Crédito: FLORA ars+ natura

EL ARTISTA VENEZOLANO ROBERTO OBREGÓN

Una rosa es una rosa

Mientras sus contemporáneos exaltaban en su arte una noción de progreso basada en los recursos naturales que hacían de Venezuela una nación pujante, Obregón rescataba lo orgánico como metáfora de lo humano, de lo perecedero. A la luz de la Venezuela de hoy, un connacional escribe sobre la exposición del artista presentada en FLORA ars+natura.

Tulio Hernández* Bogotá
21 de mayo de 2018

Se llamaba Roberto Obregón. Nació en Barranquilla en 1946, pero creció, estudió, se hizo artista plástico, ganó reconocimiento por ello y murió en Venezuela. Durante un largo periodo, su creación se concentró en las rosas. Las deshojaba. Una por una. Luego numeraba cada pétalo y, como un naturalista celoso, los archivaba en secuencias ordenadas. Al final, copiando los pétalos en acuarelas sobre papel, reproducía las rosas desarmadas. También las retrataba.

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Como había fracasado en el intento de pintar flores, decidió convertirse en un voyeur. Lo conmovía la idea de que cada flor fuese única e irrepetible. Y con esa certeza, trataba cada rosa de modo particular. Un trato, por ejemplo, para la que provenía del jardín de Luisa Richter, una artista alemana radicada en Caracas. Otro, para la que había dejado su amigo, el fotógrafo Luis Salmerón, dentro de un libro antes de morir. Y así. Para recordárnoslo escribía a mano, al pie de cada pieza pictórica, detalles del jardín del que provenía cada flor.

Una mañana tomó una casi cerrada. La puso en un vaso sin agua y comenzó a fotografiarla desde cuando se abrió, en la madrugada, hasta que, ya marchita, dejó de ser rosa. En otra oportunidad retrató, hora tras hora, día tras día, una rosa en otro vaso. Colocó como telón de fondo la postal de un vampiro cinematográfico. En la secuencia exhibida la flor agoniza cuadro a cuadro, mientras se repite. Lo variable y la constante. El nosferatu le roba su energía. La rosa se transforma, se hace materia inerte; el vampiro en cambio es el mismo. Memoria congelada.

De estos actos rituales nos informó el mismo artista por escrito, y en las pocas entrevistas que concedió. Gracias a esos registros, ahora sabemos que las primeras secuencias de pétalos deshojados y numerados que compuso las fue reuniendo en cuadernos escolares. De allí las rescataría para elaborar Disecciones formales (1979-1982), una serie de obras –perturbadoras desde su elemental delicadeza– que hacen parte de Una estética topológica o de los inconmensurables, la retrospectiva expuesta entre marzo y mayo en la fundación FLORA ars+natura, en Bogotá.

Eso es lo que cuenta Ariel Jiménez, el curador que con pasión rigurosa ha tratado de develar las claves ocultas en las creaciones de Obregón en los textos que se publicaron a propósito de la exposición.

la soledad de los inconmensurables

Roberto Obregón no es ubicable en el orden de los artistas plásticos que, a la manera de Jesús Soto y Cruz Diez, Alejandro Otero y Gego, proyectaron con su abstraccionismo geométrico la imagen internacional del arte venezolano de la segunda mitad del siglo xx.

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El artista colombo-venezolano viajaba en otro vagón, en el de los outsiders. El abstraccionismo geométrico venezolano, especialmente el cinetismo, fue un arte vigoroso, moderno en el mejor y más preciso sentido del término, hecho de materiales resistentes, incluyendo los plásticos y el aluminio, que expresaban una mirada optimista del futuro de un país que respiraba riqueza. Fue una corriente visualmente celebratoria del potente maná de los recursos naturales: el petróleo, el gas, el hierro y la electricidad producida por las turbinas monumentales que movían los torrentes acuáticos del Orinoco y el Caroní, los ríos descomunales de la Amazonia venezolana. Fue un arte óptico y cromático que no se proponía cuestionamiento alguno; una propuesta alimentada con la serialidad de lo industrial, donde no hay, o no debía haber, espacio para el error.

La obra de Obregón –que no se limita a la disección y copia de los pétalos de rosas– muestra, en cambio, otra cara: la de una exploración estética que usa como materia prima lo orgánico, aquello que se encuentra en permanente transformación, que por tanto es perecedero y nos recuerda una parte de la experiencia humana hecha devenir y signada por la muerte y lo accidental. Señales de lo imprevisible; de aquello que, aunque quisiéramos ignorar, permanentemente nos acompaña.

Eso es lo que Obregón hace en Masada (1979-2002), otra de las series exhibidas en la muestra bogotana: piezas elaboradas a partir de los retratos, publicados en la prensa, de las víctimas del suicidio masivo ocurrido en la isla de Trinidad, en la década de 1980, bajo la conducción alucinada del pastor Jim Jones. El artista toma las fotos de los periódicos, las calca, las reproduce y desde allí crea un documento plástico donde la muerte, en forma de suicidio colectivo, contiene sus propias explicaciones.

Sucede lo mismo en Niágaras (1979-2002), un conjunto de series de mayor formato que, sin dejar de lado las deconstrucciones de pétalos, escenifica conversaciones imaginarias y aleatorias entre personajes extraídos del universo cultural de Obregón, la cultura popular globalizada y su entorno afectivo y personal: Evita Perón y Porfirio Rubirosa; Marilyn Monroe y Marcel Duchamp; el mismo Obregón y su padre.

