Zadie Smith está casada con el también escritor Nick Laird, con quien tiene dos hijos. Foto: Dominique Nabokov.

ENTREVISTA

“Todo es propaganda”: una entrevista con Zadie Smith

Una conversación con la escritora británica Zadie Smith, invitada al Hay Festival de Cartagena.

Sara Malagón Llano*
28 de enero de 2019

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Tendrás que tomarte libertades, tendrás que sentirte libre para escribir como quieras… incluso si es irresponsable
Zadie Smith

Zadie Smith nació en Londres en 1975 de padre inglés y madre jamaiquina. Estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Cambridge, donde publicó sus primeros relatos de ficción. Esas historias, que aparecieron en las ediciones de 1995 a 1997 de The Mays Anthology of Oxford y Cambridge Short Stories, llegaron a Simon Prosser, entonces director editorial de Hamish Hamilton, quien le propuso a Smith que escribiera una novela. Le ofreció un adelanto de 250.000 libras. Smith tenía 21 años.

En 2000 se publicó White Teeth (Dientes blancos), la historia de tres familias que se cruzan y se encuentran en un luminoso y a la vez convulso Londres multicultural y contemporáneo. La novela fue un éxito inmediato y ganó varios premios: el Guardian First Book Award, el Whitbread First Novel Award y el Commonwealth Writers Prize. La crítica llamó a Smith “la siguiente Dickens”, “la siguiente Rushdie”.

Desde entonces, ha escrito mucho. Sus novelas –The Autograph Man On Beauty, NW, Swing Time– y sus dos libros de ensayos –Changing My Mind y Feel Free–, que incluyen decenas de artículos publicados en la prensa anglosajona, rondan las 400 páginas. Dice que tal vez lo más difícil para ella es escribir un libro de cien. Y mientras más escribe, más se aleja del estilo y las preocupaciones que la caracterizaron en su primer libro, el más exitoso de su carrera. Hoy dice no reconocerse en él.

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En su obra, sin embargo, reaparece el tema del origen, de la raza; también una preocupación por mirar la cultura no como una manifestación jerárquica del conocimiento, sino como el mundo en que estamos arrojados, donde todo sucede y todo convive. En ese sentido, la creatividad para Smith tiene forma de red, de constelación, y como escritora ella se ha propuesto establecer conexiones entre sus muy diversas manifestaciones.

Con cada libro, Smith se vuelve más cruda, más incisiva e irónica. La madurez como escritora le ha llegado también con la pregunta por la muerte y por el tiempo. Hablé con ella, sobre todo, de escritura.

Empecemos con Feel Free. Lo que más me interesó es que en esos ensayos, para referirse, por ejemplo, a algo como el Brexit, usted habla primero de las cercas que pusieron para separar el colegio de sus hijos de la calle. Me parece que hay una reivindicación de la experiencia individual; esta ilumina grandes problemas. ¿La intimidad es el punto de partida y de llegada en esos ensayos?

Utilizo una voz íntima en los ensayos, más que en mis novelas, pero creo que la diferencia entre la forma en que me siento acerca de las cosas que nombro y la forma en que creo que mucha gente piensa o se siente frente a ellas está en que no creo que la voz personal sea definitiva. Pienso en Aristóteles. Él dijo que la retórica tiene tres elementos: pathos, logos y ethos; emoción, lógica y moralidad. Cuando escribo, esa tríada tiene que aparecer así, junta. Ahora hay una tendencia, tanto en la ficción como en la no ficción, a decir “yo”, y a pensar que porque me pasó y porque lo sentí, se supone que el lector debe darle cierto peso. Para mí no existe tal peso porque la gente no existe en el papel. Solo el lenguaje existe. Uso lo personal como un dispositivo retórico, pero no lo considero de ninguna manera más poderoso que cualquier otro elemento de la escritura.

Aún así me pareció potente que lo personal tenga tanto protagonismo. Es como si pensara que hablar desde la distancia, desde lo que no afecta nuestros días, no sirviera para interpelar al lector. Pasa también en su ensayo sobre el calentamiento global. ¿La propuesta de abordar un tema íntimamente podría ser una propuesta política?

