Territorio de mito (2017). Abel Rodríguez. Tinta sobre papel. 52 cm x 102 cm. Agradecimientos: Instituto de Visión

ENSAYO

'La verdad de los ríos', un ensayo del geólogo y escritor Ignacio Piedrahíta

"Colombia ha pisoteado los ríos en toda su extensión, como suele suceder en los campos de batalla", escribe Piedrahíta en este ensayo publicado originalmente en un libro de ARCADIA y la Comisión de la Verdad.

Ignacio Piedrahíta*
25 de febrero de 2020

Este artículo forma parte de la edición 171 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Alguna vez leí que los ríos tenían voz propia. Eso me llevó a afinar el oído cada vez que me encontraba cerca de ellos. Era cierto, no había ríos mudos. No importaba que fueran pequeños torrentes de montaña ni pequeños hilos de agua recién nacida de los páramos, siempre había un sonido. En los manantiales, el brotar sigiloso emite voces que se acompasan con el silencio de las cumbres. Y el estallar de la corriente contra las rocas es el agua joven que juega brusca pero cariñosamente con sus hermanos.

Más lejos de las cumbres, cuando los arroyos se van haciendo robustos, ya no nos referimos a ellos como nacimientos o quebradas, sino que usamos la palabra río sin diminutivos. En ese momento el sonido de la corriente se acerca más al del movimiento de una serpiente, a la que intuimos más que escuchamos. O, más bien, a la que escuchamos en partes iguales con el oído y la imaginación. Se trata de una voz templada con lúcida claridad y que, sin embargo, emite un eco de indiferencia hacia al ser humano.

Escuchamos al río a través de sus gestos. Las sinuosas torceduras de su curso nos hablan de la desenvoltura del agua al salvar el peñón que se le interpone. Los nudos que forman las líneas de la corriente se liberan a sí mismos como de ideas en desuso. En los sobresaltos del tumulto de agua en época lluviosa suena la música de las grandes rocas que ruedan en la oscuridad del fondo, mientras que las arenas abrillantadas de sus playas en verano dicen que el oropel también tiene su gracia. Cada vez que un canoero se apoya en la vara o en el remo llega hasta nuestros pies un platónico mensaje, cabalgando en ondas circulares: todo fluye, todo pasa.

En Colombia los ríos se derraman a partir de las cadenas de montañas, siguiendo bellos patrones naturales. Los del lado izquierdo del mapa van directamente al Pacífico, como el Patía o el San Juan, aunque el Atrato se escabulla desobediente hacia el Caribe. Los del lado derecho van rumbo al Orinoco o al gran Amazonas surcando llanuras y selvas en infinidad de vueltas, rayando el oriente de Colombia con líneas de un pentagrama arrugado. Y, justo en el medio, están los del interior del país, que corren al norte, hacia la costa Atlántica, encauzados por dos largos valles que forman las tres cordilleras: el majestuoso Magdalena y el veloz y turbulento Cauca.

El Magdalena y el Cauca son hermanos de nacimiento, aunque pronto se separen y lleven vidas opuestas y desconocidas entre sí como en las novelas clásicas. Ambos son hijos de las mismas montañas del Macizo Colombiano, en el sur del país. Allí las cordilleras aún no tienen su forma estilizada que las caracteriza, sino que se presentan caóticas y abigarradas, reunidas en un solo mazo de cumbres. Ese lugar, que debería ser sagrado para Colombia por el solo hecho de albergar el nacimiento de esos dos grandes ríos, que lo fue para antiguas culturas y sigue siéndolo para las poblaciones autóctonas, llega a menudo a nuestros oídos con noticias de una violencia inveterada.

Pronto el Magdalena y el Cauca huyen de allí y toman caminos diferentes, aunque paralelos, rumbo al norte del país. La vida del primero transcurre entre las cordilleras Central y Oriental; la del segundo, entre la Central y la Occidental. Y así, separados por una barrera infranqueable, sin siquiera mirarse el uno al otro, ambos bañan los pies de la mayoría de los habitantes de Colombia. El Magdalena y el Cauca son la savia arborescente de nuestra tierra. Ellos, con los arroyos y ríos menores que los alimentan, resuenan como en un gran cuenco cuyas paredes son los costados internos de las cordilleras.

