Lourdes Grobet. La Briosa (1981). Cortesía Hammer Museum.

Especial mujeres radicales

Lourdes Grobet y la identidad enmascarada

La mexicana se hizo famosa por empeñarse en penetrar y retratar un universo eminentemente masculino. Más allá del tema, los resultados de su búsqueda constante de un lenguaje propio la llevaron a adelantarse a tendencias estéticas que proliferarían la fotografía del siglo XXI.

Rafael Carballo* Ciudad de México
20 de octubre de 2017

Es prácticamente imposible pensar en una foto del Santo o de Blue Demon sin hacer una referencia a Lourdes Grobet. A pesar de que la obra de esta artista va mucho más allá del ring, con sus fotografías ha documentado en las luchas la esencia del mexicano, y con ellas ha mostrado impresa la identidad de un país y su pueblo.

En una época en que la lucha libre era parte de un México profundo que solo salía a flote a través de películas de bajo presupuesto que ensalzaban a estos héroes enmascarados, Grobet se sumergió hasta el fondo, a las entrañas mismas de esta expresión popular, para mostrarla al resto del país y el mundo. La radicalidad de esta fotógrafa fue como una lucha cuerpo a cuerpo, una batalla constante: primero, como mujer que irrumpió en un mundo de hombres, reacios al principio a ser fotografiados por una mujer, y, segundo, porque las luchas, este fenómeno cultural originado en el México más oscuro, se salía por completo de los parámetros de estudio que esperaban las esferas académicas y los caciques culturales del país.

Hoy Grobet es reconocida tanto en su país como en el extranjero: su lente capturó la identidad cultural enmascarada de México.

Santo y Blue Demon

Desde pequeña, Grobet sintió atracción por el mundo de la lucha libre, pero, por ser mujer, nunca la dejaron ir a la arena. Fue hasta que empezó como fotógrafa que decidió ir a capturar ese mundo que ya la había atraído. Las primeras veces que se coló junto al ring con la cámara eran los años setenta. Causó desconcierto, e incluso intentaron retirarla por ser mujer. Sin embargo, logró que le dieran acceso y poco a poco pasó del ring a los vestidores, y luego a la casa de los luchadores. Se hizo su amiga, se rodeó de ellos. De ahí que sus imágenes sean tan íntimas y atractivas.

Solar, Tinieblas, el Solitario, Canek, Dr. Wagner, André el Gigante, el Cavernario Galindo, el Tarzán López, el Huracán Ramírez, el Matemático, son solo algunos nombres en la escena de la lucha libre mexicana, pero los dos que se cuecen aparte, según Grobet, son el Santo y Blue Demon.

La fotógrafa ha confesado que llegó a adentrarse tanto en el mundo de la lucha libre que pudo conocerlos a todos en sus ámbitos más íntimos: con sus familias, en sus trabajos diurnos –porque la mayoría no vivía solo de las luchas–. Los vio sin máscara, conoció sus identidades en el anonimato de la normalidad. A todos, salvo al Santo y a Blue Demon, quienes nunca se mostraron sin máscara. Nunca dejaron al personaje.

El Santo es, quizás, uno de los personajes más famosos de la cultura mexicana, junto con Cantinflas, Pedro Infante y Chespirito, pero a pesar de su popularidad fue siempre un ejemplo de humildad. Lourdes lo considera un maestro de vida. El Enmascarado de Plata, como se le conoce al famoso luchador, es uno de esos pocos casos en que el héroe popular es héroe todo el tiempo y la máscara se convierte en su verdadera identidad.

En las luchas, Grobet encontró un tesoro. Se había prometido nunca tomar fotografías de folclor mexicano, que en esa época exaltaba la imagen indígena. En el intento de alejarse de eso, encontró lo que ella llama el indio urbano, la proyección de la cultura indígena en medio de la urbe. A pesar de que hay muy poco escrito sobre la relación entre las luchas y las culturas prehispánicas e incluso hay antropólogos que niegan esa relación, Grobet afirma que ese vínculo es claro, y lo ha retratado. Según ella, la máscara, los colores, la representación, el linchamiento popular vinculan lo uno con lo otro, pero sobre todo la relación es visual: aunque los académicos no validen la teoría, es visualmente como se ve el vaso comunicante.

“Métele la Wilson, métele la Nelson, la Quebradora y el Tirabuzón”, escribió Pedro Ocadiz en su famosa Cumbia de los luchadores. Así, a contracorriente, tuvo que luchar Grobet para lograr una de las iconografías más llamativas y prístinas de la cultura mexicana del siglo XX, que se extiende y mantiene vigente hasta ya entrado el siglo XXI. La aceptación y difusión de su trabajo tardó en llegar, y aunque realizó exposiciones aisladas desde los años noventa, no fue sino hasta la publicación en 2005 del libro Espectacular de lucha libre (Editorial Trilce) que su trabajo con los enmascarados se dio a conocer masivamente en México y en el mundo.

De pintora a fotógrafa

A Lourdes Grobet le cuesta definirse, aunque al final utiliza el término “artista visual”, pues no olvida sus inicios como pintora, antes de dar el salto a la fotografía y, más recientemente, a la imagen en movimiento con el documental.

Grobet nació en Ciudad de México en 1940. No creció en una familia cercana al arte o a la intelectualidad, sino decantada hacia el deporte. Su padre, un suizo-mexicano, fue ciclista olímpico. Por eso desde su niñez estuvo en contacto con el culto al cuerpo, aunque desde la perspectiva del ejercicio y el deporte. Quizás el primer sitio donde encontró un medio de expresión artística fue en la danza, que practicó desde niña. Sin embargo, una enfermedad la alejó de la actividad física durante algún tiempo y al final la abandonó. Siempre le gustó dibujar, y fue justo después de dicha enfermedad que empezó a tomar clases de pintura y empezó a seguir ese camino con más ahínco.

