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Alfonso López Michelsen 1913-2007

Oligarca y revolucionario. Intelectual y frívolo. Cachaco y costeño. Son algunas de las contradicciones que definen a López Michelsen.

Plinio Apuleyo Mendoza
14 de julio de 2007

Único. Es la palabra que mejor podría definirlo. A nadie se parecía en el panorama nacional. A nadie, ni siquiera a su propio padre, otra personalidad relevante del siglo XX en Colombia. Singular también, pero distinta. López Michelsen brilló con luz propia; iluminó su época como López Pumarejo iluminó la suya, pero no de igual manera. Incluso de manera opuesta. 

Aunque en la formación de los dos, en su estilo y hasta en su manera de vestir se advertía un sello british, de british establishment, sin nada de la exuberancia retórica, ni la contundencia de los políticos que florecen en nuestros trópicos, los López eran distintos entre sí. En el retrato suyo que diseñé en Los retos del poder, aun reconociendo este linaje británico en su manera de ser, de sorprender y de vestir, hacía notar tales diferencias entre López Pumarejo y López Michelsen. El primero no admitía dudas. No se extraviaba en sutilezas y refinadas especulaciones. Dejaba caer sobre quien tenía delante sus puntos de vista de una manera segura y displicente. “La cosa no es por ahí”, interrumpía de pronto a su interlocutor para dar una versión original e inesperada sobre cualquier hecho político. Muy joven, escribía Juan Lozano y Lozano, se sentaba en los despachos de los banqueros de Wall Street para solicitarles algún crédito sin impresionarse con el vértigo de sus millones, el humo de sus cigarros, las alfombras o los vestíbulos de mármol. Estaba seguro de sí mismo, seguro del camino que proponía y tomaba, y por ahí llegó al poder. 

Alfonso López Michelsen no hizo suya la insolente seguridad que irradiaba su padre. Tímido, sutil, amigo de teorías, paradojas y desconcertantes reflexiones, apartaba de sus labios la pipa que fumó durante años con un brillo de humor en las pupilas y dejaba caer a veces, como quien no quiere la cosa, una frase traviesa, cargada de intención. Parecía siempre interesado en ir más allá de las palabras de su interlocutor, adivinar sus propósitos recónditos. Era más la actitud de un intelectual que la de un líder acostumbrado a imponerse. Y así, sin tener los rasgos habituales atribuidos en nuestro mundo a un hombre fuerte que anda en busca del poder o está al frente de él, sin renunciar a los relativismos y especulaciones de un profesor, a las preguntas sibilinas, a las reflexiones enigmáticas, al golf y a los chismes telefónicos de las señoras bogotanas, terminó por ser una de las personalidades con más peso e influencia en el país. Un referente inevitable en nuestra vida política.    

 Siempre se ha dicho que un padre de personalidad muy fuerte puede resultar aplastante para sus hijos. ¿Cómo hizo López Michelsen para no ser absorbido o colonizado por la personalidad paterna? Sería un buen tema para un siquiatra. La verdad es que en vez de sufrir el hipnótico deslumbramiento que López Pumarejo producía entre sus amigos –hasta el punto de que éstos copiaban su displicencia, sus corbatines y hasta sus inflexiones de voz–, su hijo, como defensa, deliberada o instintivamente, profundizó en sus diferencias con él. Desde muy joven se convirtió en un ratón de biblioteca, en un devorador de libros capaz de leer a los 12 años los 12 volúmenes de la Historia de los girondinos. De esa pasión libresca le quedó una curiosa capacidad de observación y análisis. López padre se dio muy pronto cuenta de ello. Miraba a su hijo con algo de intriga y respeto. Lo nombró consejero suyo en Palacio. “Esperemos a Alfonso para ver qué opina de esto”, les decía a veces a sus ministros y asesores (entre ellos al propio Alberto Lleras Camargo, entonces su secretario), lo que producía en ellos una glacial crispación. Era explicable. Para ellos, ‘Alfonsito’, como llamaban al hijo del Presidente, era un muchacho flaco, tímido, lleno de teorías sin soporte real. “¿Qué tesis traerá hoy?”, se preguntaban viéndolo llegar al Palacio de la Carrera con un sombrero de alas flojas echado hacia atrás y una gabardina salpicada de lluvia flotándole sobre el cuerpo. “¿Por qué se vestirá como un espantapájaros”?, indagaba otro. Tardaron muchos, muchos años en tomarlo en serio. 

