Ilustración: Mónica Naranjo.

Lecturas para viajar

Mi debilidad: un nuevo texto de Margarita García Robayo

Apuntes desordenados sobre la condición femenina.

Margarita García Robayo*
27 de noviembre de 2018

Este artículo forma parte de la edición 158 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

1986

Luz me dejaba tocarle las várices de las piernas, que eran como racimos de pelotas duras asfixiadas bajo la piel. O como las cabecitas que empujaban por salir de la barriga de Freddy Krugger cuando se alzaba la camiseta, y que abrían y cerraban la boca pidiendo auxilio. Las várices cambiaban de color si las pinchaba, lo que me hacía pensar que estaban vivas. Pero era justo lo contrario: eran venas infladas con sangre estancada, torturada, moribunda.

A mis hermanas les daba asco, a mi hermano también; me veían echada debajo de la mesa de la cocina mientras Luz desvainaba arvejas o expurgaba el arroz o amasaba arepas y yo miraba sus pantorrillas de cerca, con la fijación de un biólogo que estudia insectos, y además de asco les daba vergüenza. Mi mamá no sabía que yo hacía eso porque me habría arrancado los dedos con los dientes para después correr a castigarse haciendo buches de límpido. Lo suyo eran las reacciones salvajes, primero, y el acto de contrición, después.

El día que escuché la historia del hijo de Luz –un niño de doce años que nadie conocía porque vivía en un pueblo, pero que esa mañana se había apersonado en mi casa con un bulto de ropa a cuestas– yo estaba ahí mismo, debajo de la mesa, con la cabeza apoyada en el empeine abullonado de sus pies. Me había aburrido de espicharle las várices y me había distraído con la balada que salía rasposa de la radio hasta quedarme casi dormida.

Lo insólito de la llegada del niño no era solo que nadie se lo esperaba, sino que nadie lo habría emparentado con Luz. Era blanco y castañito, y los ojos miraban desde un color turquesa inexplicable que parecía el mar de otro planeta. Luz no lo reconoció hasta que él le dijo: “Soy el hijo de Papaíto”. Entonces las piernas le temblaron y se desparramó por el piso como uno de esos postres viscosos que se han quedado mucho tiempo afuera de la nevera. Mi mamá se apresuró a sostenerle la cabeza para que no fuera a darle contra el filo de un macetero que flanqueaba la entrada de la casa.

Al niño se lo hizo entrar, se le dio de comer y de beber, y se lo recluyó en la habitación de servicio mientras Luz se calmaba y explicaba qué era todo eso. Pero Luz no abrió la boca hasta ese momento de la tarde que gastaba doblando servilletas conmigo a sus pies, y mi mamá entró en la cocina con su trajecito beige de entrecasa. No notó mi presencia, estaba demasiado ansiosa porque Luz le contara quién era el advenedizo y qué pensaba hacer con él.

Del relato de Luz recuerdo, sobre todo, la forma. Fragmentado, poco fluido, plagado de inconsistencias imposibles de llenar y de palabras inventadas que, sin embargo, por momentos resultaban elocuentes. Pero eso solo al principio y al final, porque la parte del medio era la narración más perfecta que había oído hasta el momento; compacta como una roca milenaria. Un recuerdo tan cerrado que no admitía fisuras ni especulaciones. La escena era esta:

Luz corre por un monte escapando de Papaíto, su patrón, pero los pies se le enredan en una zarza y Papaíto la alcanza, la golpea con un palo hasta dejarla casi muerta. Después la arrastra hasta el pie de un árbol, le abre las piernas y se le mete adentro empujando con rabia y con lascivia en proporciones idénticas. Cuando termina se levanta y se va y ella queda tirada entre esas raíces gigantes que forman como cuencos o cunitas o ataúdes descubiertos. Tiene la vista perdida en las ramas tupidas que le tapan el cielo y le impiden saber si ya es de noche o el día siguiente, o cuánto tiempo pasó desde que fue a levantar la mesa del desayuno y Papaíto le pegó una nalgada con la mano abierta y le preguntó que si ya se había hecho mujer. ¿Que si qué?, susurró Luz. ¿Que cuántos años tienes? Catorce. Y él: ya estás lista.

Cuando las piernas le responden, Luz se para y regresa a la finca donde su tía la recibe y la mira triste, pero sin sorpresa. ¿Te defendiste?, le pregunta. Sí. Y la tía: así es peor. Después la manda a bañarse y le da una champeta porque debe pelar unas yucas para el almuerzo, no era ni mediodía. Lo que sigue es más confuso: que el bebé nació prematuro y Luz no supo cuidarlo; que se lo dejó a la tía y escapó a la ciudad; que lo creía muerto y a su tía también porque un conocido del pueblo le contó que en esa finca a todos les había agarrado una peste brava. ¿Qué peste?, preguntó ella. El conocido se encogió de hombros y dijo: la maldad de Papaíto.

—¿Y entonces? —le preguntó mi mamá.

—Yo no lo quiero —dijo Luz.

Mi mamá lanzó un suspiro reprobatorio:

—Un hijo es un hijo.

