Poesía sin fin Alejandro Jodorowsky

CINE

Retrato del artista adolescente: Pedro Adrián Zuluaga reseña 'Poesía sin fin'

Nuestro columnista Pedro Adrián Zuluaga reseña la última película del director chileno Alejandro Jodorowsky, 'Poesía sin fin'.

Pedro Adrián Zuluaga
22 de octubre de 2018

En 2013, Alejandro Jodorowsky estrenó en el Festival de Cannes La danza de la realidad, su primera película después de 23 años de inactividad como director de cine. El artista y escritor chileno se basó en su propio libro, que él mismo describió como una “autobiografía imaginaria, aunque no en el sentido de ficticia, pues todos los personajes, lugares y acontecimientos son verdaderos, sino en el hecho de que la realidad y la historia profunda de mi vida son un esfuerzo constante para expandir la imaginación y ampliar sus ingeniosos e impredecibles límites, para aprehenderla en su potencial terapéutico y transformador”. Poesía sin fin es la segunda parte del ejercicio autobiográfico de Jodorowsky en el cine. Mientras La danza de la realidad reconstruye la infancia del director en Tocopilla, norte de Chile, Poesía sin fin es el retrato del artista adolescente y su ruptura con un mundo familiar asfixiante.

Esta última película empieza con una desgarradura en la conciencia de Jodorowsky, quien en compañía de los padres se despide de la ciudad de su infancia y llega a la calle Matucana, arteria principal de un barrio obrero de Santiago, en los años cuarenta. Desde su deslumbrante inicio, Poesía sin fin nos sitúa en un universo narrativo y estético antirrealista, que es una suma de circo, títeres, danza, juegos poéticos, actos performáticos y teatro musical. La “decadente” Matucana del presente es reemplazada, ante los ojos de un octogenario Jodorowsky, por enormes telones que simulan la calle del pasado; personas y cosas adquieren de pronto un movimiento desenfrenado, como en el inolvidable comienzo de Los niños del paraíso, el filme de Marcel Carné sobre el mundo del espectáculo homenajeado de manera explícita.

Poesía sin fin muestra la forja de la que emerge un artista. Como en La danza de la realidad, Jodorowsky busca aquí engastar lo individual en una historia mayor que es no solo la de su país, Chile, sino la de las vanguardias artísticas, poéticas y políticas del siglo XX. Luego de liberarse del cerco familiar, el aspirante a poeta empieza a frecuentar la bohemia artística de Santiago. Entonces esa ciudad capital de un país remoto en el sur de América se convierte mágicamente en el centro del mundo. Jodorowsky y sus amigos Stella Díaz, Enrique Lihn y Nicanor Parra perpetran acciones artísticas que anticipan el happening. La poesía es un acto, se dicen. Ellos no solo escriben versos, viven poéticamente, y esto significa no ajustarse a las normas. En un recorrido urbano por Santiago, Jodorowsky y Lihn siguen un camino recto, derribando los obstáculos que interfieren su conquista del futuro. Los dos jóvenes –igual que la película– no respetan controles o muros, protagonizan desplantes, cubren de ignominia al “viscoso poeta nacional Pablo Neruda” y proclaman, casi dos décadas antes de 1968, la célebre consigna del mayo francés: “Prohibido prohibir”.

La película no es solo un ajuste de cuentas de Jodorowsky con su propio y tortuoso pasado. El director chileno también cuestiona una manera de escribir la historia del arte según la cual al mundo europeo y anglosajón corresponde el papel rector mientras los países del sur nos conformamos con imitar y reproducir. Cuando Jodorowsky, al final de la película, huye de Chile en un intento desesperado por encontrarse a sí mismo, no solo se trenza en una última –y hermosamente resuelta– batalla con su padre en el muelle de Valparaíso. Su redención no es solo personal; ambiciona algo más: salvar al surrealismo, reinventarlo desde la periferia.

Jodorowsky ha hecho una película megalómana, extravagante y excesiva, dibujada con trazos gruesos y ocasionales sutilezas. En la tradición de las autobiografías cinematográficas tiene algo de la libertad expresiva de Las playas, de Agnès Varda. Poesía sin fin y La telenovela errante (obra póstuma del también chileno Raúl Ruiz, terminada el año pasado por su esposa Valeria Sarmiento) son películas jóvenes y renovadoras dirigidas por un par de ancianos.

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