Lo que trato de hacer en ese ensayo sobre el cambio climático es meterme debajo de los sentimientos ideológicos de la gente y llegar a sus instintos. A menudo siento que nuestros instintos son comunes, compartidos, antes de llegar a nuestras posiciones difíciles y defensivas. Hay sentimientos que se comparten, sentimientos de pérdida. Lo expresamos distinto, pero todos sentimos el pánico. Incluso quienes niegan el cambio climático sienten el pánico de una manera muy simple, freudiana: oprimen aquello a lo que más le temen. Eso me interesa, ese tipo de reacciones inconscientes. Pero no creo que la política deba reducirse a sentimientos individuales.

Zadie Smith da clases de Escritura en la Universidad de Nueva York (NYU). Foto: Editorial Salamandra. 

En varios ensayos usted toma ciertos objetos y los usa como símbolos. ¿Se puede leer la realidad así, simbólicamente?

Me encanta el argumento de que la realidad es una ficción y el trabajo de un escritor es tratar de encontrar la realidad, la “realidad real”. Pero Virginie Despentes dijo algo que me parece más conmovedor: que todo es propaganda. El género es propaganda, la televisión es propaganda, la publicidad es obviamente propaganda y nuestra idea del sentido común sobre el mundo también es propaganda: creemos que porque vemos y sentimos ciertas cosas son naturales. Eso solo es más propaganda. Así que para mí no es una exageración leer la realidad simbólicamente. Está llena, de hecho, de símbolos. Pero lo que en realidad es real es invisible para nosotros. Ciertas categorías en las que ponemos cosas –hombres, mujeres, objetos, personas, sentimientos, historia– son propaganda, un dispositivo de estructuración, como el lenguaje mismo. Por eso aparecen así en los ensayos. Pero si no estuviéramos aquí para observar el mundo, sería un mundo completamente diferente. Así que todo el tiempo estamos leyendo símbolos que son la realidad. Así es como vivimos, a través de estructuras falsas. Lo único que queda es intentar que los símbolos más o menos se acomoden a nuestra experiencia.

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En sus novelas lo simbólico está presente –sobre todo en las primeras– en relación con cierta noción de azar y suerte. Eso va desapareciendo progresivamente. Una visión más mágica del mundo (White Teeth) poco a poco se va convirtiendo en una mucho más descarnada, incluso banal (Swing Time). ¿Cómo ve el tema de la suerte y la fortuna hoy, y qué opina de ese recorrido que señalo en su obra?

Estoy de acuerdo. Hace poco fui a ver un musical de White Teeth en Londres. Los actores eran fantásticos, la producción también, pero la obra me horrorizó por la novela. Es exactamente su confianza en la coincidencia lo que me hizo sentir mal. No es culpa de la obra, estaba lidiando con la mente de una niña de veinte años. Hoy creo en la suerte, considero toda mi vida una suerte en el sentido de haber nacido en 1975 en Londres. Creo en la suerte en términos históricos. Pude haber nacido en 1650 en África occidental y haber sido esclava. Pude haber nacido blanca, de clase trabajadora, en 1512 y correr el riesgo de ser destripada en las calles de Londres por un delito menor. Por lo tanto, la suerte histórica, los accidentes de nacimiento, son increíblemente significativos para mí y tienen una resonancia política. Pero la preocupación por la fortuna ya no me interesa. No puedo relacionarme con la persona que pensó que esas cosas eran significativas. Estaba escribiendo desde la posición de quien realmente cree en la meritocracia británica. Solía creer realmente en eso, y me sería muy difícil creer en eso ahora.

Con respecto al azar, en un ensayo de Feel Free usted dice que no planea mucho sus novelas. ¿Hay algo de azar, ahí sí, en el proceso de escritura?