No era la primera vez que escuchaba esas frases taxativas que son como una lluvia de clavos en punta, pero sí fue la primera vez que tomé conciencia de lo que implicaban. Son frases que se pretenden sabias y profundas, pero que si uno se asoma en ellas solo encuentra un hueco infinito de ignorancia y la incapacidad de formular argumentos. Son frases indolentes frente al destino ajeno, marchitas de compasión. Me dolió que mi mamá le dijera eso a Luz, pero me dolió más que Luz no la cuestionara: ¿Qué significa eso, señora? Un hijo es un hijo y un sapo es un sapo y usted es una boba que ni sabe explicar lo que piensa, tal vez porque piensa poco y repite como un loro lo que escucha por ahí de gente todavía más boba, o quizá solo más cínica.

Ellas abandonaron la cocina y yo me quedé debajo de la mesa tratando de darle un nuevo orden al universo. 1) Ante la fuerza de un hombre las mujeres son una nube de jejenes intentando detener un tornado: es mejor no defenderse. 2) Las mujeres son blancos fáciles de la violencia, pero no solo de la física; hay que aprender palabras para defenderse, al menos, de esa otra que se viste con el trajecito sutil de la crueldad. 3) Para algunos hombres como Papaíto, ser mujer es estar listas para ser aniquiladas y devueltas al mundo como zombis maltrechos, averiados sin remedio.

Yo tenía seis años, pero me fue fácil entender que ser mujer no era una condición ventajosa. Me pasaría algunos de los años siguientes tratando de ocultar esa desventaja; otros, intentando revertirla sin éxito. Terminaría por asumirla con una actitud resbaladiza y sobradora demasiado parecida al resentimiento.

No volví a tocarle las várices a Luz. Imaginarla despaturrada entre matorrales y bichos, aplastada por el peso de un gorila erecto, hizo que la mirara distinto. Es probable que lo que antes me atraía de sus venas deformes fuera la sospecha de que esas piernas podían soportar dignamente cualquier destino. “¿Por qué tienes esas bolas?”, le había preguntado mi hermano en esos días que recién llegaba a nuestra casa, y Luz le explicó que se le habían reventado unos vasitos por cargar demasiado peso desde muy chica.

La procedencia del niño fue rápidamente revelada al resto de la familia y a algunos vecinos, que alternaban miradas de conmiseración y desconfianza cuando la veían con él –un animalito de monte, molesto y arisco– haciendo las compras en el minimarket o barriendo la galería. Luz le tenía poca paciencia, le daba coscorrones furiosos pero después se arrepentía y lo abrazaba fuerte mientras moqueaba de impotencia y el niño pataleaba pidiendo aire. Una vez mi hermano la encontró echada boca abajo en el pasillo que iba a la habitación de servicio, donde ahora ella dormía con su hijo. “Que se muera, que se muera”, repetía para sí. Después de eso, mi abuela, que vivía muy cerca, decidió hacer del niño su lazarillo personal: le encargaba los mandados, lo bañaba con propinas y piropos que aludían a su piel clarita, inusual en el Caribe, más inusual en el servicio.

Para Navidad, Luz había envejecido siglos. La expresión se le endureció como si le hubiesen derramado en la cara un balde de arcilla. Su cuerpo se ensanchó de la cintura para abajo, aunque comía muy poco, pero se atragantaba con los lamentos y quejas que tenía prohibidos expresar a viva voz por resultar poco cristianos. “Se te va a pasar cuando te cases”, le dijo un día mi mamá, mientras Luz le servía una aromática con ese aire mortecino que ya no la abandonaba. Y así fue: un año después de la llegada del niño, Luz se compró unas medias veladas y un vestido blanco y se fue a la iglesia para casarse con un plomero. Tuvieron dos hijos; cada nacimiento se celebró con un sancocho y cataratas de ron. Y, con el paso de los años, todos –Luz, el niño, el plomero y sus hijos– parecían muy contentos de existir.

Quiero decir: la historia de Luz finalmente no resultó tan trágica, al menos no de un modo grosero o evidente. El impacto de saber lo que le había pasado, sin embargo, me quedó incrustado en alguna parte sensible de la memoria hasta el punto de que, cuando pienso en mi relación con lo femenino, ella es lo primero que se me viene a la cabeza. Se me viene antes que otras mujeres con quienes construí vínculos infinitamente más cercanos a lo largo de la vida: amigas que son como el oxígeno, escritoras que idolatro, mi hija que es mi hija.

Ese primer año, entre que llegó el niño y Luz se casó, lloré muchas noches recreando su relato y tuve miedo por mí y por mis hermanas, porque en mi cabeza ninguna mujer estaba a salvo. Mi peor pesadilla era –y quizá lo sigue siendo– quedarme sola en un cuarto lleno de hombres. No se lo dije a nadie, pero mi madre, astuta e intuitiva, se las arregló para dejarme bien claro que no todas las mujeres eran iguales, que algunas estaban más expuestas que otras y que mis hermanas y yo nunca jamás tendríamos que enfrentar a un hombre como Papaíto ni un destino como el de Luz. Pero era tarde: la conciencia de la vulnerabilidad se había disparado como una alarma que a partir de entonces fue constante. Si consigo distraerme lo suficiente, puedo olvidarme de que está ahí, pero no bien recupero algo de concentración, vuelve palpitante y dolorosa. Saberme un espécimen frágil es mi talón de Aquiles. El mío y el de todas las demás. A los seis años decreté que si no había otras cosas que suplieran esa falla irremediable, ser mujer era una desgracia.

