El azar o el destino me ligó, hace años, a lugares y personajes que aparecen en The Smiling Lombana. El lugar es la inmensa casa en el barrio Pilarica donde el artista Tito Lombana, protagonista del documental, vivió en Medellín con su esposa, Laura Cannas, y sus dos hijas, Bárbara y Mónica, y que luego fue –hasta su muerte– la casa de Paul Bardwell, director del Centro Colombo Americano y fundador de la revista Kinetoscopio. Esa casa, que hoy ya no existe, era un sitio de reunión y peregrinación con el cine como centro. El personaje es Mónica Lombana, hija de Tito, que aporta en el documental un testimonio de una valentía y un valor inestimables para acercarse no a la verdad del artista, que es elusiva, sino a sus pliegues y silencios. Mónica fue mi amiga en los años noventa, cuando Tito aún estaba vivo. La relación con su padre fue un misterio que ella quiso mantener a salvo, a pesar de las confidencias propias de toda amistad. En ambos casos, en el lugar y con la amiga, el nombre de Tito salía a flote muchas veces. Y siempre bajo la insignia del secreto, del rumor, de lo nunca dicho del todo.
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La primera conmoción que me produjo The Smiling Lombana estuvo, sin embargo, lejos de ser explicable por las astucias de la nostalgia. Me impactó ver que ese pasado de disimulos y misterios empezaba a quedar atrás y que alguien, una hija y una nieta, se hacía cargo de proyectar luz sobre esa sombra, aunque se trate de una luz precaria o un claroscuro. Daniela Abad, la nieta de Tito Lombana y quien asume un papel activo en la narración del documental que dirige y en la conducción –quizá demasiado explícita– de su sentido, lo dice al final. Habla de estar a la altura de la complejidad de la vida. Habría que agregar: a la altura de un enigma. Ese enigma, que da título a la película, se condensa en la sonrisa de Lombana. ¿Por qué, y a pesar de una vida empeñada en desperdiciar su propio talento y en tomar decisiones que lo separaron de la gente que quiso, Tito Lombana mantuvo intacta su sonrisa?
El documental no llega a una respuesta, pero el intento en sí mismo es conmovedor. Remover los escombros del pasado familiar ha sido un gesto característico del cine colombiano reciente. En películas como Parábola de retorno, de Juan Soto; Home, de Josephine Landertinger; Amazona, de Clare Weiskopf y Nicolás Van Hemelryck; Looking For, de Andrea Said, o My Way or The Highway, de Silvia Lorenzini, se activan dispositivos de memoria. Las indagaciones que las guían existían solo brumosamente antes de volverse nítidas gracias a las propias películas. Cada una de estas obras busca entender un aspecto de las relaciones familiares cuyo significado permanecía oculto. Al traerlo a un primer plano, e interrogarlo, Colombia está teniendo la posibilidad de abrir su archivo de mentiras y medias verdades, y de adquirir un nuevo conocimiento de sí misma.
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El caso de Daniela Abad tiene un interés particular. Su primer documental, Carta a una sombra (codirigido con Miguel Salazar), fue el retrato entrañable de un héroe (Héctor Abad Gómez) que venía a llenar el vacío de referentes éticos, nuestra imposibilidad de reconocer la bondad y la justicia. The Smiling Lombana es el lado lunar de su memoria personal. Es el retrato del antihéroe pero también la historia de un amor (el que unió a sus abuelos maternos) y su declive. Una película de ascenso y caída que enfoca el trayecto de un gánster en cuyo destino podemos leer las señales del arribismo social que el narcotráfico intensificó. Y una de detectives donde la misma directora intenta esclarecer la verdad. Pero ¿cuál es el crimen de Lombana? ¿Haber abandonado su prometedora carrera de artista por ceder al señuelo del dinero fácil? El documental elude los juicios categóricos o los reproches. Las preguntas se devuelven a los espectadores y a la sociedad colombiana entera. ¿Por qué este país sigue convirtiendo a sus mejores talentos en sombras de sí mismos o en artífices no de una obra cabal, sino de su propia ruina y mausoleo?