañados por hígados y otros “órganos internos de reses y aves” que tanto deleitaban el paladar de Mr. Leopold Bloom.

Todo esto me lo han contado, o lo he visto en fotografías. Porque, aun cuando vivía en Dublín, me abstenía de participar en estas festividades. Como objetor de conciencia. Mi ausencia de las pantomimas del 16 de junio era mi forma (boba, tal vez) de protestar contra el rechazo de que Joyce fue víctima durante tantos años de sus propios compatriotas. Fue anatematizado no solo en vida, sino después de muerto. Como se sabe, murió en Zurich (Suiza) en 1941, y unos años más tarde el gobierno irlandés, bajo el archiconservador primer ministro Eamon de Valera, desautorizó una petición para repatriar sus huesos. Los curas condenaron Ulises como un libro pornográfico e insistieron en prohibir su lectura, aun cuando ya se había levantado la ridícula censura inicial en Estados Unidos y en Inglaterra. Los irlandeses fueron los últimos en leer la novela. Sin embargo, en algún momento las autoridades vieron el potencial de Bloomsday como atracción turística y comenzaron a explotarlo. De ahí las estrambóticas comparsas que se han inventado para representar a los personajes del libro, y que atraen visitantes de todas partes del mundo. Especialmente a los gringos de ascendencia irlandesa, que llegan en manada. Quién sabe si han leído el libro. Lo cierto es que lo han vuelto parte del folklore. Como los leprechauns (o duendes) de las leyendas. Por un día cada año, Dublín se convierte en Joycelandia, una especie de Disney World a lo irlandés.

Siempre me ha parecido curioso que lo que se festeja no es el natalicio del autor, ni la fecha de la primera publicación de su gran novela. Se celebra, a cambio, su personaje de ficción, Leopold Bloom, y más aún, el día en que este paseaba por las calles de Dublín. Lo llaman Bloomsday para hacer rima con Doomsday, el Día del Juicio, un juego verbal típicamente joyceano, aunque no es del mismo Joyce. En realidad, no se sabe quién acuñó el término, ni cuándo exactamente se inauguraron estas efemérides. Pero sí se sabe que Joyce solía celebrar el día con sus amigos en París en los años veinte del siglo pasado.

Hoy en día se celebra en cualquier lugar del mundo donde haya aficionados a Ulises. Incluyendo Colombia. En junio de 2004, el centenario de Bloomsday, el periodista cultural Bernardo Hoyos me pidió que lo acompañara en un programa radial para festejar la ocasión. Arrancamos a las 8:00 de la mañana (la hora del desayuno de Bloom) y, con música irlandesa, comentarios y lecturas del libro, el programa duró hasta más allá de la medianoche, el momento cuando Molly inicia su largo y maravilloso monólogo interior. Bernardo me invitó, seguramente, porque sabía que era lector de Joyce, aunque dudo de que sospechara hasta qué punto esa lectura me ha afectado.

Doy un ejemplo del estremecimiento que las palabras de Joyce son capaces de producir en mí. Hace muchos años, leyendo El retrato del artista adolescente, recibí el primer sacudón. Sucedió cuando llegué al pasaje donde Stephen, sentado en una banca en la capilla de su colegio, escucha atemorizado el sermón del padre jesuita sobre “las cuatro últimas verdades”: “la muerte, el juicio, el cielo y el infierno”. Estas frases del cura me produjeron escalofrío. Pues yo había tenido una experiencia … iba a decir similar, pero no, era idéntica. Siendo alumno de los jesuitas en Xavier College en Melbourne, en la década de los cuarenta del siglo pasado, tuve por profesores a varios jesuitas importados de Dublín. Resulta que ellos habían traído en la maleta esa misma homilía terrorífica. La repetían cada año, al pie de la letra como en esa novela autobiográfica de Joyce. En la lejana época de mi juventud, medio siglo me separaba de la adolescencia de Joyce en el tiempo, y medio mundo en el espacio. Sin embargo, el cura que predicaba el sermón tenía la misma voz, la misma entonación, el mismísimo inconfundible acento dublinés, que había escuchado Joyce en Clongowes a fines del siglo XIX. Y también me hacía temblar del mismo modo con la amenaza de las llamas del fuego eterno. Se repetía, digo, cada año, igual que en el libro, durante el retiro espiritual al que fuimos sometidos obligatoriamente en vísperas de la fiesta del santo por quien estaba nombrado mi colegio, como el de Joyce: el jesuita misionero San Francisco Javier.