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2017

En un capítulo de The West Wing, mi serie favorita de todos los tiempos, Ainsley Hayes (la joven rubia republicana de Carolina del Norte que participa una temporada) discute con Sam Seaborn acerca de la Enmienda de Igualdad de Derechos propuesta a la Constitución de Estados Unidos por las feministas en los años veinte, que luego se retoma en los setenta y que finalmente expira en los ochenta, por lo que nunca se ratifica. Ainsley no estaba de acuerdo con la enmienda y se pasa todo el capítulo discutiendo con Sam, que es demócrata y está a favor. Ainsley lo pincha con razones horriblemente negadoras, del tipo: “Las mujeres ganan menos que los hombres porque eligen tener hijos y dedicar menos tiempo al trabajo remunerado”. A lo que Sam contesta: “No, a las mujeres se las castiga por tener hijos pagándole menos que a los hombres”. Y así, consiguen irritarse mutuamente hasta que en el clímax de la discusión Ainsley confiesa la verdad a los gritos: la mortifica y la avergüenza que la Constitución tenga un artículo que diga que las mujeres y los hombres son iguales, como si antes de ese artículo no lo hubiesen sido; como si esa igualdad tuviera que estar escrita y subrayada para que exista, porque de lo contrario nadie se daría cuenta. Y se va indignada y ofendida con los machos demócratas que ejercen su condescendencia –y su poder– a través de denigrantes leyes progresistas.

No debe haber un estereotipo más lejano para mí que el de una rubia republicana de Carolina del Norte y, sin embargo, en ese capítulo, en esa discusión, me sentí absolutamente representada. Por supuesto que el efecto que se quería era ese: el guionista de esta serie es un tipo desmedidamente hábil que consiguió que su público amara a un presidente demócrata de alcurnia educado en Ivy Leagues, católico, antiabortista y mentiroso –porque le ocultó a sus votantes que tenía una enfermedad degenerativa–. Aun así, el planteo de Ainsley terminó de explicarme a mí misma la reticencia que siento frente a algunas propuestas feministas que buscan lo que todas queremos, pero de formas que sobreexponen nuestra debilidad de un modo que me parece forzado y doloroso.

Pienso todo esto sentada en una mesa de bar, en un hotel de Lima, al lado de una ventana que me salva de la penumbra. En Lima hay tan poca luz que uno se la pasa buscando la hendidura: si estás bajo techo, la solución es la ventana; si estás bajo el cielo, la solución es una grieta en el gris espeso de las nubes.

Hoy me vestí de negro, como siempre, porque la ropa negra es genérica y muda. El pelo va recogido en la coleta ladeada de todos los días, que en un par de años me quedará ridícula, pero todavía resiste la lectura que mezcla despreocupación y frivolidad en una dosis aceptable. Así me engaño.

Frente a mí: un periodista de camisa escocesa y lapicera bic. Al fondo el bar vacío porque ya cerró el horario del desayuno, y más atrás una puerta vaivén que conduce a la cocina del hotel: mujeres de gorrito y delantal entran y salen con bandejas limpias.

Con la salida de cada libro reproduzco esta escena que transcurre en alguna ciudad a la que me trae una feria –o alguna otra excusa que pague pasajes– para que me hagan entrevistas frente a un vaso de agua, como si fuera un gurú del que se esperan respuestas simples pero reveladoras sin repetirse ni atragantarse. Hago parte de una cadena de simulaciones: es probable que la mitad de estas notas no salgan publicadas, o que los tres cuartos de hora que dediqué a divagar sobre mis elecciones narrativas se agoten en un tweet tergiversado –a veces para mejor– del periodista. En todo caso, las notas que consiguen ver la luz y colarse en la alerta de Google con mi nombre inocuo en el mar colosal de alertas de Google suelen ser un cachetazo ardiente; o uno de esos espejos que amplifican los puntos negros y convierten en grietas las llamadas líneas de expresión. En las notas no solo me repito, sino que me repito mal. Plagio las mismas sentencias, pero introduzco variaciones que intentan ser el eslabón diferencial y solo consigo darles un glaseado de imprecisión. Como si las frases que se dicen y se vuelven a decir se emborracharan y perdieran el rumbo.

—¿Yo dije eso? —le pregunto al periodista.

Él me preguntó antes por qué no apoyo la cuota femenina en la literatura. No sé de dónde sacó esa certeza que ni yo tengo.

—No literalmente —contesta.

—¿Entonces?

—Alguna frase que sumada a otra y a otra…

¿Fue tejiendo el manto de sospecha acerca de mi exigua conciencia de género?