Absolutamente. No hago planes y creo que todo lo que va apareciendo es interesante. Es difícil de describir, pero escribo muy estructuralmente una vez estoy frente a la página. Escribo y edito, y en ese proceso aparece siempre el azar. Todavía tengo sin duda esa superstición. Muchos músicos, por ejemplo, creen que son el conducto de un poder superior o lo que sea. Yo no lo creo, pero cuando trabajo bien y el cerebro está encendido, cualquier cosa que se me presente es útil. Esta historia es muy banal, pero aquí va: el colegio de mis hijos, una escuela estatal en Nueva York, organiza anualmente una subasta para recaudar fondos, y lo único con lo que alguna vez salí de allí fue el nombre del personaje de una de mis novelas. Cada año tengo ese problema: alguien al azar alza la mano y compra un nombre de mis novelas. Cuando iba por la mitad de Swing Time apareció ahí Fernando Carrapichano. Pensé: “Dios, ¿qué puedo hacer con ese nombre?”. Mi libro estaba ambientado en Londres, Nueva York y África occidental. ¿Qué hacer con él? Lo busqué en Google, descubrí que era portugués. Probablemente un brasileño tendría ese nombre, y yo seguía diciéndome: “¿De qué va este tipo brasileño en la novela?”. Terminó desempeñando un papel vital: el amor. Al final, él es el tipo con quien esperas que la protagonista pueda tener una relación real. Ese es un ejemplo de azar, y también de algún sentido de la oportunidad. Si esa persona no hubiera comprado en la subasta, ni siquiera habría esa línea en la trama.

Desde White Teeth siento que sus narradores miran desde la distancia las tragedias de sus personajes. Al mismo tiempo, no temen ridiculizarlos, verlos con humor. ¿Qué piensa de eso y cómo actúa el humor en su escritura?

El humor es... Es decir, no entendería nada sin él. Hay escritores que no tienen ningún sentido del humor, y son escritores que realmente no puedo leer. Los leo, pero sin placer. Obviamente el mundo es una pesadilla, pero alguien que solo lo vea de la manera más solemne estará siempre tomándose demasiado en serio. En este momento hay de hecho una gran tendencia en Nueva York, la “escritura seria”. Pero yo no sé... A medida que envejezco se potencia el absurdo de las cosas, la tensión de la gente, el sentido. Cada vez que pienso en la muerte, y lo rápido que llega, todo me parece absurdo. Me resulta muy difícil tomar en serio ese tipo de pasiones. Supongo que también pienso en los personajes de esa manera. No es que mi preocupación por ellos no sea sincera, sino que la vida es la muerte a la vuelta de la esquina y muchas cosas parecen tontas cuando se miran desde ahí. También es una forma útil para sortear los peores mecanismos de defensa de las personas: el autoengrandecerse, por ejemplo.

En Swing Time encontramos, por primera vez en su obra, un narrador en primera persona. ¿Por qué la decisión de no escribir en esa voz, y por qué también la decisión de aventurarse a hacerlo en esa novela?

Porque nunca se me había ocurrido. No era una gran lectora de novelas en primera persona y el tipo de mundo que yo intentaba transmitir parecía explícitamente no permitir esa voz. También creo que cuando era joven quería encajar presumiendo, mostrar lo que podía hacer. Hay cierto tipo de escritura, pienso, en que todo se reduce a su esencia, al fundamento. Antes pensaba que era un estilo muy sofisticado, pero terminé descubriendo que lo más importante de esa tendencia es el aforismo. Hay muchos, muchos libros que son una serie de aforismos en primera persona. Esos libros casi anémicos, anoréxicos, están hechos para que el lector piense que el escritor está siendo medido. Pero no es que elija trabajar así, es que no tiene otra opción. Lo hace para disfrazar todas las cosas que no puede hacer. Yo en cambio estaba muy preocupada por mostrar todo lo que podía hacer, y la tercera persona fue parte de esa demostración. Más adelante me interesó la primera persona precisamente por la forma en que me limita, y porque permite pensar en por qué esos límites son interesantes. Tengo malos hábitos, tengo el hábito maximalista. Para algunos escritores el problema es que se sientan y copian cada personaje de partes de sí mismos. Yo tengo el problema opuesto. Tengo el problema de Dickens. Me siento a escribir un cuento corto, de cuatro páginas, y escribo una novela de setecientas. En cierto sentido, la primera persona fue una forma de atarme las manos, de concentrarme. Ahora, sin embargo, estoy leyendo un libro maravilloso de Virginie Despentes. Se llama Vernon Subutex, y es una especie de... Es difícil de describir, es como leer a Victor Hugo, pero sobre caribeños hipsters a finales de los años cuarenta, exdrogadictos, personas geniales. Me recordó la alegría de la tercera persona, como si estuviera poblando un imperio con tanta gente, tantos personajes, todos tan graciosos y absurdos. Me encantaría volver a escribir desde allí porque es natural para mí.