Lourdes trabajó con un maestro pintor encargado de los murales de una iglesia, pero no le convenció. Después entró a estudiar Arte en la Universidad Iberoamericana. En esa época, según ha confesado en entrevistas, Grobet se cuestionaba, veía al arte como un lenguaje, y empezó la búsqueda de su forma particular de expresarse con dicho lenguaje. Fue en la Ibero donde conoció a un artista que fue, sin duda, fundamental para su posterior desarrollo artístico: Mathias Goeritz.

El artista de origen alemán (nacido en Danzig, que actualmente es Gdansk, en Polonia), afincado en México después de la Segunda Guerra Mundial, descubrió en ella una veta antisolemne que la alentó. Ella, por su parte, encontró en la antiacademia que siempre impulsó Goeritz el terreno perfecto para desarrollar su visión artística.

Empezó su crecimiento como artista de la mano de Goeritz e incluso empezó a trabajar con él en algunos proyectos. Grobet seguía desencantándose con las estructuras establecidas del mundo del arte; sentía cierto anacronismo, un estatismo que la dejaba inquieta. No encontró respuestas en la universidad.

Siguió entonces. Buscaba el medio de expresión que más se acomodara entre la pintura abstracta, figurativa y el expresionismo, pero ninguno acababa por convencerla. Aunque Goeritz fue, quizá, el maestro con mayor influencia sobre Grobet, también fue discípula de otros artistas importantes como Guillermo Silva Santamaría, Manuel Felguérez, José Luis Cuevas, Kati Horna (fotógrafa húngara exiliada en México), quien le enseñó la fotografía más como concepto que como técnica, y Gilberto Aceves Navarro, uno de los mayores exponentes del expresionismo abstracto en México. Hay que decir, además, que a la lista de sus maestros, Grobet invariablemente agrega al Santo.

En 1968 decidió viajar a París. En varias galerías vio propuestas diferentes, más novedosas, que se adherían al kinetismo, que integra la forma, el color y la física como técnicas con el arte plástico. Ese encuentro le abrió los ojos y decidió cambiar su rumbo artístico a una técnica con mayor dinamismo. Concibió la fotografía como la técnica con la que se acercaría más a los hechos y a la realidad. Según ha asegurado en entrevistas, la fotografía satisfacía mucho mejor sus inquietudes alrededor de la imagen, la técnica, la reproducción e, incluso, la expresión artística como un servicio social.

Las otras luchas

La fama y el reconocimiento que le ha dejado la fotografía de lucha libre opaca un poco los otros proyectos en los que ha trabajado, aunque estos no son menores y sean una muestra de la versatilidad de Grobet.

Siempre le han gustado los trabajos de largo aliento, razón por la cual estuvo metida en el mundo de las luchas durante más de 30 años, si bien no de manera exclusiva. Mientras se inmiscuía en las luchas, se acercó también al Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena, un grupo que representa teatralmente las costumbres indígenas. Su acercamiento fue peculiar, porque había jurado no retratar a indígenas. Aún así, empezó a documentar el trabajo actoral del grupo, con la intención de divulgar un proyecto del que se conocía poco y que rescataba, por medio de la expresión artística, las costumbres milenarias de los indígenas de su país. Este proyecto es el otro gran trabajo de Grobet, al que le ha dedicado también más de tres décadas.

Pero la experimentación en su obra ha sido fundamental. Por eso ha logrado trabajos notables, como una exposición en 1975 llamada Hora y media. En esa instalación, la galería se convirtió en un cuarto oscuro donde se tomaron las fotografías. Ahí mismo, Grobet revelaba e imprimía tres murales en papel fotográfico, pero sin fijarlos, de manera que mientras las imágenes se estaban haciendo en el papel, ella encendía la luz y desaparecían.

Otro trabajo llamativo fue Travelling, una exposición montada dentro de un elevador, a finales de los años setenta. También incursionó en el performance, a principios de los ochenta, con un acto compartido con otras seis mujeres artistas llamado De mugir a mujer.

Su creatividad no ha parado de producir y en 2013 salió a la luz un documental, Bering: equilibrio y resistencia, en el que Grobet retrata a la comunidad de personas que viven en ese apartado paraje de América. Según estudios antropológicos, los primeros hombres que llegaron al continente americano lo hicieron a través del estrecho de Bering. Grobet viajó hasta ese lugar para retratar a una de las comunidades más antiguas del mundo.

Lourdes Grobet es una artista visual incansable y tan versátil que entre todos sus proyectos personales también figuró el de convertirse en astronauta y participó en el largo proceso de selección tras el cual se nombró a Rodolfo Neri Vela como testigo mexicano del lanzamiento del satélite Morelos.

Fue desde joven punta de lanza para artistas visuales y para mujeres, siendo ella misma una mujer que soportó la discriminación de género cultural de la mitad del siglo pasado, pero que supo darle la vuelta y quitarse el yugo, hasta convertirse en un referente feminista y artístico.

Con un carácter antisolemne, informal, fresco y directo, Grobet ha confesado en entrevistas que le importa poco la discusión barroca de si sus fotografías son o no arte, porque lo que realmente le importa es expresar sus ideas y su visión del mundo. Con esa franqueza, la fotógrafa ha podido retratar la esencia de este país, de lo que somos los mexicanos, y ha logrado salir vencedora en todas las luchas –a dos de tres caídas sin límite de tiempo– en las que ha peleado.

*Periodista y escritor mexicano.

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