Desde que me dedico a escribir –miento: desde que publico libros–, la preguntas más recurrentes que me han hecho tienen que ver con el hecho de ser mujer y escritora, y de ahí en más se despliega un abanico de términos como mirada, cuerpo, condición, subjetividad, sensibilidad, poética; como si todas esas palabras fueran única y exclusivamente atributos femeninos –o feministas–. Lo mismo pasa cuando una escritora es convocada a alguna mesa para hablar con otras escritoras de lo que para todas es más que obvio: ser mujeres y escritoras –los escritores, en cambio, pueden sentarse en una mesa de feria a hablar de tópicos, estilo, voz, ritmo, climas, tramas–. Y a pesar de que me esfuerzo en prologar tajantemente cada respuesta o cada intervención con la aclaración innecesaria de que no puedo pensar en una sola causa feminista que no apoye, el matiz que sigue basta para que el feminómetro no alcance la curva necesaria de compromiso y militancia, y se dispare la alerta roja que “escracha” a las machistas camufladas. Porque mi respuesta suele contener la desazón que me produce la sugerencia de que ser mujer y ser escritora te hace parte de un subconjunto exótico –o enclenque: digno de observación y seguimiento–. La tristeza se agiganta cuando para referirse a la subjetividad que contiene cualquier texto de cualquier autora se la apellide indefectiblemente con la palabra femenina. ¿Lo masculino no tiene subjetividad? Pero no solo eso, la subjetividad es algo que contiene demasiadas aristas, es el filtro con el que un individuo comprende y construye el mundo; que responde a su bagaje (cultural, académico, sociológico); a su grado de pertenencia a determinada geografía, a determinada ideología, a determinado tiempo y a tantas otras cosas. La subjetividad existe más allá de la conciencia que uno pueda tener de ella. No es justo que un texto escrito por una mujer solo pueda tener una sola: la femenina.

No significa, sin embargo, que no me haya preguntado qué es lo que me acerca a ciertas escritoras, lo que me permite sentirme parte de una especie de gran tejido vivo cuyos latidos resuenan en la punta de mis dedos. Para explicármelo a mí misma suelo pensar en un verso de Estela Figueroa: yo escribo agazapada / palabras que han resonado en mi cabeza / sobresaltándome / como disparos. Y vuelvo a entrar por esa misma rendija a una mente ajena que confundo con la propia. Me digo: esa soy yo y esa idea es la misma que ha vivido en mí desde siempre, encapsulada y muda, pulsando por salir.

—Juguemos —dice el periodista: una mujer es… —El ademán de batir el aire con un tenedor imaginario significa que debo completar la frase.

Una herida abierta.

—Algo, cada vez más… políticamente correcto —contesto. Lo veo anotando y me preocupo. Así es como empieza el equívoco: me hago la graciosa porque en verdad soy cobarde.

—Una escritora es…

Este lugar parpadeante.

—Un individuo alfabetizado.

No es exótico ser escritora, quiero decirle, pero temo ofenderlo con semejante obviedad. Escritoras abundan, y no solo en el terreno del indie intimista. J. K. Rowling, E. L. James, Kristin Hannah, Elena Ferrante, Florencia Bonelli… Son todas mujeres, son todas best sellers (y eso solo significa que su presencia en el mercado editorial es constatable), o sea que la insinuación prejuiciosa de que las escritoras son hormiguitas excluidas e invisibilizadas por la prepotencia masculina viene de un lugar que no es el de la producción literaria, ni siquiera el del consumo. Ser mujer, entre otras cosas, significa nacer ya con una historia de marginalidad incorporada –como ser negro o ser homosexual–, no hace falta adosarle vicios adicionales. Me irrita que me pongan en ese lugar porque me hace sentir como un mono de circo que necesita una potente luz cenital para que lo vean hacer sus piruetas.

—¿Hay más escritores que escritoras? —me pregunta el periodista, renunciando al juego.

—No en mi biblioteca.

—¿Las escritoras tienen suficiente reconocimiento?

—Según quién —digo, pero enseguida me muerdo la lengua, porque el reconocimiento es otro de los conceptos que me irritan.

Me irrita que se dé por sentado que todos los escritores están corriendo la maratón de la fama. Yo no conozco a ninguno que lo esté: los escritores que conozco están preocupados por otras cosas, una de ellas es la de ganarse la vida (es decir: comprarse tiempo para escribir), porque parece no tenerse claro que de los libros literarios no vive casi nadie. Recuerdo cuando los músicos se quejaban de que la piratería los estaba destruyendo, que los cedés iban a desaparecer para darle paso a otros formatos, como efectivamente sucedió. Recuerdo haber escuchado a toneladas de músicos –famosos o ignotos, lo mismo daba– decir abatidos que el negocio de la música estaba muerto. Y yo pensaba que a mí jamás se me habría ocurrido decir lo mismo con relación a la literatura, porque para mí nunca ha sido un negocio y no tengo la expectativa de que lo sea. No digo que escribo gratis, claro que no: cobro anticipos, a veces incluso cobro derechos; lo que digo es que no pretendo cargar a mis libros con el peso de tener que mantenerme. El escritor no es un trabajador convencional que responde a un patrón o a un sindicato, me apena que se intente normalizar un trabajo irregular, tan preciosamente marginal. Yo no querría que la literatura se rigiera por los valores que la cultura proletaria occidental decreta como buenos y justos; yo no querría sacarle el barro de arrabal que siempre tiñó este oficio. ¿Por qué? Porque la normalización es un concepto aplastante por naturaleza: lluvia de ladrillos sobre un bosque de luciérnagas. Encima de todo, ni siquiera son las cabezas mejor peinadas e iluminadas aquellas que escriben la literatura que más me conmueve, sino las que se abren camino a fuerza de sacudones, a fuerza de sacudirme. La buena literatura –un concepto tan subjetivo que se restringe a la experiencia individual– no puede pasar desapercibida porque te explota en la cara. ¿Que si la escribe una mujer que además es marrón o negra y pobrecita y lesbiana tardará más, mucho más en llegar a más gente? No lo creo, pero de ser así me tiene sin cuidado –y casi podría asegurar que a su autora hipotética también– porque: 1) llegar a más o a menos gente (lo que en otros rubros se llama rating) es una variable que no me parece determinante en la literatura; 2) porque cuando llegue, a quien llegue, va a modificarlo.