Varios de sus ensayos exploran precisamente el tema del yo en la escritura; el yo literario, escribe en “The I Who Is Not Me”, es una creación. La literatura le ha servido para crear mundos y personajes radicalmente distintos a usted. Al respecto tengo dos preguntas. La primera: ¿qué opina de esta tendencia tan en boga de escribir autoficción?

Déjame contestar eso primero. Me gusta la autoficción, pero detesto su justificación teórica: la falsa idea de que la ficción está muerta, de que nadie puede diferenciarse de la primera persona, que la escritura tiene que ser directa, que la ficción es artificial. Todo eso es mentira. La ficción es un dispositivo retórico como cualquier otro. Y la idea de que la autoficción es más verdadera o más cercana es realmente inútil y muy mala para los escritores jóvenes. La segunda defensa de la autoficción es que no tienes derecho a inventar ningún otro personaje aparte de ti mismo. No puedes estar en el extremo, o en el error. Esa idea tampoco es saludable para la supervivencia de la literatura. No tengo, entonces, ninguna objeción a esa escritura, pero sí a las explicaciones demasiado intelectuales, que tienen un carácter más bien banal. Es tan estúpido que casi no puedo soportar discutirlo, y en todo caso no tengo tiempo para ello. Por mi bien, marqué una línea entre los buenos libros y ese tedioso debate, que luego alimenta las aulas con las que tengo que lidiar, porque enseño y encuentro a esos pobres estudiantes que aman la ficción, pero a quienes les aterroriza porque comienzan a pensar que son representantes elegidos, que solo tienen derecho a emitir un voto. Esa es una idea muy superficial de lo que es escribir, de lo que es una persona, de lo que somos... Simplemente me enferma. Es interesante y deprimente a la vez.

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La segunda pregunta: ¿aunque crea mundos ajenos, qué parte de usted ha traspasado su voluntad y ha terminado en sus novelas? La identidad multirracial, por ejemplo, está en casi todos sus libros y en varios ensayos.

Es curioso. Más joven habría dicho que mi origen mixto no me interesaba, que no era problemático. Supongo que mi inconsciente se siente diferente, porque reaparece una y otra vez. Pero, bueno, es ajeno a mí. Todo es ajeno a mí, todos lo son. No son realmente mi vida. Lo narrado es como una vida de fantasía. ¿Cómo sería tener un trabajo, tener colegas? Enseño, pero no considero que eso sea un trabajo real, en el sentido de que no estoy tratando con el tipo de lucha diaria con la que lidia alguien como Natalie en NW. La gente que está allí todos los días tiene que alinearse con esa obligación. Para mí todo eso... No puedo. Lo digo en serio. Siento que tendría que ser alguien que en realidad no es nadie. Eso es lo que siento de mí misma. No tengo una idea muy fuerte de mí misma, aparte de decidir qué queda en los libros. Estoy en ese punto en que puedo decir que solo soy estos libros. Que soy alguien que escribe libros. Lo he hecho por más tiempo del que no lo he hecho. Pero escribo libros para escapar. En realidad solo estoy buscando escapar de mí misma, salir de mi cabeza. Por eso lo hago.

