Hay que tener cuidado o por lo menos sospechar de los optimistas y pesimistas profesionales. Unos y otros están atados a sus propias pasiones y quieren validar a toda costa su particular mirada de la realidad. Si se trata de políticos de oficio, la cosa es mucho más seria de lo que uno pueda imaginar. Ambas perspectivas quieren conducir al que escucha o al que lee hacia los cielos o los infiernos que fabulan. En un caso —aquí me refiero al acuerdo final entre el gobierno y la guerrilla—, le otorgan un alcance utópico que implicaría un nuevo comienzo solidario y una era de fraternidad entre los colombianos; en el otro, insisten en derivar consecuencias catastróficas que nos llevarían a uno de los círculos del infierno. Los primeros manipulan la ingenuidad y esperanza, los segundos, el miedo.
Parecería que a unos y a otros les conviene la debilidad política del pueblo, su precaria conciencia democrática, el hecho constatado de mil maneras: son muy pocos los que toman distancia de su propia circunstancia, los que pueden hacer una abstracción de las condiciones de vida a las que se ven sometidos y entender cuáles son sus verdaderos intereses, no solo como individuos, sino como clase subalterna en la búsqueda de la afirmación de sus derechos. La ignorancia, el desinterés y la falta de información son las anchas avenidas por la cuales transita el prejuicio, la desconfianza y en general, las emociones desbordadas.
A las cosas hay que llamarlas por su nombre: la guerra fracasó porque una guerra sin el pueblo es una guerra contra el pueblo. Porque si hubiese sido una guerra del pueblo seguramente los resultados serían distintos. En consecuencia, se corre el riesgo de que una paz sin el pueblo se convierta en la continuación de la guerra, que la paz llegue a ser otro ocultamiento como lo fue el propio conflicto armado. Pues este no solo ocultó muchos crímenes de los actores de la guerra, justificó el modelo represivo del Estado para conjurar las luchas sociales, aplazó indefinidamente los cambios en el modelo económico y político, potenció una profunda división entre los colombianos y quizá lo más grave: inoculó, indiferencia y amoralidad frente a la barbarie de los “propios” e indignación y deseo de venganza frente a la barbarie de los “enemigos”.
En el debate sobre la aprobación del Plebiscito, tanto sus detractores como buena parte de los que lo apoyan apelan al sentimentalismo del pueblo y pretenden convertir en un debate moral lo que en esencia es un problema político.
El acuerdo final son palabras sobre un papel que expresan la voluntad de dos antagonistas de solucionar un conflicto armado mediante el derecho. Al fin y al cabo, todo lo que allí está escrito debe tener un soporte legal que lo haga viable y el conjunto de reformas que implica su implementación. Así, se elimina la arbitrariedad esencial de las armas, en la cual la fuerza y no la razón es el argumento decisivo, por el sometimiento de las diferencias a un sistema regulado por la ley que por su propia naturaleza es perfectible a través de la política.
El acuerdo final, al ser el punto de encuentro de dos visiones distintas sobre la realidad, tiene unos límites que dejan un mal sabor a las posiciones extremas. Para los nostálgicos de la lucha armada se trataría de una rendición de la guerrilla ante el enemigo de clase; para los defensores a ultranza del modelo represivo se trataría de una claudicación ante el terrorismo. La realidad está en otra parte: en el consenso logrado, cuya consecuencia inmediata es el desmantelamiento del aparato de guerra y la renuncia a utilizar las armas como instrumento de trasformación política.
¿Qué hacer entonces? Habría que insistir que la guerra es la mayor fuente de impunidad por la “producción” diaria de víctimas y crímenes y porque obstruye la posibilidad de una respuesta adecuada en términos de la justicia que investiga y sanciona los delitos. En honor a la verdad, en el acuerdo final hay muchas cuestiones polémicas por su propia naturaleza política y porque no resuelve todos los nudos de la justicia, sobre todo, si se tiene una visión de la justicia como castigo. De ahí que se diga que habrá tragarse algunos sapos.
Sin desestimar las críticas, dándoles el justo valor que tienen, se equivocan quienes argumentan que la única forma de ajustar el acuerdo en los términos que lo denuncian, sería votar por su no aprobación en el Plebiscito. Si el No triunfa, el acuerdo deja de existir, por lo tanto, no habría ningún acuerdo al cual hacerle ajustes. En el fondo de sus argumentos, los que pregonan el No quieren otro acuerdo o ningún acuerdo y no la reforma del que está en discusión.
La paradoja de todo esto y apelando al sentido común (aquí acudo en su ayuda a Spinoza) es que “bajo el gobierno de la razón, buscaremos entre dos bienes el más grande y entre dos males, el menor”. La demostración es contundente: “Un bien que impide gocemos de un bien más grande es en realidad un mal, porque llamamos cosas buenas y malas en tanto las comparamos entre sí; y, por igual motivo, un mal menor es en realidad un bien”.
Concluyendo, diría que debe tomarse en serio el acuerdo final y que la primera consecuencia de ello es aprobarlo el 2 de octubre. El gobierno y las Farc deben honrar la palabra empeñada y el pueblo debe estar a la altura, participar y estar vigilante a los desarrollos del proceso. Sí, ¿por qué no?