Cinco generaciones de cachacos 

Su temprana cercanía al poder, sus abolengos, su formación y su estrecha relación con las elites sociales bogotanas podrían ser vistos por más de un biógrafo despistado o por cualquiera de nuestros vecinos populistas como un típico representante de la oligarquía colombiana. Y no es estrictamente cierto porque su rumbo político fue muy distinto al de un privilegiado del establecimiento. Al contrario, fue siempre combatido por él. Desde luego, sus abolengos son bien conocidos. Todos tuvieron como centro de sus actividades la capital que se extiende al pie del cerro de Monserrate. Su tatarabuelo, venido de España, fue el sastre del virrey Amar y Borbón. Su bisabuelo, Ambrosio López Medina, líder de los artesanos liberales en la capital que impusieron a gritos la elección de José Hilario López el 7 de marzo de 1849, alguna vez se permitió decir que su insignia no era la flor de lis sino un vaso de chicha. Pero su refinada caligrafía –que tuve oportunidad de observar cuando López Michelsen me enseñó una carta suya– parecía indicar más bien lo contrario. Su abuelo, don Pedro López, fundador del Banco López que luego sería el Banco de la República, fue el primer rico de la familia. Su padre, Alfonso López Pumarejo, nunca llegó a serlo aunque llevase un tren de vida parecido al de sus amigos del Jockey o del Gun Club y tuviese una fastuosa casa en la carrera octava entre calles 13 y 14, con grandes salones bien decorados, grabados de Mesonier y vajillas de Limoges. Si se hubiese dedicado a los negocios, López padre habría podido mantener el patrimonio familiar. Pero su vocación política lo obligó a descuidar sus finanzas personales sin por ello renunciar a su tren de vida. “¿Cómo hacía?”, le pregunté alguna vez a López Michelsen. “Muy sencillo –me contestó él–: hacía lo mismo que el padre tuyo. Vivía saltando matones”.  

 Otra paradoja más: el heredero de cinco generaciones de cachacos tenía un anclaje en la Costa que nunca quiso perder y que explica su buena sintonía con la región, en especial con Valledupar, con sus personajes, con los vallenatos de Rafael Escalona y de sus sucesores. Fue el más costeño de los cachacos puros. Ese anclaje se lo debe a su abuela Rosario Pumarejo. Los nexos con la familia Pumarejo nunca se perdieron, de modo que los Santo Domingo, que tienen las mismas raíces, pueden considerarse y se han considerado siempre parientes de López Michelsen.  

Al diseño tan singular de su personalidad contribuyó una formación exigente y cosmopolita que abarcó colegios de Bogotá, Bruselas, París y Londres; la Universidad del Rosario, y una universidad chilena. Paradoja: fue la formación de un muchacho rico sin serlo. En el Gimnasio Moderno se codeaba con los hijos de las grandes familias bogotanas, las mismas que asistían a las cenas bailables organizadas por su padre, con banqueteros del Jockey de corbatín negro y conjuntos de jazz band, en su casa de la carrera octava. Allí alternaban Bordas, Obregones, Valenzuelas, Umañas, Urrutias, Pardos, Urdanetas, Holguines y otros del mismo linaje; la crema de la crema. De ese mundo saldría López Michelsen a los 15 años para estudiar en Bruselas, París, Londres. Sería el mejor bachiller de los colegios privados de París en 1930. Y algo extraordinario: al regresar a Colombia habría escrito un libro en francés sobre Benjamín Constant. 

La timidez, una forma de seducción 
 
Alguna anécdota que le oí a López Michelsen en París, mientras nos dirigíamos a un restaurante, me hizo pensar que su padre intentaba que la pasión de su hijo por los libros, cuando era todavía adolescente, no lo apartara del mundo, sus vanidades y placeres. Estaba empeñado en que alternara los libros con las muchachas. En Londres, cuando López padre fue nombrado Ministro de la Legación de Colombia, le proponía que invitara a sus secretarias a bailar en el Kit-Cat, un cabaret de moda. Y en París, cuando tenía 16 años, le hizo entablar conversación con la primera prostituta que conoció en su vida. Lo he contado en Los retos del poder.  