Casi todos los colombianos que viven en la gran región central del país, que son la gran mayoría, han escuchado la voz del Magdalena o del Cauca. Ni siquiera quienes habitan en las ciudades de Colombia pueden presumir de que no tienen noticias de ellos, porque aun los ríos que atraviesan las grandes urbes les tributan sus aguas a estos dos gigantes tarde o temprano. El Bogotá va a dar finalmente al Magdalena, así como las corrientes que mojan a Ibagué, Neiva y Bucaramanga. Así mismo ocurre con las de Cali, Manizales, Armenia, Pereira y Medellín, que van al Cauca.

Y no solo están unidas las ciudades del interior en torno a estos dos ríos, sino también las que se asientan sobre la costa. Si bien el Magdalena desemboca oficialmente en Barranquilla, en Bocas de Ceniza, canales como el del Dique llevan parte de sus aguas a Cartagena, y a través de la Ciénaga Grande se acercan otras a la bahía de Santa Marta. Casi todas las embarcaciones que subían en tiempos antiguos por el Magdalena entraban al río precisamente por Cartagena o por la ciénaga rumbo al centro del país, por el riesgo de naufragio que entrañaba la torrentosa desembocadura en la entonces pequeña Barranquilla.

Bajo nuestra identidad como país, marcada por la historia, las tradiciones y otros asuntos de índole social, subyace una unión más fuerte y poderosa, que es la unión por medio de una telaraña irrefutable de agua, cuyos hilos más fuertes son el Cauca y el Magdalena. Esa telaraña tiene en Colombia la forma de un gran árbol acostado verticalmente sobre nuestro mapa. El tronco son estos dos ríos; las raíces son los numerosos cauces que nacen en la parte alta de las cordilleras; y las ramas son los canales y ciénagas en los que se desmiembra el Magdalena en la costa atlántica antes de entregarse al océano.

Las personas que habitan directamente en las regiones fluviales sienten los ríos de una manera propia. Tratan con ellos íntimamente y suelen tener vivencias en común. Por lo general encuentran su destino recorriéndolos aguas arriba o aguas abajo, guiadas por el ritmo de su canto. De manera que al observarlos escuchamos una verdad que nos sorprende: el deseo palpable y natural del ser humano de ser parte de una corriente vital. Y debido a esta exposición de aquellos que reciben la generosidad inmediata del río, también se les trasmiten más directamente las secuelas de lo que ocurre en las laderas de las montañas. Porque a pesar del estado líquido de la materia del agua, los eslabones de su corriente permanecen más sólidamente unidos.

Solemos imaginar un río como una línea, ya sea porque observamos su trazado en un mapa o porque vemos sus aguas confinadas a un lecho entre dos orillas. Pero también podemos imaginarlo con la forma de una letra V, como si lo cortáramos con un gran cuchillo en cualquier punto de su cauce y hasta más allá de sus márgenes. En la parte baja de la letra corre el agua de lo que conocemos propiamente como el río, mientras que las líneas diagonales en picada representan las pendientes de las montañas por donde bajan los arroyos que van a dar a él. Cada una de las gotas de agua lluvia, así como los riachuelos que se van formando en las laderas, recae invariablemente en el fondo de esa V de valle.

Esta sencilla pero elocuente imagen da una idea de lo inmenso que es un río, de su gran alcance e influencia. Lo que cada habitante del centro del país haga con el agua, en su tierra o en las ciudades, van a sentirlo las poblaciones de las orillas de nuestros dos grandes ríos. Un árbol que se corta en los bosques de montaña, y que retenía el agua en sus ramas y en sus raíces, lo siente el río más abajo. Y más aún si es una ladera entera la que se tala, porque en vez de entregarle el agua lluvia al río lentamente, que es como está pensado por la naturaleza para que las crecientes no sean catastróficas, ahora va rápidamente a ellos y sobrevienen las avalanchas. Es cierto que el hombre necesita tierras de labor para subsistir, pero no ignorando que los ríos todo lo escuchan y todo lo sienten.

