Sandra Borda.

CONTRA LA INTUICIÓN

Por una educación realmente diversa: una columna de Sandra Borda

Harvard ha sido acusada de discriminar a los aspirantes de ascendencia asiática.

Sandra Borda
25 de febrero de 2019

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Harvard, la universidad privada más importante de Estados Unidos, está en el ojo del huracán. Ha sido acusada de no contar con una política justa de admisiones y de, con ella, discriminar a los aspirantes de ascendencia asiática. Debido al buen desempeño y competitividad de este grupo étnico a la hora de buscar el ingreso a las mejores universidades, se le acusa a Harvard de haber establecido –informalmente y por debajo de la mesa– un límite concreto al número de estudiantes asiático-americanos que admite, para abrirles espacio a estudiantes provenientes de otras minorías.

Se trata de una demanda algo inusual, porque normalmente este tipo de reclamos vienen de grupos de estudiantes blancos occidentales que abogan por un sistema puramente meritocrático que no use la raza como criterio de selección. Para ellos, los vestigios de la discriminación han desaparecido y el intento de favorecer en el proceso de selección a personas que provienen de grupos que han sido objeto de discriminación en el pasado (la acción afirmativa), ahora les otorga ventajas injustas a las minorías.

El objetivo de la universidad, sugieren, debe ser entonces recibir a los mejores aspirantes y punto. La población de estudiantes de pregrado de origen asiático en universidades de la Ivy League es relativamente alta (para 2017, en Princeton eran el 21 %; en Cornell, el 19 %; en la Universidad de Pennsylvania, el 19 %, y en Yale, el 18 %). Por tanto, y muy en la línea de lo que dicen los grupos de estudiantes blancos, la universidad también sugiere que las cuotas o topes cierran el camino arbitrariamente para muchos aspirantes muy competitivos.

A pesar de que la utilización de un sistema de cuotas o el intento de balancear las admisiones usando criterios de raza o etnicidad es ilegal en Estados Unidos, las universidades tienen mecanismos informales para tratar de balancear la composición de su estudiantado. La razón por la cual existen esos mecanismos tiene que ver con que algunas universidades han decidido corregir parcialmente la asimetría que existe entre la calidad de educación escolar que recibe la población blanca y la que reciben las minorías raciales no asiáticas.

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Hasta la década de los sesenta, las minorías afroamericanas y descendientes de poblaciones indígenas nativas fueron educadas en colegios absolutamente segregados y con presupuestos de funcionamiento mucho más bajos que aquellos a los que asistía la población blanca. A pesar de que las diferencias en desempeño académico se han reducido sustancialmente, la educación pública para estudiantes pertenecientes a minorías sigue siendo desigual: dos tercios de estos estudiantes siguen asistiendo a colegios en donde sus compañeros son predominantemente minorías raciales, muchos están ubicados en los centros de las ciudades y son financiados a niveles muy inferiores comparados con los colegios localizados en suburbios predominantemente blancos y ricos.

La admisión a la universidad es, entonces, una oportunidad para contribuir a zanjar la asimetría que los colegios públicos profundizan. Que incluso las universidades privadas estén comprometidas con la acción afirmativa demuestra que es posible gestar y potencializar espacios en los que efectivamente se avance en la reducción de la desigualdad. La educación es, sin duda, un espacio ideal para el logro de ese objetivo.

En Colombia, tristemente, el sistema universitario es todavía un lugar en el que las diferencias sociales que empiezan en la educación escolar terminan por consolidarse y casi institucionalizarse. A pesar de los modestos sistemas de becas de las universidades privadas y los esfuerzos de la universidad pública por ampliar su cobertura en medio de los problemas presupuestales de siempre, la universidad colombiana –particularmente la privada– está lejos de comprometerse con una acción afirmativa que le apunte a la conformación de un cuerpo estudiantil diverso en materia social, étnica y –aquí también hablo de la universidad pública– de género.

Así las cosas, la universidad no solo no contribuye a reducir los niveles de desigualdad, sino que ayuda a acentuarlos y a prolongarlos en el tiempo. La universidad se constituye entonces no en un activador de transformación social, sino en defensor pasivo del statu quo. Y lo peor, limita mucho la calidad de la educación que brinda. Hoy es claro que el aprendizaje en un salón de clase está lejos de depender exclusivamente del profesor y está mucho más vinculado con la experiencia colectiva y social, dentro y fuera del aula. Una experiencia educativa de esa naturaleza, que no expone a los estudiantes a la diversidad étnica, racial y de género, es una experiencia muy limitada y con muy poco alcance. La verdad sea dicha: se paga mucho para lograr tan poco.

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