Estaba sola, sentada muy cerca de la mesa donde padre e hijo comían. Era joven, atractiva, vestida a la última moda. 

–Dígale a esa señora que se siente con nosotros –le ordenó López padre a López hijo. 

–Papá –le advirtió éste, estrujado por la timidez–, nosotros no conocemos a esa señora ni esa señora nos conoce a nosotros.  

–No importa, invítala y verás que viene. 

Y cuando ella estuvo sentada a su lado, le dio a él otra orden inesperada: 

–Ahora cuéntale que tú eres todavía un pendejo.

Claro que no lo sería por mucho tiempo. Mujeres bonitas lo rodearían siempre atraídas por una personalidad que combinaba humor, elegancia, agudeza y modales de hombre de mundo. Sin dejar de ser tímido, por cierto. Su propia timidez se convirtió en una forma de seducción. Más eficaz que la audacia. Otra paradoja. 

La mayor de todas, sin embargo, es que López Michelsen antes de cumplir sus 40 años no veía para él algún destino político. No tenía el apetito del poder. No era en realidad un político ni aspiraba a serlo. “Lo que me interesaba, en realidad, era el derecho constitucional”, me dijo alguna vez. Eso, los libros, escribir ensayos como La estirpe calvinista de nuestras instituciones, novelas como Los elegidos, dictar cátedras de derecho, oír boleros, jugar al golf, permitirse algún chisme travieso: en suma, una vida tranquila, más cercana a la de un intelectual que a la de un político de plaza y balcón y de recintos del Congreso, una vez elegido. Después de casarse con Cecilia Caballero, en 1938, vivió en una finca de Engativá, sin luz ni teléfono, alumbrada en la noche sólo por velas, con mañanas llenas de pájaros, árboles y flores en torno suyo, donde podía pasar domingos leyendo a Proust o escuchando música y alternando entre semana sus cátedras con su oficina de abogado en la calle 16. Su única participación en política fue la de aceptar que se le incluyera en una lista como candidato al Concejo de Engativá. Resultó elegido sin necesidad de hacer campaña alguna, sin tomar aguardiente en las tiendas y sin llenar sus zapatos de polvo, sólo como una especie de distinción por ser un vecino destacado del municipio. No albergaba sueño alguno de poder. Tal vez se habría reído si algún brujo le hubiese pronosticado entonces su futuro. 

Virajes inesperados
 
Aquella vida apacible resultó quebrada por el segundo gobierno de su padre, en 1942, por obra de las feroces campañas desatadas contra López Pumarejo y su familia por Laureano Gómez. En particular, López Michelsen fue el chivo expiatorio de aquella campaña, la víctima propiciatoria de calumnias difundidas con grandes alardes de prensa en El Siglo y en el Congreso. Llamándolo “el hijo del Ejecutivo”. Laureano Gómez lo acusó de haberse aprovechado de los bienes y fideicomisos de súbditos alemanes para comprar a precio regalado una trilladora de café, la Trilladora Tolima. Un montaje similar se hizo en torno a una sociedad holandesa, la Handel, de cuyos accionistas era representante. Paradoja: quien se tomó el trabajo de hacer una documentada defensa de López Michelsen fue un escritor y periodista liberal que era uno de los mayores críticos del gobierno: Juan Lozano y Lozano. En cambio, los hombres más cercanos al Presidente se opusieron a que su hijo fuera a defenderse en el Congreso, aceptando un renglón efectivo en la lista de Cámara por el Huila. Lo creían vulnerable o realmente culpable de las acusaciones que se le hacían. López Michelsen alcanzó a presentarse en Neiva ante una multitud e iniciar su discurso con una frase que ya tenía un sello muy suyo: “Yo soy el hijo del ejecutivo”. Habría sido el comienzo de su carrera política. Habría mostrado las dotes que el país conocería sólo 20 años después. Pero debió renunciar a esta alternativa. Callar, volver a sus libros, mientras su padre, en 1945, se retiraba melancólicamente del poder, abrumado por aquella oposición sin cuartel y la enfermedad de doña María, su esposa.  