Cuando un río está cerca de su nacimiento, las diagonales de la letra V que lo retratan son más pronunciadas, porque allí las pendientes de las montañas son más bruscas. Cerca de la población arqueológica de San Agustín, por ejemplo, algunos kilómetros después de haber nacido en la laguna de la Magdalena, el Magdalena corre encañonado por fuertes pendientes. Luego, cuando llega a la parte baja de la cordillera y pasa a lo largo de las poblaciones ribereñas del Huila, las paredes de la V que lo dibujan están más acostadas, representando cada una un flanco de las ya relativamente distantes cordilleras Central y Oriental.

Aguas abajo de la población de Honda, esa V se abre aún más en la región que se conoce como Magdalena Medio. Allí el río se indisciplina un poco gracias a una tutela bastante laxa de las cordilleras. Su curso se divide a menudo en dos y hasta tres canales que forman una desgreñada trenza. Pero esta región, que se extiende hasta la población de El Banco, no se reconoce por esa especie de juego vanidoso de su río madre, sino por los feroces conflictos armados que allí tuvieron lugar durante décadas.

Así ocurre también con la parte más baja del río Cauca, conocida como el Bajo Cauca. Pocas personas han visitado esta región donde el río se apresta ya a desembocar en el Magdalena, pero casi todos hemos escuchado o sentido la atávica violencia que se asocia a la minería ilegal. Esta actividad, al contrario de la que marcó reciamente al Magdalena Medio, está relacionada directamente con el río. El oro que se saca en esta parte de Colombia está incrustado en las arenas de sus antiguas playas, como pequeñas chispas que fueron arrancadas por sus tributarios a su paso por las montañas. Una vez más, el río muestra su extensa influencia y enigmática omnipresencia.

Una vez llega a la población de El Banco, el Magdalena pierde del todo la vigilancia de las montañas a lado y lado de su cauce. La serranía de San Lucas se hunde en la llanura costera al costado izquierdo, mientras que la Cordillera Oriental se aleja hacia la derecha torciendo hacia Venezuela. El río queda entonces a su aire, huérfano sobre la planicie en busca de su propio destino hacia el mar.

También el río Cauca se muestra encañonado cerca de su nacimiento. Pero pronto llega al Valle del Cauca, donde se explaya en curvas como el río mitológico conocido por los antiguos griegos como Meandro, que en ciertos momentos parecía que se devolviera por su serpenteante trazado. Más al norte se encañona de nuevo y pasa bravo y presuroso por Antioquia, hasta que se libera de las montañas por fin en la población de Caucasia. Caucasia es al río Cauca lo que El Banco al Magdalena.

A partir de allí, la V que dibuja los valles de ambos ríos se vuelve casi del todo llana. Cuesta creer incluso que los ríos no se desborden y desparramen sobre la planicie. Pero, aunque parezcan medio despistados, yendo de aquí para allá con el rumbo perdido, ambos se apoyan en las ciénagas que hay a lado y lado de sus cauces. Parecidas en su función a los bosques de las montañas y los páramos, las ciénagas son las reservas de agua dulce que acogen los excesos del río en la época que viene crecido, o que le entregan agua cuando viene seco del interior. En cualquier punto donde se les mire, los ríos se extienden más allá de sus márgenes. Todo lo controlan, todo lo saben, nos vigilan y nos toleran más de lo que nosotros somos capaces de tolerar. Lo hacen, me parece, basados en la invencible belleza que preside la vida, en un principio de vital elegancia que nosotros absurdamente interpretamos como rudimentario y primitivo.

Percibimos en la voz de los ríos una resonancia particular. En el momento que escuchamos decrecer a lo lejos su murmullo, algo dentro de nosotros se conmueve. Se diría que es un sentimentalismo inofensivo, pero en realidad se trata de una armonía secreta. Así como a nosotros nos gobiernan ciertos deseos, también ellos ceden a firmes impulsos. Los ríos se entregan a sus propios apetitos e intereses, que han de llevarlos a su destino. Ellos, gracias a una paciente determinación, una combinación que por lo general es soslayada por la ambición del hombre, llegan sin falta finalmente al mar. Es una meta que todos los de su especie consiguen a través de una conciencia gobernada por la fuerza natural, a la que nosotros hemos aprendido a ignorar sin avergonzarnos. Imaginar ese enorme árbol de agua que nos une como país es una manera de darle cuerpo a la armonía que nos asemeja a los sabios caminos del agua.