De allí los dos términos, lo ‘topológico’ y lo ‘inconmensurable’, que Jiménez acuña en el título y desarrolla conceptualmente en el ensayo que da nombre a la exposición, publicado en el número 2 de los Cuadernos Flora a modo de catálogo de la exposición.

Él usa lo ‘topológico’ para subrayar el carácter “copista” o “mimético” de la creación obregoniana; el hecho de que el autor suele establecer una relación de continuidad entre la obra y el modelo. Por ejemplo, entre el pétalo real y el pétalo calcado. O entre las fotografías de los cadáveres de Masada y la reproducción de sus siluetas en pétalos; o de la sombra de su perfil proyectada en la pared y su reconstrucción en el papel.

Y lo ‘inconmensurable’, un concepto que proviene de la geometría y está asociado al descubrimiento de los números irracionales, para designar aquello (y es Jiménez quien habla) “que no puede ser reducido a una medida común; ese factor, hecho, individuo, cuyas características lo hacen irreductible a las normas”.

Dicho de otra manera, Jiménez se refiere al instante en que el arte reivindica la diversidad y la diferencia, lo aleatorio y lo divergente como componentes de la convivencia humana, que no podemos soslayar sin consecuencias.

Obra Disección real para agua de nieve. A la derecha, Niágara III

¿una rosa es una rosa?

La tesis central que atraviesa la reflexión de Ariel Jiménez es que la estética de Obregón es fundamentalmente antimoderna. Que en sus manos la fría herramienta de la disección, un recurso propio del naturalista, de alguien que perseguiría reconstruir la configuración interna de la flor, deja de ser un instrumento científico y se convierte en un recurso de exploración estética, en una llave mágica que nos abre el camino a lo que se oculta tras la belleza formal de sus obras.

¿Y qué es lo que se oculta? La presencia de lo frágil y lo accidental, del quiebre y la ruptura, de la muerte y el suicidio, de lo aleatorio y lo arbitrario. Es decir, de todo aquello que quedaba fuera del pensamiento moderno y que los nuevos itinerarios intelectuales contemporáneos han comenzado a detectar como una falla. O como grave omisión por su incapacidad para reconocer las diferencias entre los actores sociales, de identificar la diversidad de temporalidades que coexisten en un mismo tiempo y, en el caso venezolano, la ebriedad suscitada por la confianza ciega en una idea de progreso indetenible, en la naturalización de las instituciones: la imagen falsa de una democracia en la invisibilización de las desigualdades. Nadie logró prever la catástrofe que aguardaba aguas abajo, en las profundidades.

Por eso, intentar adivinar una visión premonitoria de la catástrofe venezolana en la obra de Obregón puede interpretarse como una lectura arbitraria. También concluir que estamos solo frente a una casualidad. Si Venezuela hubiese seguido por la senda del progreso, del crecimiento económico infinito, tal vez no estuviésemos interrogándonos con tanta insistencia sobre qué hablan sus rosas deconstruidas, sus testimonios de los grupos humanos suicidas, sus juegos de dialogantes aleatorios.

Sin embargo, hoy la nación petrolera de América, la “cuna del Libertador y país libertario de América”, se ha marchitado. Expulsa a sus hijos que son atendidos, alimentados, vacunados, bañados, en campamentos de refugiados en la frontera con Colombia y en otros países vecinos. Las turbinas del Guri ya no logran hacer encender los bombillos de Maracaibo. Los exiliados políticos deambulan por miles en busca de refugio en España, Colombia, Estados Unidos. La película podría titularse El ocaso de un pueblo.

Y me gusta, nos gusta, creer que Obregón lo vio primero, lo presintió, lo anunció. Como Nelson Garrido en su Parque Central, el rascacielos de Caracas, puesto a sangrar por los cuatro costados. Como las banderas nacionales raídas cubriendo los automóviles convertidos en chatarra en los espacios baldíos de la ciudad que instalaba Juan Loyola. Como la rosa que va muriendo con el vampiro como telón de fondo.

Si el cinetismo paradójicamente fue el peso, Obregón, y otros pesimistas como él, fueron la levedad. En la monumentalidad de Esfera Caracas, la obra de Soto, por ejemplo, ubicada alegóricamente entre la base aérea de donde han partido las tropas de las asonadas militares y La Casona, la residencia presidencial; o, en Cromointerferencia de color aditivo, que cubre el pasillo principal del Aeropuerto Internacional de Maiquetía, convertida en símbolo de la migración actual, se resume una cara de la moneda. En los discretos formatos de Obregón, y en la adolorida memoria, personal y colectiva, de la que son portadoras sus obras, está la otra cara. Las dos complementan nuestro imaginario de un tiempo que se fue.

*

En todo esto pienso atropelladamente, con cierta melancolía, al salir de la Galería Flora, mientras camino junto a mi amigo, el periodista y escritor Boris Muñoz, mi acompañante de visita a la muestra, cuando irónicamente nos encontramos en medio de la avenida Caracas, una de las arterias vitales de esta ciudad.

Yo, venezolano de Bogotá, rompo el silencio y acudo a Gertrude Stein convertida en lugar común: “Una rosa es una rosa es una rosa”. Mientras él, venezolano de Nueva York, me sorprende recitando de memoria a Borges: “En las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’”.

Al final, ambos sabemos que no es la rosa el objeto que esta tarde de abril nos vapulea hasta el silencio. Atrás queda Caracas, la avenida. Un poco más allá, la obra de Obregón.

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