Mario Jursich.

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El periodismo más refrescante: una columna de Mario Jursich

Mario Jursich
26 de junio de 2018

Lo queramos o no, cualquier elección presidencial termina siendo un referendo sobre el periodismo. Los lectores de publicaciones periódicas –no importa que sean en papel o digitales–, los consumidores de noticieros o programas televisivos de opinión, los oyentes de radio e incluso los habitués de las redes, no solo evalúan lo que se publica en los distintos medios sino que lo comentan en toda clase de ambientes informales: desde el interior de un taxi hasta la barra de un bar.

Antes, en un pasado no tan remoto, esas opiniones a veces se hacían públicas bajo el formato de “cartas al director”. (No recuerdo quién dijo que el primer acto reflejo de un colombiano en las mañanas era hacer pipí, leer el periódico e inmediatamente después mandarle una carta mental a los responsables de El Tiempo o El Espectador.) Ahora, en nuestro movedizo presente, la situación no es particularmente distinta: luego de la obligada visita al baño, lo primero que hace un joven inquieto es revisar Facebook, Twitter o cualquier otra red social para, milisegundos más tarde, empezar en su fuero interno una epístola similar a la que ensayaban años atrás sus padres y abuelos.

La diferencia es que, al contrario de lo que sucedía en el pasado, ahora la mayoría de esas misivas ya no se quedan en la cabeza de quienes las componen. Si en la actualidad el director de un medio entra a cualquier foro virtual, de inmediato se encontrará con una catarata de correspondencia que no fue enviada a su nombre, pero de la cual es destinatario inequívoco y con la cual dispone de un instrumento precioso para saber qué piensan los lectores, televidentes u oyentes de lo que está haciendo la institución a su cargo.

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Aunque el juicio varíe dependiendo de qué medios se consultan, un director serio, no inclinado al autoengaño, solo podría concluir –al leer esa ingente cantidad de cartas– que existe un profundo malestar en la sociedad colombiana con el periodismo y que estas elecciones han minado gravemente tanto la credibilidad de marcas que antaño gozaron de prestigio como la confianza en periodistas que se han revelado como voceros acríticos y degradados de los intereses empresariales que representan. (En uno de los muchos aforismos que desperdigaba en las conversaciones, Miguel Ángel Bastenier recordaba que si la imparcialidad periodística era ciertamente imposible, no lo era en cambio la parcialidad con fair play.)

Dicho con un énfasis distinto: al sopesar esos cientos y cientos de cartas involuntarias al director, cualquier persona que no sea un conformista deshonesto deberá aceptar que la representación del país en los medios es insuficiente, parcializada, a veces errónea, a veces injusta, y que con excesiva frecuencia la información es una moneda de cambio para incidir sobre gobiernos, evadir leyes, conseguir exenciones y crear temores infundados.

Vaya a saber uno con qué lógica la realidad incontestable de esta premisa ha hecho concluir a no pocos críticos que “el periodismo más refrescante de Colombia” está en Facebook, Twitter o Instagram. En un artículo del pasado mes de junio, “El susto de los medios y la alegría de las redes sociales”, Omar Rincón llega al punto de insinuar que si en la prensa escrita, la radio y la televisión encontramos “la voz del viejo país”, en las redes sociales no solo está “el sonido de la nueva nación” sino algo innominado que él llama “un respiro democrático”.

Tengo reservas para aceptar esta descripción, no solo porque en Facebook o en Twitter es difícil encontrar “periodismo” ­–lo que existe, sobre todo es “opinión”, a menudo muy brillante y muy humorística–, sino porque, por su misma naturaleza, las redes sociales tienden a imitar y amplificar el mediocre periodismo de la mayoría de los medios convencionales.

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Para demostrar lo anterior no es necesario ir muy lejos: basta con pasar media hora navegando en internet. Los que se quejan de que algunos locutores le hayan inventado a Petro una hija actriz porno, son los mismos que comparten la falsa noticia de que el excomandante paramilitar Ernesto Báez es tío del recién elegido presidente de Colombia; los que lamentan los infundios pergeñados por Caracol y RCN, son los mismos que dan como cierta cualquier cosa aparecida en Voces o Rusia Today; los que deploran la agresividad de los uribistas, son los mismos que escriben: “Fujimori era profesor, Mussolini era profesor, Salazar el portugués era, ¿qué?, profesor. ¿Y Mockus? Se hace en la ropa el profesor”; en fin, para no abundar, los que se pasaron toda la campaña denunciando la manipulación de los medios son los mismos que, 72 horas antes de la segunda vuelta, estaban publicando en sus muros de Facebook que “hay revuelo y hasta pánico en un importante medio de comunicación: sus directivas han conocido esta tarde que, en una encuesta que no se puede revelar, Petro le lleva hasta cinco puntos de ventaja a Duque”.

No sé a ustedes; a mí me desmoraliza constatar que ese nuevo y según dicen refrescante periodismo se parezca tanto, tantísimo, al viejo y anquilosado oficio que supuestamente habíamos dejado atrás.

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