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Bomba de tiempo

Desmovilizados convertidos en bandidos, víctimas sin reparación y una contrarreforma agraria en todo el país podrían ser el escenario para 2006.

18 de septiembre de 2005

Después de todo buen festejo viene el guayabo. Cuando todavía suenan los pitos y se lanzan serpentinas para celebrar las últimas desmovilizaciones masivas de paramilitares, ya hay quienes empiezan a sentir los síntomas de una resaca que puede terminar por aguar la fiesta.

Hasta los más escépticos tienen que reconocer que el desarme de 10.587 miembros de las autodefensas en los últimos dos años ha sido una efectiva estrategia para sacarle hombres a la guerra y disminuir los índices de violencia. Ni sumando las desmovilizaciones de las guerrillas del Llano de los 50 y de las guerrillas de la izquierda en los 90, se llega a la mitad de lo que se ha logrado en este gobierno. Y se espera que para diciembre de este año esté desactivada la totalidad de los bloques de las autodefensas, es decir, cerca de 20.000 hombres armados. Y, tal como van las cosas, hasta eso es posible: desmontar un poderoso ejército en 24 meses.

Pero, en medio de esta celebración, ya se empiezan a romper las copas. La noticia de que 38 guerrilleros de las Farc presos en una cárcel de máxima seguridad se acogieron a la Ley de Justicia y Paz, después de estar condenados por delitos como secuestro, extorsión -y hasta uno de ellos vinculado al atentado terrorista al club El Nogal que dejó 36 muertos-, cayó como un baldado de agua fría en la opinión pública. Constatar que estos guerrilleros podrán salir libres en menos de cinco años puso nuevamente el dedo en la llaga sobre la aplicación de esta Ley. Lo que causó indignación frente a los guerrilleros presos es apenas el preludio de lo que puede pasar con los paramilitares en proceso de desarme. Hasta ahora el debate ha girado en torno a la extradición de Mancuso, los años de cárcel que debe pagar Vicente Castaño y la sinceridad del desarme de 'Don Berna'. El futuro de los jefes paramilitares se ha robado la atención y ha enfrentado en el camino al gobierno, las ONG y la comunidad internacional. Pero mientras los reflectores de la prensa y el interés de la opinión están enfocados en los designios de los hombres fuertes de Santa Fe Ralito, hay dos temas que han pasado casi inadvertidos y que son verdaderas bombas de tiempo para el país: la reparación y la reinserción. El primero ayuda a resolver el drama de las víctimas, y el segundo, el futuro de los victimarios.

La semana pasada, el gobierno anunció, por fin, la creación de una Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, al frente de la cual estará el académico Eduardo Pizarro Leongómez, hermano del que fuera máximo líder del M-19, Carlos Pizarro. El desafío de esta comisión, que durará ocho años, es gigantesco. En sus manos tiene la responsabilidad de hacer lo que no han logrado los gobiernos en los últimos 40 años: empezar a reconciliar a los colombianos. Esta comisión, además, tendrá que actuar en una coyuntura histórica y bastante sui generis: cuando el país está en un conflicto con la extrema izquierda armada y en un posconflicto con la extrema derecha armada. Y, en esta disyuntiva, de lo que pase con los paramilitares dependerá en buena medida la resolución del conflicto con las Farc.

El desafío de la reparación

En un país donde sólo en la última década ha habido un millón de desplazados, 23.000 homicidios políticos, 4.000 desapariciones, 20.000 secuestros, y donde el terror y la barbarie han llegado a extremos inconcebibles, cualquier reconciliación pasa por resarcir a las víctimas. Pero ahí empieza el primer problema. ¿Quién es víctima? ¿Es víctima el familiar de un secuestrado? ¿El campesino desplazado por la pobreza que ha generado el conflicto? ¿El joven paramilitar que quiso vengar la muerte de sus padres a manos de las Farc? ¿La viuda de un policía que cayó en combate defendiendo su pueblo? Para la Ley, todos ellos son víctimas, pues la definición que aprobó el Congreso es muy genérica. A esto hay que sumarle el problema de saber cuántas son las víctimas. ¿Se va a definir según un corte histórico? ¿De acuerdo con el tipo de crimen? o ¿Según el grupo armado que apretó el gatillo? La violencia ha cruzado de tal forma la vida nacional, que demasiados colombianos podrían tener esa desconsoladora aspiración. Con este sensible tema, la Comisión tiene su primera encrucijada.