El periodista me mira como una mosca saciada, pero aburrida.

Mis digresiones mentales no anulan sus preguntas:

—¿Qué daño puede hacer?

—¿El qué?

—Que todo editor esté obligado a que la mitad de libros que publique sean de mujeres.

La respuesta fácil, irreflexiva, sería: “No hace ningún daño, claro que no”, aunque (con escasas excepciones) en el terreno del arte no me deja cómoda la idea de una ley que obligue a nadie a hacer cosas, incluso si en esa obligación está implícita una virtud incuestionable, que tampoco es el caso. Pero entonces caigo en cuenta de lo que verdaderamente me molesta de este planteo: que es nimio y restringido. La cuota femenina en la literatura es una frase con demasiados sesgos. Me parece muy desubicado colarla en una mesa sobrepoblada de causas como la equidad salarial, o el aborto legal seguro y gratuito, o la necesidad de extender las paupérrimas licencias por maternidad que existen en los países cavernícolas que habitamos.

Una amiga escritora muy a favor de la cuota femenina en la literatura me explicó una vez que ser escritor era como ser futbolista: entre más sales a la cancha, mejor juegas. La metáfora –de por sí machista– se la sugirió un editor cuando le dijo que su primera novela competía con la tercera de otro autor, o sea que era obvio que él tenía más cancha –o sea más chances de publicar–. Pero tener más cancha –o chances– no significa escribir mejor, le dije: está lleno de autores con grandes primeras novelas y una seguidilla de libros pobres.

El argumento más razonable que propone esta medida debe ser ese que habla de la posibilidad de ampliar la perspectiva bajo la cual se cuenta el mundo: un mundo contado solo por hombres no es un mundo completo. Cierto, ¿pero desde dónde miran quienes afirman esto? Mi universo literario está lejos de ser una constelación de hombres y no es un universo clandestino. Tal vez, quienes afirman esto necesitan esforzarse para encontrar otras perspectivas que excedan la que nos ofrecen los catálogos más brillosos. La curiosidad tampoco puede legislarse, pero sí puede inculcarse. La cuota femenina en la literatura bien podría ofrecernos paridad de género en el relato de un mundo completamente parcial. Yo no quiero escritoras más visibles, quiero escritoras y escritores más osados, más salvajes, más periféricos, porque son esos los que me han dado siempre la perspectiva que más me interesa.

El periodista:

—¿No te parece que es una medida que va a diversificar y por lo tanto a elevar la calidad de lo que se publica?

Ensayo una respuesta mental:

No necesariamente. La cuota femenina en la literatura no nos hará mejores escritoras –es decir escritoras más osadas, salvajes, periféricas–; no creo que nada que se imponga nos haga mejores escritoras: somos las escritoras que podemos ser, con la mochila de recursos (y karmas) que cada quien lleva a cuestas. Y encontraremos caminos, lectores, vías de expresión para nuestras palabras gracias a nuestras palabras, no a nuestro sexo.

La descarto. Es leña para un fuego que calienta a pocos. Y la última frase es demagógica.

El periodista:

—¿Qué daño puede hacer?

Pienso en Ainsley Haines y planeo indignarme, manotear la mesa, levantarme ofendida ante la insinuación de que necesito un decreto que me asegure el lugar en un catálogo para existir. ¿Y si no estoy en el catálogo no existo? ¿No soy lo que soy? ¿No escribo? ¿No brillo?

El periodista mira la ventana y toma notas rápidas, debe estar consignando detalles de color.

Yo me abrazo a mi misma con un retazo de poema:

afuera hay un cielo gris / que amenaza con desplomarse / sobre el pequeño mundo mezquino / y aplanar el relieve de nuestras almas.

—No hace ningún daño —contesto— claro que no.

Y me tomo el vaso de agua.

Ilustración: Mónica Naranjo.

1988

Mi bebé se llamaba Peggy y era negra. El de mi prima Betsy era amarillo, como si hubiese nacido con ictericia, y lo llamó Marco porque le pareció un nombre sofisticado. Mi tía los había traído de Venezuela, tenían el tamaño y el aspecto de un recién nacido: cundidos de arruguitas y pliegues y con el cordón umbilical enroscado como un gusano remolón.

A los pocos días de tenerlos, mi prima y yo decidimos que el cordón umbilical era grotesco y se lo cortamos con un cuchillo. Betsy, de paso, le cortó también el pito, porque no nos parecía muy estético. No estábamos en edad de apreciar las superficies con relieve: lo bello era plano, suave al tacto y fácil de recorrer con la palma de la mano. Anduvimos con nuestros bebés mutilados varios días, propinándoles los cuidados propios de las madres abnegadas que suponíamos había que ser. Lo que más nos gustaba era salvarlos de catástrofes naturales o situaciones extremas como lluvias ácidas, erupciones volcánicas, invasiones de lagartos y mutantes; corríamos con las criaturas aferradas a nuestro pecho, buscábamos un escondite y cubríamos sus cuerpitos con los nuestros para que no quedara duda de que el único escudo fiable contra el sinfín de peligros que suponía el mundo éramos sus madres. Padres nunca hubo en nuestros juegos.

