Los desplazados de Tibú (Norte de Santander) hacen fila para recibir atención del Estado. Como éste hay 35 centros de atención en el país y no cesan las filas.

gobierno

La filosofía carimagua

El manejo de tierras en Colombia naufragó en la corrupción. Las nuevas leyes le dan un impulso a la contrarreforma agraria. Fichas de un rompecabezas que encajan perfectamente para legalizar un nuevo y perverso orden de las cosas.

13 de septiembre de 2008

Hace unos cinco años la noticia era que los paramilitares y los narcotraficantes estaban siendo protagonistas de una contrarreforma agraria sin antecedentes en el país. Estaban cambiando el mapa de propiedad de la tierra de una manera dramática.
Pero la noticia ahora es que ya están dadas las condiciones para que esa contrarreforma no tenga reversa. La situación ha llegado a tal punto que la Comisión de Seguimiento a la política pública sobre desplazamiento, liderada por Luis Jorge Garay, prácticamente da un parte de derrota: “Existe la tentación de concluir que la restitución (de tierras) es un imposible en el contexto colombiano actual”.
No hay manera de saber cuántas hectáreas de tierra fueron arrebatadas a los campesinos o se vieron ellos obligados a dejar abandonadas. Pero se puede tener una idea de la dimensión considerando que en Colombia han sido desplazadas 580.000 familias y el 74 por ciento de ellas dejó atrás sus bienes.
Los cálculos van desde los 10 millones de hectáreas abandonadas de las que habla el movimiento de víctimas (lo cual sería el 20 por ciento de tierras en el mercado en Colombia) hasta los tres millones de los que habla la Contraloría. Un punto intermedio es el del Incoder, el instituto del gobierno que se encarga del tema, que estima en cinco millones las hectáreas abandonadas. Y de ellas, sólo se les han devuelto a los desterrados una pírrica cifra de 60.400 hectáreas.
¿Qué es lo que está pasando? ¿Por qué se está legalizando la contrarreforma?
En primer lugar, en las entidades que tienen que ver con el sector ha cundido el caos por muchos años –apenas ahora parece tratar de enderezarse el Incoder– y han llegado a romper récord de casos de corrupción. Lo cual sin duda ha servido como caldo de cultivo para que prosperen los negocios torcidos.
En segundo lugar, las nuevas leyes, que se aprobaron –una en medio de gran polémica (la 1152 de 2007) y la otra muy callada (la 1182 de 2008)–, a pesar de las buenas intenciones que las puedan haber inspirado, facilitan que se perpetúe y se legalice el statu quo ya planteado en términos de despojo de tierras.
Y en tercer lugar está lo que podría llamarse la ‘filosofía carimagua’. Una manera de llamar la política del gobierno para el desarrollo del agro. El nombre viene del escándalo de-satado a principios de año por la destinación que le dio el gobierno a dicho predio.
Por momentos estos tres grandes capítulos del manejo de las tierras en Colombia parecieran fichas de un rompecabezas que, sin querer queriendo, encajan para arropar con la legalidad y la institucionalidad el nuevo orden de cosas. Si se mira en detalle, punto por punto, la radiografía es escandalosa.
En cuanto a la corrupción, el Ministerio de Agricultura acaba de admitir que entre 2004 y 2005 la embarró en la entrega de 50.000 hectáreas. Esto es casi las tres cuartas partes de las 79.000 hectáreas adjudicadas para todo tipo de campesinos entre 2003 y 2006.
El menú de ‘tumbadas’ al Estado es bastante variado: algunos se hicieron pasar por desplazados para recibir tierras (141 personas) y los funcionarios no se tomaron la tarea de revisar si estaban en la base de datos de Acción Social, a otros les dieron tierras a pesar de tener órdenes de captura (25 personas), y a otros funcionarios les dio por entregarles baldíos de la Nación a parientes de políticos de Puerto Wilches, y a personas de Risaralda a las que el senador Habib Merheg les recomendó ir a explorar las tierras del Vichada.
A la hora de comprar las tierras también se han dado casos aberrantes: fincas que no tienen ni una gota de agua (tuvieron que reubicar a 50 familias de desplazados), fincas en las que el 70 por ciento es baldío (es decir, el Estado paga por lo que es de él a un particular), y fincas con terreno minado incluido.
La situación de corrupción en el Incoder llegó a tal punto que abrieron investigación a 154 funcionarios, echaron a los jefes de Córdoba y Valle, y otro jefe más, Carlos Reyes Jiménez, de Cesar, está hoy detenido por vínculos con paramilitares. Los que saben del tema se preguntan: ¿Qué tanto ayudó para que el llamado ‘comandante Barbie’ de las autodefensas se hiciera a miles de hectáreas?
En medio del caos de la administración de las tierras, se abre entonces el segundo gran capítulo de esta historia: el Congreso aprueba dos leyes (la 1152 de julio de 2007 o Estatuto de Desarrollo Rural, y la 1182 de enero de 2008) que si bien pueden estar llenas de muy buenas intenciones, en la práctica se convertirán en un canto a la bandera para los desplazados y en una gran oportunidad para que todo tipo de nuevos dueños de tierras (legales o ilegales) saneen sus predios.