Por supuesto que no es difícil encontrar, en las páginas de un libro, a un personaje que vive cosas parecidas a las de uno. Pero esta coincidencia era excepcionalmente brutal. Se debía, por supuesto, al hecho de haber compartido una herencia cultural con el autor. Fui criado en el mundillo católico de la diáspora irlandesa en Australia, fiel reflejo –mejor dicho, traslado– de ese otro mundillo en el que creció Joyce. No sorprende, entonces, que sus libros me hayan traído recuerdos de vivencias personales. Ulises contiene, entre otras muchas cosas, docenas de referencias a canciones populares. Cuando ocurren en el texto, las oigo. Es que las cantábamos en mi casa. O poníamos acetatos para escucharlas en la voz del John McCormack, el tenor irlandés contra quien el joven Joyce compitió por una beca para estudiar bel canto en Roma. Mi cercanía al universo de Joyce es casi total. Me viene a la memoria, por ejemplo, el recuerdo de uno de los jesuitas mayores que conocí en mi juventud, y mi sorpresa cuando descubrí que había sido estudiante contemporáneo de Joyce en Clongowes.

Lo más impactante fue que en las páginas de Ulises me topé con una de las personas que han sido fundamentales en mi vida. Al hombre lo reconocí, aunque aparece solo de manera oblicua en el libro, sin ser nombrado. Ocurre en el duodécimo episodio de Ulises (el del Cíclope, que sucede en la taberna de Barney Kiernan). Allá, entre copas, los borrachos están hablando despectivamente de “los curas y obispos de Irlanda, haciéndole la habitación en Maynooth con los colores de las carreras de Su Majestad Satánica y pegando las fotos de todos los caballos que sus jockeys han montado”. Se refiere a la visita que hizo el rey Eduardo VII en 1903 al seminario mayor de Irlanda (en Maynooth, cerca de Dublín) cuyo presidente en ese momento era monseñor Daniel Mannix. Este mismo Mannix iba a reinar como arzobispo de mi ciudad natal, Melbourne, durante casi 50 años; y en 1959 fui ordenado sacerdote de su diócesis. Él mismo, que era un furibundo nacionalista irlandés, me explicó por qué la crítica que puso Joyce en boca de sus borrachos era injusta. Es verdad, me dijo, que decoró el colegio de esa manera, pero lo hizo no tanto para congraciarse con el monarca, sino para distraerlo con algo de su agrado para que no se fijara en lo que faltaba: la bandera británica, requerida por estricto protocolo. Monseñor Mannix se negaba a poner a flamear esa insignia de la dominación inglesa encima de una institución dirigida por él. En Melbourne, en la década de los sesenta, pasé tardes enteras charlando con el arzobispo en su gran vejez, y un día me habló del incidente. En el curso de nuestras conversaciones relató otras muchas aventuras que vivió en defensa de los republicanos. Se enorgullecía de su larga trayectoria –muy larga, porque vivió casi 100 años– como incansable luchador por la independencia de Irlanda.

No sé si Joyce sabía de Mannix, que de todas maneras era un maverick, una rueda suelta, entre la jerarquía eclesiástica. Lo cierto es que el autor de Ulises no simpatizaba, ni mucho menos, con los obispos católicos. Nunca les perdonó el haber condenado a Parnell, el gran líder irlandés en el parlamento de Westminster, y peor aún, por haber llevado a los copartidarios de este a traicionarlo. En lo eclesiástico, sin embargo, su principal lío fue con los jesuitas bajo cuya tutela se había educado y contra cuya influencia parece haber luchado toda la vida. Sin nunca superarla del todo. Con razón Buck Mulligan saluda a Stephen (el alter ego del joven Joyce) con el epíteto de “fearful jesuita”, acusándolo de tener “esa condenada vena jesuítica, solo que inyectada al revés”.

Pero volvamos a Bloomsday. Tal vez no debía ser tan intolerante con los que disfrutan disfrazándose de los personajes de Joyce y visitando los lugares consagrados en la novela. Por haber vivido en Dublín en distintas épocas de mi vida, tiendo a tomar por descontada una familiaridad con el escenario: las calles de la ciudad, sus bares, su bahía, la playa de Sandymount, la colina de Howth con sus rododendros. Joyce decía que si Dublín fuera destruido, se podría reconstruir a partir de sus libros. Lo cual no es cierto. Él nunca describió el entorno de Bloom y compañía. Pero uno lo conoce. O cree conocerlo. Aunque ya reconocí que el encontrarme de súbito en la farmacia de Sweny’s me causó una grata sorpresa. Sí, tengo que ser más indulgente con los lemon soapers.

Termino con mi anécdota favorita de Joyce. Una admiradora le dijo que quería besar la mano del hombre que había escrito Ulises. A lo que Joyce replicó: “Cuidado, señora. Esa mano ha hecho muchas otras cosas”.

*Escritor australiano. Su más reciente libro es la reedición de Camilo, el cura guerrillero (Ícono, 2016).

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