Un día aparecieron columpios nuevos en el jardín y abandonamos a los muñecos: las nubes nos esperaban blancas y mullidas. Mi tía descubrió a los bebés tirados en un rincón, estaban desnudos y pudo verles las heridas: el ombligo a ras, la cicatriz del pequeño eunuco. Su reacción, primero, fue el desconcierto –supongo que eran muñecos caros– y después la tristeza. Sacudió la cabeza con pesadumbre: “Nunca serán buenas madres”, nos dijo, como cayendo en cuenta de una carencia irremediable, un defecto con el que tendríamos que aprender a sobrellevar una vida desangelada y cruel. Nosotras escuchamos el presagio y nos deprimimos. En nuestro entorno, y a la edad de ocho años, si no estabas equipada con lo necesario para ser una buena madre, difícilmente podías aspirar a ser otra cosa. Ser mujer, a secas, ya te proponía un panorama de realización restringido: a) madre b) virgen c) puta. Con la primera categoría convivía, la segunda y la tercera solo podía figurarlas en cuadros muy poco atractivos a la vista infantil: en unos estaba María y su expresión sufriente, en otros había señoras voluptuosas que tomaban siestas desnudas en el bosque.

Lo que siempre estuvo claro en mi casa es que ser mujer era algo más que importante, crucial; sin las mujeres el mundo, tal como estaba concebido, no tardaría en desmoronarse.

Las reuniones familiares marcaban el límite que ordenaba la existencia: en la cocina estaban las señoras y sus crías –señoras que no necesariamente cocinaban, pero impartían órdenes a las empleadas–; en la sala comedor estaban los hombres jugando al dominó, comiendo, bebiendo y haciendo comentarios chistosos y livianos. Había hombres especiales, como mi papá, que no jugaba ni bebía sino que se zambullía en su estudio a fumar y a leer; y cada tanto nos concedía la bendición de su presencia, de sus besos en la frente y de sus frases cortas que todos nos empeñábamos en leer como un oráculo. Pero los hombres, en general, eran esas criaturas torpes y privilegiadas que estaban para ser servidos y celebrados por seres infinitamente superiores que, por pura condescendencia (en general inconsciente), simulaban no serlo.

Me críe entre mujeres /madres /esposas (en mi casa había una sola categoría que contemplaba las tres condiciones) que servían a sus hombres y cuidaban a sus hijos casi con la misma devoción. Su presencia permanente se sentía, a veces, como un pañuelo impregnado en amoníaco, apretado contra la nariz. Otras veces, sobre todo cuando rondaban los padres, las crías pasábamos a ser un estorbo que había que sacar rápido del camino para no perturbar a los hombres. Las mujeres que me criaron tenían muy claro que en la jerarquía de afectos (quizá no en los genuinos, pero sí en los que se demostraban) primero estaba el marido y después estaban los hijos. También tenían claro que la crianza era femenina y la participación de los hombres en la vida de los hijos, residual. Ellas tomaban las decisiones cotidianas y las trascendentales, pero les hacían creer a los padres que los jefes eran ellos. A nosotros nos propinaban un engaño similar: tu papá dice, tu papá opina, tu papá está orgulloso, tu papá no está de acuerdo. En ese doble juego enmarañado que todos conocíamos pero éramos incapaces de subvertir, las madres cedían el crédito de sus palabras y opiniones elevadas con un propósito ulterior. Por un lado: acumular una deuda eterna de gratitud culposa. Porque si algo salía mal (si se desataba una tormenta feroz o los muertos brotaban de la tierra para comernos) las madres estaban ahí para cubrirte con su cuerpo, escudo protector. Y por el otro lado: tener control absoluto sobre la versión oficial del relato familiar. Eso que llaman la memoria de una familia era también potestad de las mujeres.

Algo llamativo era la claridad que tenían al respecto de su identidad en contraposición a la identidad masculina. El modo en que se vestían, se peinaban, gesticulaban y criaban respondía no tanto a un modo de ser mujeres, sino a un modo de no ser hombres. Incluso las que trabajaban a la par de sus maridos llegaban a la casa y se encimaban el delantal a la ropa de oficina para calentar la comida, poner la mesa, servir la cena, bañar a los niños, repasar las tareas del colegio y dormirlos; después se bañaban ellas, se encremaban, se ponían los rulos en el pelo y se pintaban las uñas frente a la telenovela de las diez. Esa eternidad empleada en cumplir los deberes –que incluía el de estar presentables para el público masculino, que en general se agotaba en su propio marido– era un capital que el hombre invertía en otra cosa: en llenarse el buche y sentarse a hacer la digestión frente al canal de noticias, luego de lo cual reptaba hasta la cama quejándose de cansancio, sin notar jamás que su mujer recién terminaba de acostar al último niño y además se había perfumado para él. ¿Por qué siempre estaban tan cansados los hombres? Porque llevaban siglos cargando sobre sus espaldas el peso de ser los responsables de traer el dinero. Las mujeres podían ser muchas cosas –algunas muy poco discernibles, incluso–, pero un hombre era aquel que traía el dinero, punto. De ahí su importancia en la casa, de ahí su importancia en el mundo. Un hombre sin trabajo, por lo tanto, se vería sumido en una crisis de identidad profunda y desestabilizante.