La explicación es compleja. Una tercera parte de las tierras del país no tienen títulos de propiedad sino que está en manos de los llamados ‘poseedores’, personas que por algún motivo no registraron su propiedad. Y ahí caben desde quienes la heredaron o quienes la compraron de buena fe hasta los que se la tomaron por la fuerza. Así pues, quien no ha legalizado su tierra, ahora y gracias a la ley promovida por el senador Enríquez Maya, puede ir donde un juez y en un proceso muy rápido obtiene su título de propiedad.
El detalle que despierta suspicacias está en que pueden hacer uso de este mecanismo quienes han inscrito la posesión en los últimos cinco años, lo cual quiere decir que se abre una puerta para quienes participaron del despojo sobre todo en los años 2001 y 2002, cuando el destierro llegó a su punto más alto.
Hay quienes argumentan, en defensa de estas leyes, que si se llega a demostrar que la tierra fue arrebatada a la fuerza no se titula y el desplazado la recupera. Pero de la teoría a la práctica todo cambia. ¿Cómo se va a enterar el desplazado que están en proceso de titular su tierra a quien lo despojó de ella? ¿Si el desplazado ha perdido vínculo con su pueblo o no puede volver por temor cómo se entera del trámite? ¿Cómo verá el edicto que el juez cuelga unos cuantos días?
Más allá de las leyes, la misma negociación del gobierno con los paramilitares sirvió para legalizar propiedades. Proyectos productivos para los reinsertados se hicieron en fincas de testaferros de Mancuso. Así, la misma tierra que había sido producto del despojo entra al mercado legal de tierras con la bendición del Estado. En ese contexto no parece un simple gesto de generosidad, el que el ministro del Interior de entonces, Sabas Pretelt, dijera que los paramilitares habían ofrecido devolver 100.000 hectáreas de tierra robadas a campesinos y que las destinarían para “la reparación y el trabajo con los reinsertados”.
A este panorama tan desolador, se suma que el gobierno tenía la obligación de construir un ‘registro único de predios abandonados’, por ley, desde 1997, pero pasaron 10 años y poco o nada hizo. La iniciativa es interesante y podría tener un gran impacto. Se trata de que los desplazados digan cuál predio dejaron abandonado para que las autoridades le pongan un sello en el folio de la matrícula inmobiliaria y así nadie lo pueda comprar ni vender.
Pero otra vez, una cosa es la teoría y otra la práctica. Pues, como ya se dijo, muchos de los desplazados no tienen el predio registrado. De tal suerte que les tocaría empezar por dar toda una pelea jurídica, con abogados cuyos honorarios no pueden sufragar, para demostrar que son los legítimos dueños. Lo que sí puede funcionar, y muy bien, son las declaraciones de protección colectivas, que aplica Acción Social. En cerca de 80 zonas, en las cuales el conflicto podría provocar nuevos desplazamientos, se congela el mercado de tierras.
El tercer y último capítulo es el de la ‘filosofía carimagua’. El escándalo que se destapó este año se convirtió en un símbolo. El Ministerio de Agricultura de repente cambió de idea, y 17.000 hectáreas que les iba a dar a desplazados para el ‘megaproyecto de la Orinoquia’, se las ofreció a los empresarios.
Los promotores de esta ‘política’ alegan que se necesitan empresarios con mucha plata para poner a producir las tierras. El propósito del ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, es sembrar tres millones de hectáreas de biocombustibles con proyectos como este.
Los críticos, por su parte, dicen que ha quedado al desnudo el fracaso del gobierno en su política de desplazados y su predilección por los intereses de los grandes capitales. Lo asemejan a un feudalismo del siglo XXI: un ejército de desterrados que suministran mano de obra barata y no tienen contrato directo con el empresario. El malestar se ha notado en varias huelgas, como la de 4.500 cultivadores de palma que terminó en paro cívico en Puerto Wilches, en febrero pasado.
Es toda una paradoja, Colombia que en sus 200 años como República no ha logrado hacer una reforma agraria sostenida en el tiempo, ahora y en poco menos de una década sufre una contrarreforma que puede llegar a afectar el 20 por ciento de sus tierras.
La tierra tiene escrito su significado en el alma de toda nación. La manera como se la trate define en buena parte la identidad de un pueblo. En un futuro se podrá escribir con mayor claridad cómo afectó este capítulo de la historia el destino de Colombia. Por ahora sólo cabe preguntar si un país moderno, en medio de un conflicto que ha vapuleado a más de 2,5 millones de personas, puede tratarlas con tanta indiferencia. n