No es raro que al acercarnos a un río tengamos una sensación de que el agua es demasiado dócil. Y a veces nos figuramos incluso que esa mansedumbre es debilidad y descuido de sí misma. Esto envalentona al hombre y hace que pierda de vista el respeto que le debe. Nos levantamos sobre los cursos de agua y los reducimos a nuestro pequeño mundo, que concebimos ingenuamente estático y finito. Pero no advertimos que esa obediencia del agua es realmente una manera de igualarse a la fragilidad del equilibrio alcanzado por la naturaleza. Gracias a esa especie de humildad glorificada los ríos avanzan por su propia senda con los ojos muy abiertos, y todo lo que experimentan está dirigido a seguir el camino más corto hacia el mar. En ello se basa su verdad, que no es otra cosa que el sendero que conduce al todo, al océano.

Pero la idea del camino corto se ha convertido para el ser humano, con poca fortuna, en una idea odiosa. Para el hombre la brevedad del camino significa pasar por encima del todo para conseguir lo propio. Y es al menos paradójico que esta actitud se materialice en nuestro país cerca del agua: las luchas ideológicas en el sur del país donde nacen los grandes ríos, la minería ilegal en el Bajo Cauca, las feroces disputas en el Magdalena Medio, el tráfico de droga por los numerosos y bellamente retorcidos esteros que desaguan en las costas. Estas supuestas urgencias del hombre pisotean los ríos y tiñen sus aguas de un tono rojo sangre que debería estar reservado únicamente para los atardeceres. Y sin embargo todo ello el río lo acoge sin resistirse, y aun nos entrega la sensación de que purifica el horror, simplemente porque lo aparta de nuestra vista.

Gracias a esa generosidad de los ríos pretendemos creer que ellos diluyen todos nuestros males. Durante décadas les hemos arrojado, todos por igual, nuestras heces y demás fechorías con una infinita aunque candorosa confianza en el poder purificador de las aguas. Y, sin embargo, con enigmática sumisión, el agua se atribuye nuestra basura e incluso la muerte arrojada a la corriente. Pero todo tiene un límite. Al igual que en el mar se concentran las sales que no percibimos en los ríos, también con el tiempo en el agua quieta se reúne el veneno de la memoria del hombre. Aguas estancadas y malsanas estarán presentes en nosotros como sociedad mientras no seamos conscientes de que siempre nos bañamos en el mismo río. El agua se mueve de manera circular: de la tierra va al cielo y, por el cielo, las nubes la llevan de nuevo hasta las cumbres de las montañas, que nos bañan una y otra vez. Si miráramos con los ojos muy abiertos lo veríamos claramente: todo vuelve, todo retorna. No hay manera de romper ese ciclo salvo devolviéndole la vida que le hemos arrebatado.

Contrario a lo que ocurre en muchos otros países, que comparten las corrientes de agua, nuestros dos grandes ríos del interior de Colombia, el Magdalena y el Cauca, solo le pertenecen a nuestro país. Desde sus nacimientos hasta sus desembocaduras, todos ellos están dentro del territorio, sin tributarios siquiera que nazcan fuera de nuestras fronteras. Por lo tanto, el daño que les hemos infligido es solo de nosotros, y asumirlo es un camino ineludible. Un río encuentra reposo cuando llega al mar porque no rehúye su camino. Así mismo nosotros podemos encontrar sosiego construyendo la idea de un gran recipiente que a todos nos acoge.

Cuando están abocados a la llanura costera y sin la protección de las montañas, decíamos, el Magdalena y el Cauca, aún con lo portentosos que son, se sienten indefensos. Esos hermanos de nacimiento, equitativamente unidos por el afecto y la costumbre de su largo recorrido, toman una decisión extraordinaria ante una posible disolución en la vastedad de la planicie: se unen, y juntos buscan el mejor camino hacia el Caribe. Ocurre el inevitable reencuentro de esas vidas aisladas y recelosas con el fin de obtener más fuerza. En ese instante, lo que antes se presentaba como orgullo, se deshace, y el nudo que tenían en sus gargantas se alisa en el encuentro de las aguas. Cada uno en su propia búsqueda entiende que todos los caminos conducen al mar, a los brazos abiertos del mar.