Alguna vez, ya en la adolescencia, cuando quise llamar la atención sobre esto a las mujeres de mi familia (que no solo se comportaban como geishas sino que hacían alarde de ello y criticaban con veneno a las que “se dejaban estar”), les dije que semejante conducta se me hacía, cuando menos, agotadora e injusta. Y me saltó encima una parva de heroínas incomprendidas. Por supuesto que era yo quien no entendía nada: ser mujer/madre/esposa se trataba de llevar el derrotero diario con la mejor cara posible para que nadie las acusara de estar inconformes –como seguramente estaban muchas–. El sacrificio debía notarse, pero nunca padecerse ante los ojos del otro. Mejor perder un brazo que la reputación. En el mediano plazo eso se traducía en ataques repentinos de llanto (“no sabemos qué le pasa, pobrecita, llora de la nada”) o descuidos inverosímiles (“metió la mano en agua hirviendo sin darse cuenta”). Las más vivas –quiero decir las más sensibles y valientes– se divorciaban. En mi familia solo hay un caso: una tía que luego de dejar a su esposo tuvo que refugiarse en la casa de mi abuela para ser mirada por sus hermanas con superioridad moral y juzgada por su egoísmo (“no piensa en sus hijos”). La salvó lo único que salva a las mujeres: su trabajo, su independencia económica. Se mudó sola con los niños hasta que volvió a casarse. Yo era muy chica para entenderlo pero, visto en retrospectiva, me doy cuenta de que mi tía estaba rompiendo una inercia difícil que debió costarle grandes combates internos y externos, que hoy me hacen evocarla como una suerte de Daenerys Targaryen trepada a su dragón furioso, sobrevolando las espinas de la infamia.

En el largo plazo, el esfuerzo diario y sostenido que suponía ser mujer bajo los dogmas familiares solo podía conducir a una enfermedad terrible, o a una amargura incurable, o a ambas. Con los años, se me hizo cada vez más complicado desmalezar la verdadera naturaleza del género de las imposiciones culturales, porque lo que mamaba de mi entorno se alejaba de una definición simple o unívoca. Ser mujer parecía un trabajo en el que la estrategia, la manipulación, la templanza y la simulación eran piezas esenciales. Era demasiado complejo, demasiado elucubrado, demasiado intrigante. Aturdida, a los diecinueve años corté por lo sano; me fui de mi casa y mi propósito de vida se fijó en una consigna: construirme en oposición a ellas.

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2013

Cuando mi pareja y yo íbamos a tener a nuestro primer hijo, alguien cercano nos dijo: ahora tienen que pensar cuáles serán las reglas de su familia. No sé qué opine mi marido, pero yo creo que somos uno de esos casos frecuentes en nuestra generación de individuos más o menos libres, más o menos satisfechos, que no necesitaron tener hijos para “completar” nada en su vida. Creo que tuvimos hijos por la pulsión conjunta de iniciar algo propio. Y en ese sentido, la decisión de hacernos padres se parece más a la de conquistar un territorio nuevo, inexplorado, que a la de cerrar el perímetro del que ya nos contenía. Así que el asunto de las reglas de la familia me pareció desafiante, y por un momento escaso de clarividencia también me pareció peligroso: padres, pensé, monos con navajas. El caso es que, de repente, tenía el poder de sentar las bases de algo que, así dicho, sonaba a una especie de dinastía. Después nadie redactó mandatos en piedra, claro, pero cada tanto juego a que en mi familia tenemos reglas implícitas que todos conocemos: fundamentos ideológicos que nos definen y rigen nuestra conducta. “Mi familia no viaja en temporada alta”, enuncio al aire. “Mi familia no cree en Dios”. Y así.

Cuando tuve a mis hijos me volvieron las mujeres de mi familia a la cabeza; por más que quise despojarme de ellas, allí estaban frotando sus pañuelos contra mi nariz. La crianza es femenina, pensaba mientras miraba a mi marido maniobrar esos cuerpecitos blandos con diligencia y entusiasmo, temiendo que solo fuera una primera fase y que después degeneraría en la inutilidad propia de su género. Las dos veces que fui madre batallé contra mi ADN. Al luchar contra las imágenes que me han impuesto de lo femenino, también estoy luchando contra parte de lo que soy: cuesta desaprender, es un desgarro permanente pero necesario. Creo que tenemos que ser capaces de repudiarnos; creo que hay que tenerse un poco de asco para poder cambiar. La autoindulgencia no ayuda. Me mantuve firme en que si quería hacerlo distinto –no decía “bien”, me bastaba con que fuera distinto– tenía que decretar que el momento del nacimiento de mis hijos debía marcar el principio de su pasado y el final del mío. Si yo podía tener control sobre alguna historia, quería que comenzara ahí. Sería una historia porosa, cuyo mayor atributo consistiría en que podría ser intervenida por ellos. Miré la ventana y les conté lo que había: su primer horizonte atravesado por cables y edificios; el de V. fue de día, el de J. de noche. Y mientras enumeraba los elementos del paisaje vi caer preguntas como pelusas primaverales que planeaban livianas y frenéticas. Esa fue la primera de muchas señales de que no tener un método claro sería tan fatigoso y angustiante como adoptar el que ya conocía.

