Roberto Burgos Cantor (1948-2018). Foto: Ricardo Pinzón Hidalgo. Cortesía Editorial Planeta.

Homenaje

Roberto Burgos Cantor: la aflicción y la belleza

El escritor cartagenero, ganador del Premio Nacional de Novela 2017, murió el pasado 16 de octubre en Bogotá. Había pasado una semana en Manga, en su ciudad natal, escribiendo una novela con la alegría de un muchacho redivivo y la melancolía de quien se sabe mortal. Un texto de su último editor, y dos breves relatos inéditos, como un adiós a un escritor que hay que seguir leyendo con admiración.

Juan David Correa*
22 de octubre de 2018

Este artículo forma parte de la edición 157 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Durante los últimos dos meses, como si la vida estuviera preparando a su manera una despedida inapelable, vi a Roberto Burgos varias veces. No es que antes no lo frecuentara al menos un par de veces al año, pero su muerte me sorprendió en Barcelona, una ciudad también querida por él y que hizo parte de su destino literario. Al fin y al cabo fue con el grupo Planeta, afincado en esta ciudad, que comenzó su historia editorial a instancias de Ernesto Sabato y Mireya Fonseca, primera editora que publicó El patio de los vientos perdidos, en 1984, tal como me lo contó en un homenaje que le hizo el grupo hace un mes y medio en el Gimnasio Moderno.

Con Ver lo que veo, novela publicada en 2017, Roberto había conseguido el Premio Nacional de Novela, concedido por el ministerio de Cultura, después de una breve relación de anécdotas editoriales. La noche del homenaje recordó cómo Sabato le pidió a John Agudelo Ríos recomendar a Roberto a Planeta, tras haber leído ese imprescindible llamado Lo amador (1980). Agudelo Ríos pasó el mensaje a la editorial, pero solo tiempo después, por esas maneras de los editores ocupados, Fonseca volvió sobre la recomendación del autor de Abaddón el exterminador y se dio a la tarea de publicarlo. Desde entonces, Roberto Burgos tendría una cita diaria e ineludible con la escritura, aun a despecho de su trabajo como abogado en la dirección de vigilancia de la Superintendencia de Notariado y Registro, en donde trabajó muchos años.

Tras unos veinte minutos en los que su palabra, rumorosa como el bajamar, se deslizó por el auditorio, se pusieron de pie unas 200 personas y lo aplaudieron como se lo había merecido desde hacía tantos años.

Esa noche convinimos encontrarnos la semana siguiente para terminar su libro de relatos, que me había confiado un par de meses atrás.

En nuestra charla –no la última, pues volveríamos a encontrarnos una semana después en la biblioteca del Gimnasio Moderno para conversar en el festival Las Líneas de su Mano– caminamos hacia El Comedor, un pequeño restaurante ubicado en Rosales. En una discreta mesa para dos, nos sentamos un par de horas para hablar de Noticias de trastienda, título provisional que le había puesto al libro de relatos que saldrá el año entrante, para la Feria del Libro, bajo el sello Seix Barral.

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Le dije que estaba muy contento con la forma y la tensión de los relatos más largos, pero que sentía que había dos respiraciones muy distintas en el libro: le pedí que descartáramos una serie de relatos breves y que tal vez podríamos destinarlos, una vez publicáramos los cuentos más largos, a otro libro a la manera de Enseres para sobrevivir en la ciudad, de Vicente Quirarte; Dirección única, de Walter Benjamin; o El caminante, de Hermann Hesse, libros hechos de esquinas, de pequeños recodos, de anécdotas, de rincones. Convinimos que así sería.

Estos dos relatos que publica ARCADIA quizás algún día serán parte de ese libro que sus hijos Pablo y Alejandro, su esposa Dora y sus nietas decidan publicar. Roberto trabajó un par de días puliendo ciertas formas y erratas y, finalmente, dos días antes del 17 de octubre, día en que murió en la Clínica de Marly, me escribió este correo:

Juan querido: creo que cometí la grosería de no darte cuenta de la fecunda sesión de correcciones con la maestra Liliana Tafur. ¡Gracias!

Esta semana me refugié en estado de ermitaño en la cangrejera. Quería revisar lo que escribo y avanzar. Aislado y en la tierra, se escribe con todo.

Me surgió este nombre para nuestro libro: Orillas.

Allí te lo dejo para tú consideración.

Y en las revisiones que hice apareció un cuento, breve, que quizá nos sirva de cierre.

Lo decides tú.

Recibe un abrazo. Estaré en el páramo el domingo.

Suerte en todo y....paciencia.

R..

Dicen que abrió mucho los ojos como si hubiera comprendido, de tajo, que podía elegir despedirse a su manera. Y luego los cerró. Y se fue, poco a poco, hacia ese mar ansiado desde siempre.

En ese momento, ya todos lo estábamos extrañando.

Aflicciones de la belleza

Yo vivía en el encanto. En el asombro renovado, instante a instante. 

No creía cómo podía existir una mujer tan bella. La más bella. Además, se amaba conmigo. 

Una mañana, en la estación del bus, vi a otra mujer tan bella como la que me abrazaba. La misma piel canela. Los ojos de venado alerta. Grandes. Negros. Ambiciosos de cielo. Estaba contra una verja, enmarañada por el matojo sobresaliente y oloroso de unos pinos recortados. Un profesor de filosofía, de anteojos con montura negra y gruesa, de plástico, y vidrios espesos, le hablaba de Santo Tomás de Aquino. Ella reía. 

Quedé desconcertado, triste. Me enfermé de silencio. La repetición de la belleza decepciona.

Ahora me amo con la enana, que nunca se baña, de pelo silvestre sin retocar, que atiende a quienes bebemos cerveza y aguardiente en la trastienda del almacén de víveres de la esquina. Ella no se empina, ni se encoge, para besarme la entrepierna. 

Esperas 

Era sábado y un retraso advertido a última hora en el vuelo Santiago de Cuba-La Habana nos obligó a esperar en una sala vacía del aeropuerto José Maceo. 

Puse mi valija, solitaria, frente al aparador 5. La luz opaca de la tarde terminó de fugarse y la sala oscura con el sistema de aire frío apagado se ponía calurosa. 

Al rato llegaron los dependientes, encendieron las luces y organizaron sin prisa sus puestos de trabajo. 

La mujer del número 5 me llamó y levanté mi valija para dejarla en la banda de la báscula, y sobre el aparador puse el boleto de viaje y el pasaporte. Con desconsuelo resignado dijo: El avión saldrá a la una de la mañana. Eran las siete y media de la noche. A quince minutos de carretera quedaba Santiago con su aroma a salitre encerrado, las reconstrucciones de los destrozos del huracán, la oscuridad del puerto y las trovas que alegraban la noche y ponían tibieza en el ánimo con un ron oscuro. 

En ese momento, después de adherir la cinta con un número en la agarradera del equipaje, me miró a la cara, detuvo sus ojos en los míos, y desde una profundidad que no había entrevisto, con voz uniforme dijo: Es difícil. 

La miré sin saber si debía hablar, responderle.  

Me incliné por encima del mueble como quien mete la cabeza por una ventanilla y pude estar más cerca. Puse la voz sigilosa para preguntarle: ¿Se refiere a su trabajo o a la vida…? 

Volvió a mirarme. Apenas percibí el aroma que se desvanecía, canela con incienso, que emanaba de su piel negra, suave. Intentó esconder o disimular algo que no cabía en ninguna parte, y se le escapó una lágrima que ni ella, ni yo, pudimos recoger.

*Editor. Director editorial de Planeta Colombia. Exdirector de ARCADIA.

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