La unión del Cauca y el Magdalena se da, no obstante, en el ambiente caótico de la llanura. El Magdalena, por su parte, se encuentra en un momento dubitativo de su vida. En El Banco se ha dividido en brazos, intentando multiplicarse para llegar más seguramente al mar, de los cuales el brazo de Loba y el de Mompox son los principales. De modo que cuando el Cauca lo busca para entregarse a él sin reservas lo encuentra fragmentado, y es al Loba al que entrega sus aguas. Se siente en esa unión que el arte de los ríos obedece a instintos ciegos y generosos.

Un poco al norte, en Magangué, todo encuentra solución. El brazo de Loba, que viene ya con aguas del Cauca, se une de nuevo con el brazo de Mompox. A partir de allí el Magdalena es uno solo, recordándonos mediante acentos persuasivos el viejo régimen personal de las relaciones humanas. El hecho de que luego, mediante el canal del Dique y las grandes ciénagas, comparta sus aguas no es sino un hincapié de su determinación.

Pese a toda esta magnificencia, aquel que se atreve a escuchar a nuestros grandes ríos puede sentir que esa voz es quebradiza y débil a la hora de expresarlo todo. Por eso sus noticias suelen repercutir en nuestros nervios. Escasez de pesca, páramos devastados y ciénagas obstruidas, miseria en sus márgenes, uso arbitrario de la tierra, regiones asoladas por la violencia son notas destempladas que rasgan el aire y llegan hasta nosotros como un canto de sirenas desafinado. En la aparente tranquilidad de las aguas de nuestros ríos reina la desesperación.

Esto ocurre porque la guerra en Colombia ha pisoteado los ríos en toda su extensión, como suele suceder en los campos de batalla. Pero aquí, de tan prolongado el conflicto, el daño es aún mayor. La idea de que se puede tomar por mano propia lo que se cree justo para cada uno ha terminado no solo por apagar la voz del otro sino la voz de los ríos, y con ella toda la vida que ellos originan con su insospechada influencia. Un arroyo vivo que se trunca o se contamina es como un árbol gigantesco que se viene abajo en medio de la selva. Nadie lo ha visto, nadie escucha su caída. Sin embargo, todo el tiempo estamos sufriendo la caída de ese árbol.

La palabra rival viene de la raíz latina rivus, la misma de la palabra río, porque con frecuencia los habitantes de las orillas opuestas de los ríos solían enemistarse entre sí. El río actuaba pues como una barrera, como una muralla que postergaba el combate. En Colombia, esa antigua excusa, que suele mantener el honor de los pueblos en los tiempos de paz, se convirtió por distintos motivos en una invitación al uso del arma larga, quitándole al río todo su significado. Al arrasar con los árboles de las riberas despojamos a nuestros contradictores de su contexto natural, privándolos de una parte de sí insospechadamente humana.

Hueco Guacamaya (2018). Abel Rodríguez. Tinta sobre papel. 70 cm x 100 cm. Agradecimientos: Instituto de Visión

Restaurar ese contexto de naturaleza basada en el agua y sus cursos quizá modifique y aún revierta las relaciones entre las personas. Porque la tierra no es solo un recurso sino la extensión del ser humano. Y allí es donde los ríos se convierten en metáfora y resumen del verdadero paisaje, el paisaje vivo en el que, al entregarle a la naturaleza, el hombre les entrega algo de sí a sus semejantes. El agua, y el mundo vital que le es inherente, es el sabio mediador que nos evita las incomodidades de desmontar el orgullo propio frente al otro, y que permite incluso ayudarse mutuamente sin despertar los sentimientos contradictorios de la compasión.

Solo cumpliendo esa ley elemental de dejar crecer el bosque a lo largo de cada río y arroyo, las orillas comenzarían a entregar vida. De esta manera los rivales no percibirán en las corrientes de agua únicamente el obstáculo que posterga el combate, sino que verían en el paisaje la belleza de lo que cada uno ha permitido que florezca a su alrededor. Así, quien mira al enemigo al otro lado del río está viendo también su parte más sensible, una panorámica en la cual la ira tiende a disolverse. Una prueba de esto puede verse en las ciudades donde, al dejar entrar la vegetación en las avenidas más oscuras, los peatones y conductores respiran diferente y sus ritmos se apaciguan.