Lo cierto es que actualizo mi batalla a diario porque rápidamente dejó de ser una batalla contra mi pasado; mis taras de mujercita criada por y entre mujercitas astutas cuya mentalidad intrincada no fue suficiente para salvarlas de sus hombres (suelo preguntarme si alguna vez en sus vidas longevas las mujeres de mi familia tomaron conciencia de que con esa extraña mezcla de servilismo y condescendencia estaban contribuyendo a la potencia destructora que hoy, en muchos aspectos, define el rol de lo masculino en el mundo. En cualquier estadística queda claro que los que matan, golpean, violan, maltratan y destruyen mayoritariamente son los hombres. Por mucho que queramos ver otra cosa, es imposible desestimar el hecho de que esos hombres/monstruos no se hicieron solos). La crianza que me dieron es uno de los tantos surcos que decoran mi hipocampo, pero el torno no se detiene. Ahora me peleo con mi necesidad ñoña de ser lo primero que ven mis hijos cuando abren los ojos a la mañana y lo último, cuando los cierran cada noche. Me peleo también con la necesidad de que mis hijos no sean lo único que yo vea. Con quien más me peleo es con mi marido, pero solo porque es a quien tengo más cerca después de los niños, con quienes no me puedo pelear –o sí, pero siempre pierdo–. Así que mi maternidad transcurre, en buena medida, dando zarpazos al aire.

En el intento por diferenciarme me he visto en la pretensión inútil (y grandilocuente) de iniciar tradiciones –como si eso pudiese planearse–, o decidir sin forzar el destino de mis críos. Todo eso, por suerte, circula solo en mi cabeza, porque me doy cuenta a tiempo de lo impracticables y fallidos que resultan esos humos de originalidad y acudo a lo que juzgo más o menos elemental: una madre alimenta a sus hijos, los protege de los peligros, los abraza, les dice que no, los vuelve a abrazar e insiste “no es no”. Un padre debe hacer más o menos lo mismo, supongo, aunque es cierto que todos los padres que conozco están siempre un paso más atrás que la madre de sus hijos y que, además –inconscientemente, en el mejor de los casos–, esperan un reconocimiento por cada tarea que realizan en virtud de su familia. Las mujeres de los padres que conozco contribuyen a que se los vea como hombres excepcionales lanzando frases como: “Él es muy colaborador”; “él ayuda”; “él es tan buen padre”. Nunca un: “Él hace lo que tiene que hacer”. Una buena madre jamás será vista como una mujer excepcional, será solo una madre.

La confusión que me genera mi rol de madre, en todo caso, viene de la confusión que me genera mi rol de mujer. Si asumiera el mandato de mi infancia que dictamina que soy yo la que tiene la potestad del relato familiar tendría un gran problema. Todos los días intento entender un poco más de mi propia historia y no suelo ser muy eficiente, pero admití un hecho que alivia la ausencia de certezas: mi historia es un cúmulo de preguntas irresueltas –¿Qué soy? ¿Qué quiero ser? ¿Cuánta frustración soy capaz de soportar?–. Avanzar en el entendimiento significa formularme nuevas preguntas. Ya no me angustia, pero vivo en el borde, caminando una pasarela estrecha sobre el hueco eterno de la duda. ¿Me gustaría que mis hijos consigan darse a sí mismos, alguna vez, respuestas propias que los conformen? Sin duda.

He llegado a la conclusión de que soy una mujer bastante convencional, pero incómoda con el hecho de serlo. Es como si mi cabeza aspirara a convicciones que mi cuerpo juzga impracticables. Sin sacramentos de por medio, debo tener una vida más o menos parecida a lo que las mujeres de mi familia desearon para mí, aunque erigida sobre fundamentos contrapuestos. Cuando me propuse plantar bandera con mi pareja, abandoné una beca en el primer mundo y el entusiasmo por formar una familia llegó en forma de aluvión: ¿Vivir juntos? Okey ¿Un hijo? Sí. ¿Dos? También. Y mejor me quedo con ellos los primeros años, total puedo escribir desde la casa. ¿Y el trabajo? Renuncio. Una amiga de entonces me tomó por los hombros, me miró a los ojos y sentenció: “Estás depositando toda tu confianza en un porvenir que ya no controlas”. Cada vez que mi suelo tiembla me pregunto si, como las mujeres de mi familia, no estaré entregando demasiado; si no estaré reproduciendo esa misma estructura que aborrezco.

El otro día se me ocurrió que mi debilidad no es ser mujer, sino ignorar qué clase de mujer soy. ¿Habrá quien lo sepa? ¿Una se parece más a sus actos o a sus pensamientos? ¿Cuántos pensamientos caben en un acto? ¿Cuántas mujeres caben en un cuerpo? ¿Cuántas en una vida? ¿Estoy dispuesta a abrazarlas a todas?

Ahí están, no se detienen. Las preguntas siguen cayendo, livianas y frenéticas.

*Margarita García Robayo es una escritora colombiana radicada en Buenos Aires. Autora de Primera persona (2018), Tiempo muerto (2017), Cosas peores (2014), entre otras novelas y libros de relatos.

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