La obra cinematográfica del japonés Hirokazu Koreeda es una continua indagación sobre los vínculos familiares y sus consecuencias en la vida de los personajes. Las preguntas por la autenticidad o la bastardía de estos vínculos, las dudas sobre el origen y la pertenencia, así como las incertidumbres de la herencia y la transmisión, se repiten, moduladas, de película en película. En Nadie sabe, De tal padre tal hijo y Nuestra hermana pequeña se examinan el afecto y el cuidado que se otorgan en familias nada convencionales; también hay una pregunta latente por lo que significa la ausencia de los padres, o la insuficiencia de los padres que existen. Esta ausencia no es vista solo como un trauma, sino como una oportunidad de inventar otra ley. Así, las jerarquías y los lazos sanguíneos como requisitos que fundan la familia quedan en entredicho, con una sutil impugnación al orden social y la legalidad que lo sostiene.
Un asunto de familia, premiada con la Palma de Oro en Cannes 2018, puede verse como una síntesis de la obra de Koreeda; los hilos sueltos de las películas anteriores del director aquí se resumen, se decantan y, hacia el final de la narrativa, se oscurecen. Empiezan a revelarse secretos, silencios y medias verdades. El cierre parcial de la obra de Koreeda que nos presenta este filme lleva hasta el extremo la idea de que toda familia se basa en una red de apariencias, o que es un teatro con papeles asignados a cada miembro: una convención aceptada. Pero el director parece querer decirnos que ese teatro, a pesar de su mentira intrínseca, es inevitable y liberador, pues su contrario sería la pérdida de raíz y lugar: el desamparo y la soledad.
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Desde sus primeras escenas, la película nos sitúa en un universo moral que es reconocible para el espectador de Koreeda. Un padre y un hijo adolescente roban juntos en un supermercado; luego, en la noche fría, recogen a una niña solitaria con trazas de maltrato físico y psicológico y la llevan a cenar a su casa. Cuando intentan llevarla al hogar al que pertenece, unos gritos los alertan de que tal vez lo mejor es devolverse con ella. La niña se integra bien a esta familia de adopción y otra red de personajes empieza a aparecer: la madre obrera que también roba, una hija que trabaja en una cabina de sexo, la abuela que ayuda a sostener con su pensión la inestable economía del grupo y que quiere pagar un seguro que la proteja de una muerte solitaria. Koreeda nos señala una y otra vez la fragilidad individual de estos seres, pero también nos hace ver que juntos son fuertes y que, más allá de una ley civil, su convivencia está justificada por las elecciones del deseo.
El director despliega su virtuosismo para filmar espacios domésticos, calles y sitios de trabajo, puntuando hábilmente las emociones con los diálogos y la música: roza el sentimiento de lo patético sin nunca tocarlo del todo. El punto flaco de la película es su ansiedad por convertir a los personajes y las situaciones en tesis. Algunas conversaciones tienen un aire a sentencia y explicación, y dejan muy poco juego al espectador. Koreeda dignifica y, no pocas veces, idealiza la precariedad material, como si esta fuera la condición para una suerte de nobleza espiritual. Pero la tensión entre la aproximación realista a los ambientes y el romanticismo de la pobreza termina decantándose por este último, a pesar de la oscuridad moral de la última parte. Es como si la película no quisiera asumir las consecuencias de lo que plantea y terminara por aceptar el triunfo de la legalidad y el orden, con su distribución convencional de revelaciones, castigos y sacrificios.
En suma, Koreeda ha elaborado un fino melodrama, en la tradición de lo que hiciera el también japonés Yasujiro Ozu: un teatro doméstico que sirve de ventana para mirar seguros el mundo más amplio de allá afuera. Una fábula en la que el statu quo se cuestiona solo para restablecer su poder. Algo finalmente muy triste: una lección y no una revolución.
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