Ante el agua sana y las formas de los árboles y las plantas y su actitud eternamente vital, las personas bajamos los brazos. Porque la naturaleza no acusa de una manera que incite una reacción, sino que entabla una relación directa con cada uno. Reivindicar el gobierno sutil del agua y de la naturaleza es una oportunidad única de entregarnos por igual a un tercero que obra por todos. Restituir los ríos en toda su dimensión no es solo mejorar los “indicadores ambientales”, sino que significa restaurar con las manos de muchos el mosaico original del equilibrio natural.

El agua que corre limpia y libre encarna una belleza intrínseca ante la cual el odio se rinde. Rehabilitar el orden natural es devolverle su arte, y quien se sustraiga a ello no deja tanto de cumplir con una responsabilidad, sino que se priva de escuchar la voz vivificante de la tierra. La mente nunca está en silencio sino sosegadamente entonada, y en ello el agua que corre es la música universal que a todos congenia.

Los ríos sí son en realidad, como alguna vez leí en un poema de Friedrich Hölderlin, la voz de Dios. Ese dios que todo lo da y que nada pide. Y por eso ahora, en aras de simple justicia, es necesario que los ríos lo tengan todo. Ellos se encargarán, si estamos dispuestos a escuchar, de hacer de barrera entre los rivales, que siempre existirán entre los hombres. Es seguro que los ríos de agua viva servirán, como en tiempos antiguos, no solo para crear mitos sino como hilos conductores de una historia de Colombia equilibrada, que pretende ir en busca de su propia unidad, su propio mar de alentador sosiego.

Sobre este ensayo

La carta encíclica Laudato si’, del papa Francisco, nos recuerda que la tierra fue entregada al hombre no para dominarla, sino para domeñarla: cuidarla, labrarla, domesticarla, como le dice el zorro al principito de Antoine de Saint-Exupéry. Esa confusión tal vez nos ha impedido entendernos uno, y lo mismo con la madre Tierra.

El papa Francisco también nos recuerda que “el deterioro del ambiente y la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta: tanto la experiencia común de la vida ordinaria como la investigación científica demuestran que los más graves efectos de las agresiones ambientales los sufre la gente más pobre, y que nuestro propio bienestar depende también del cuidado de lo otro, ese mundo del que somos parte, nuestra Casa Común”.

A la Comisión de Verdad le ha sido encomendado contribuir al esclarecimiento de lo ocurrido en el marco del conflicto armado para que hagamos una reflexión ética y política que nos lleve a identificar los asuntos necesarios para transformarnos y no repetir la tragedia que hemos vivido. Debemos así identificar el impacto humano y social del conflicto en la sociedad, incluyendo el impacto sobre los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. Estos últimos han sido ajenos a la conciencia colectiva, razón por la cual proponemos una aproximación sensible y poética a esa Casa Común para hacernos corresponsables de su devenir. La madre Tierra debería dejar de ser un motivo de disputa. Los bienes de la naturaleza deberían reconocerse como públicos, comunes y al servicio de todos. Los líderes que defienden las aguas, los bosques y el aire deberían ser vistos como nuestros héroes, para así poder frenar su sufrimiento y el de nuestra existencia.

Esperamos que esta aproximación sublime del escritor Ignacio Piedrahíta nos acerque al misterio de la naturaleza, para construir en y con ella la armonía que soñamos como seres humanos.

Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición

*Este ensayo forma parte del libro La verdad de los ríos, repartido de manera gratuita en el Hay Festival de Cartagena 2020. El proyecto fue posible gracias a una iniciativa de ARCADIA y la Comisión de la Verdad, y con el apoyo del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ictj, por sus siglas en inglés), el Banco de la República (proyecto: El río: territorios posibles) y Crepes & Waffles. Piedrahíta es geólogo y escritor. En 2019 publicó su más reciente libro, Grávido río (Eafit), un relato de viajes por el Magdalena. Rodríguez es un sabio del pueblo nonuya. Su obra artística es valorada por sus cualidades plásticas y por el entendimiento único que transmite sobre la selva y sobre la condición humana.

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