Andrea Mejía.

OTRA TIERRA

No hay dos briznas de hierba iguales: una columna de Andrea Mejía

Solo por la finitud de nuestra mente, que se expresa en la finitud de nuestro lenguaje, debemos detenernos en los nombres de las cosas.

Andrea Mejía
25 de febrero de 2019

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Amo la taxonomía. Saber que el canto que se oye en la madrugada en la ciudad, muy temprano, antes de la primera luz, es el de la mirla, Turdus fuscater.

O que el pájaro de plumaje amarillo que brilla sobre un cable de la luz o sobre una antena de televisión escuálida se llama Tyrannus melancholicus. Tirano melancólico es un nombre extraño para un pájaro. Su nombre común es sirirí.

Con Luis, en los trancones, vamos diciendo al tiempo que señalamos por la ventana: nogal, guayacán, urapán, magnolio. ¿Qué es esto?, me pregunta. Ni idea, le respondo, como si “árbol” ya no fuera un nombre que tuviéramos disponible.

Aparte de WhatsApp, la única aplicación que tengo descargada en el celular me ayuda a encontrar el género y la especie de las flores y los árboles que me salen al encuentro en la ciudad y en la montaña. Muchas veces no puedo encontrarlos y entonces me resigno a seguir sin el nombre preciso de la cosa, o me quedo mirándola, en su singularidad esplendorosa, esta flor blanca, y es como si la conociera de otra manera, directa, intuitiva; aunque Kant, uno de los filósofos que amo, dice que intuitivamente y de manera directa no se conoce nada. O es como si “flor blanca” fuera el nombre fantasma de un nombre de carne y hueso.

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A veces acudo a Amalia, mi hija. De ella heredé el amor por la taxonomía y ella sabe muchos nombres, sobre todo de insectos. ¿Qué es esto?, le pregunto, y le mando la foto de una aparición extraordinaria. Cicadidae es la familia, me dice, más específico no sé. Es una cigarra. Me da un poco de vergüenza no haberla reconocido; no la reconozco tal vez porque había asociado siempre ese nombre tan común a un canto y no a ese cuerpo verde cubierto de partículas diminutas de oro, encajado en unas alas de filigrana negra que son como el pequeño ataúd del cuerpo, su bolsa de dormir, su capullo.

Dentro del nombre “pájaro” hacen su nido un número inmenso pero finito de nombres. Colibrí, paloma torcaza, gorrión, gavilán, chulo. Cada cuerpo emplumado, en reposo o en pleno vuelo, va con un nombre. Y aunque sus cajas torácicas delgadas, vacías de peso, alberguen solo un corazón pequeño e incansable y sean herméticas al lenguaje, encontrar el nombre más exacto para su forma viva es más que un alivio o un consuelo. Hay una dicha en dar con el nombre último de lo que está vivo.

Pero para Leibniz, el otro filósofo que adoro, no llegamos nunca al nombre definitivo de las cosas. “No se descubrirán jamás dos huevos o dos hojas o hierbas en el huerto perfectamente similares entre sí”, escribe. Leibniz creía que si existen dos hojas, es porque esa diferencia numérica, ser dos hojas, o muchas, entraña una diferencia conceptual: hay dos cosas y por lo tanto debe haber dos conceptos distintos y entonces al menos dos nombres que les correspondan. Cada cosa existente tiene así su nombre propio. Solo por la finitud de nuestra mente, que se expresa en la finitud de nuestro lenguaje, debemos detenernos en el nombre “hoja” o en un nombre más preciso pero igual de vacío, o de incompleto, o de finito existencialmente. Tibouchina lepidota es, por ejemplo, el nombre científico del sietecueros. Según Leibniz, cada sietecueros individual tiene su nombre, y cada hoja en ese sietecueros tiene también el suyo, cada flor violeta, cada pétalo.

Una mente infinita no tendría que clasificar individuos bajo un nombre que valga para muchos. La mente infinita de Dios no es taxonómica, porque para ella hay una correspondencia exacta e inequívoca entre cada cosa existente y su nombre. Al mundo desenvuelto, desplegado, infinito, que según Leibniz está envuelto de manera indistinta y confusa en cada ser vivo, en cada cigarra y en cada mariposa, corresponde un lenguaje infinito.

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El principio según el cual no hay dos briznas de hierba iguales se conoce como el principio de los indiscernibles. Es uno de los cinco principios que constituyen el sistema filosófico más original y exuberante y menos sobrio de Occidente. Los otros cuatro principios no son menos bellos y asombrosos. Por cada uno de ellos y por la combinación imposible de los cinco es que venero a Leibniz.

El dios de Leibniz no es un taxónomo y, aunque amo la taxonomía, más me deslumbraría poder descargar una aplicación con su mente infinita. Caminaría por el pasto sin podar y la aplicación me señalaría cada brizna de hierba con su nombre, como señalamos Luis y yo los árboles en medio del trancón. Y en las peladuras de tierra arenosa me diría: este grano de polvo tiene este nombre, y este tiene este otro.

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