Aún así, y volviendo al tema de la raza, cuando era joven noté que la forma en que se ha sostenido la discusión –incluso estando destinada a iluminar “al otro”– es problemática porque siempre ha sido orientada hacia ese que no tenía identidad, hacia el blanco. Todos hemos sido construidos en relación con el blanco. Lo primero que traté de hacer cuando me di cuenta de eso fue revertirlo, tratar de explicar la identidad de esa persona sin identidad. También me considero sin identidad, también soy un sujeto, un sujeto existencial del mundo. Y tú eres otro para mí. Ese intento de reversión fue algo increíblemente difícil de hacer. Se necesita ser muy ágil, porque cuando alguien lleva dos mil años sin identidad y se acostumbra tanto a sí... Los demás en cambio la tienen: negro, gay, mujer. Lo que me ha separado a mí de eso es que yo quería tener el privilegio de no tener identidad. Ahora, sin embargo, hemos decidido hacer otra cosa: nuestra venganza. Ahora ningún hombre blanco en Nueva York vive sin pensar: “Soy blanco, soy blanco, soy blanco, soy blanco” . Hemos decidido que eso es lo correcto. Se debe, por supuesto, a Trump, y aunque esa sea una respuesta justa, lo que yo quiero es la libertad existencial, lo que tenían antes esas personas. Ahora lo que estamos diciendo es que sí han tenido una identidad todos estos años. La venganza, de eso se trata. Pero, me pregunto, el ojo por ojo generalmente termina con todo el mundo ciego. Podríamos estar dirigiéndonos hacia eso.

Ya que habla de libertad, volvamos a Feel Free. Esos ensayos exploran varios sentidos de la libertad. ¿Cuáles le importan, y cómo describiría su libertad de escribir?

La libertad es importante para mí, pero al mismo tiempo soy consciente de que todo lo que es significativo en la vida humana es un producto de la cultura, y la cultura tiene que ver con identidades. No creo en su naturaleza esencial; están construidas. El hecho de que estén construidas no es un problema, no las encuentro menos importantes porque no estén en mi sangre. El “negro” cultural no es mi sangre, tal cosa no existe. Pero defiendo la libertad de movimiento, la libertad de no ser acorralada. Necesito poder moverme con fluidez. Lo que es interesante acerca de la identidad, la negritud por ejemplo, es que implican una doble conciencia: eres una persona individual y eres parte de un grupo. Y lo que tenían los blancos era la ausencia de esa segunda parte, como lo decía antes. Su individualidad era primaria. Estar constreñido, entonces, puede ser negativo. Me encanta formar parte de la diáspora, es una parte hermosa de mi vida, no quiero liberarme de ella, pero quiero libertad de movimiento. Quiero poder ir aquí, allá, a todas partes, y que la identidad de grupo sea una adición, no un factor determinante. Un escritor también es así. Quiero que la libertad permita decir cualquier cosa.

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¿Cómo la palabra libertad se opone a algo que usted llama “la ansiedad de escribir” (the anxiety of writing)? ¿Cómo lidia con la presión de haber decidido que la escritura –una actividad que, sobre todo, toma mucho tiempo– es aquello de lo que se vive?

Me fascina la batalla por el presente, pero yo no seré nunca una escritora del presente porque no puedo participar a la velocidad que se necesita. No soy una nativa digital, nunca lo seré y he decidido no serlo. Fue una elección. Pienso en Aristóteles, un modelo muy alto. Y pienso en Montaigne en su pequeña habitación en el ático, escribiendo sus extraños ensayos, mientras que la guerra y la locura estaban por todas partes. Todavía leo a Montaigne y todavía es increíble para mí lo que escribió, y que el tiempo no le importara; no en el sentido de la relevancia. Creo que es un buen modelo a seguir. Admiro a las personas que pueden vivir en el momento presente porque para mí su velocidad es inhumana, pero también la considero fundamentalmente capitalista y mortal. No puedo, simplemente no puedo vivir en ella. A mi edad, 43 años, en lo que más pienso es en la muerte. Las mujeres como yo quieren un iPhone y pasar los próximos quince años, tal vez un tercio de mi tiempo, acurrucadas en esa pantalla. Esa imagen me da ganas de suicidarme. No me importa lo que haya perdido en términos de relevancia. Mi miedo es mucho más grande.

¿Por qué en los ensayos su lector es “ella”?

Porque soy hija de una feminista de tercera generación. Así me crié. Estoy inmersa en todas sus formas, y es “ella” cada vez que es una oración.

*Literata y filósofa. Editora general de ARCADIA.

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