Los años negros que se abatieron sobre el país luego del asesinato de Gaitán, la persecución desatada contra el liberalismo, el incendio de los diarios El Tiempo y El Espectador y demás hechos que ensombrecieron aquella década de violencia, volvieron a cambiar el rumbo de su vida. Igual que su padre, López Michelsen tomó el camino del exilio, pero sin que ello implicara militancia alguna en tareas de resistencia desde el exterior. Después de lo ocurrido, nadie habría dado cinco centavos por su futuro como dirigente político. Tampoco él, pues durante los ocho años vividos en México se convirtió en editor, en novelista, en productor de películas y en hombre de negocios. La paradoja, una vez más, corrió por cuenta de las circunstancias para hacerle asumir o descubrir, al fin, su verdadero destino. Sólo al final de su ostracismo en México (un exilio sin cara de exilio) logró dejarse atrapar por él. 

Si nos dejó sus memorias –ya lo sabremos–, quizás allí se aclaren las razones que lo llevaron a regresar a Colombia como el compañero jefe del MRL y a desafiar al establecimiento bipartidista, mediante su cerrada oposición a los gobiernos del Frente Nacional. Dos vetos pudieron influir en ese viraje. El primero corrió por cuenta del mandatario de entonces, Alberto Lleras Camargo, cuando amigos tanto suyos como de López Michelsen le sugirieron que nombrara a este último embajador de Colombia en México. Lleras se negó. Después de la caída del Partido Liberal que siguió a la renuncia de su padre, el nombre de “Alfonsito” se había convertido en una papa caliente. Es decir, la calumnia colgaba como un veto definitivo sobre su vida no dejándole otra alternativa que la lucha en el terreno que nunca se le había permitido: la política. El otro veto fue suyo y obedecía a su vieja pasión por el derecho constitucional. Fue el que esgrimió en un ensayo contra la alternación de presidentes liberales y conservadores durante 16 años haciendo que los directores del semanario La Calle, Álvaro Uribe Rueda y Felipe Salazar Santos, lo invitaran a compartir la dirección de un movimiento que con el tiempo sería el Movimiento Revolucionario Liberal(MRL). Paradoja: lo veían como un profesor bien documentado, un constitucionalista capaz de darle contextura jurídica a su campaña, y sin saber a qué horas, lo que apareció a su lado fue un líder que acabaría desplazándolos. Alguien ha dicho que la clave de su astucia política cabría en la frase “divide y reinarás”, neutralizando personalidades o ambiciones contrarias a las suyas, enfrentándoles entre sí. 

Paradojas de una vida: el aristócrata convertido en revolucionario; el intelectual de biblioteca, en tribuno de plazas y balcones; el antiguo y elegante contertulio del Jockey Club y del Gun Club, en el autor de lemas tan explosivos como “Pasajeros de la revolución, favor pasar a bordo”. Pero ahí no se detienen las paradojas. El hijo de Alfonso López Pumarejo habría de ser elegido el 30 de junio de 1973 como candidato oficial del Partido Liberal al derrotar a Carlos Lleras y a cuantos se opusieron a él durante dos décadas: amigos de su padre como Alberto Lleras y Darío Echandía; Eduardo Santos, los influyentes diarios El Tiempo y El Espectador. Fue el día más glorioso de toda su vida. Precisamente el día en que cumplía 60 años de edad. 

Amigo de profundidades y de frivolidades; cachaco como nadie y como nadie cercano a la Costa; fabricante de frases que hundían o sacaban a flote a personajes públicos (“Si no es Barco, ¿quién?”); eterno jefe de oposición sin compromisos con nadie hasta los 94 años, es decir, hasta su muerte; más cercano a quienes compartían sus gustos literarios, su pasión por las rancheras, los vallenatos, los boleros, el golf o los chismes que a la fauna política tradicional; con tantos amigos como enemigos (unos y otros los producía en serie), hay un punto en el cual todos estaban y siguen estando de acuerdo. En la aceptación de que como él, como López Michelsen, no habrá nadie. Era único, una personalidad única. Y su ausencia, sin remedio, se hará sentir en Colombia.