Pero este será sólo el comienzo de un largo y tortuoso camino. Después de la tarea titánica de saber quiénes son las víctimas, la reparación se vuelve un asunto económico. Es decir, establecer cuánto y cómo se les va a pagar para tratar de resarcir su dolor y su sufrimiento. Y ahí el tema se complica. Según el Fiscal General Mario Iguarán, la muerte de un hombre de 35 años, en la que el Estado haya tenido responsabilidad directa o por omisión, le puede costar al erario, en promedio, 800 millones de pesos. Cifra que está muy por debajo de los estándares internacionales. El año pasado, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos le ordenó al Estado pagar seis millones de dólares a los familiares de 19 comerciantes que fueron asesinados por los paramilitares a finales de los años 80. Si un sola masacre asciende a ese millonario monto, ¿de dónde va salir entonces el dinero para reparar a los familiares de las personas que murieron en más de 1.200 masacres en los últimos 20 años?

Los primeros que deberían meterse la mano al dril son los victimarios. Sobre todo aquellos que han amasado fortunas a punta de plomo y coca. Pero hasta ahora no se han visto intenciones por parte de los jefes paramilitares de entregar sus bienes, y muy pocos creen que lo hagan. El otro que tiene una responsabilidad con las víctimas es el Estado. Pero, dada la cantidad de hechos violentos y los montos en cuestión, el lánguido presupuesto del gobierno es menos que insuficiente. Para 2006 se incluyeron para reparación 50.000 millones de pesos en el presupuesto nacional, una cifra irrisoria para la magnitud de la tragedia. Para algunos expertos, la cifra está por encima de los dos billones de pesos. Y aunque el gobierno quiere que algunos de los programas que viene desarrollando a través de la Red de Solidaridad y algunos ministerios sean considerados parte de la reparación, esto será muy difícil a la luz de las normas internacionales.

Frente a las exiguas finanzas del gobierno, muchos tienen cifradas las esperanzas en la cooperación internacional. Pero es mejor bajarse rápido de esa nube. En primer lugar, porque la ley no ha sido bien recibida en algunos círculos de Washington y la Unión Europea. Y en segundo lugar, porque la ayuda internacional suele estar más encaminada al apoyo técnico que a la reparación directa de las víctimas. Es el caso de la AID, agencia que canaliza la ayuda de Estados Unidos, que ya aprobó 600.000 dólares para el funcionamiento de la Comisión de Reparación y Reconciliación, pero no ha podido destinar recursos para las víctimas ni para los desmovilizados, debido a las dudas que algunos senadores han expresado sobre el proceso con los paramilitares.

Finalmente, se ha propuesto canjear parte de la deuda externa por recursos para el posconflicto, pero la ortodoxia de los tecnócratas y la burocracia internacional lo hacen poco viable. Y es muy probable que este tipo de audaces e interesantes propuestas no pase de ser un grito en el desierto.

Otro aspecto fundamental de la reparación es el de la repartición de las tierras, dada la naturaleza rural del conflicto. Y ahí hay otro nudo gordiano. Si es cierto, como dice un estudio de la Contraloría, que seis millones de hectáreas están en manos de los paramilitares, su expropiación y repartición entre las víctimas resolvería gran parte del problema. Pero lo que en el papel parece tan loable, en la realidad es a otro precio. Primero porque los narcos y los paras son los reyes del testaferrato y esta figura se vuelve una arena movediza a la hora de quitarles esos bienes. Hasta ahora, con la extinción de dominio se ha logrado expropiar 110.000 hectáreas y, de esas, sólo se le han entregado a la población 5.000. La concentración acelerada de la tierra en manos de narcos y los paramilitares en los últimos 20 años ha sido tan crítica, que no deja dudas de que el país ha vivido una contrarreforma agraria sin antecedentes. De continuar este proceso, se perpetuaría la violencia en un escenario que evoca a los señores de la guerra en la época medieval.

Pero el drama de las víctimas no sólo se puede ver desde el prisma económico. Cuando un país busca la reconciliación, el terreno de lo simbólico cobra una gran relevancia. No se trata sólo de hacer monumentos a lo largo y ancho del país, y exaltar la ignominia de la guerra para no repetirla. Se trata de entender qué pasó. Y ahí el tema de la verdad se vuelve protagónico. La experiencia de Sudáfrica deja claro que es imprescindible afrontar la verdad para hacer un ejercicio de exorcismo colectivo y empezar de nuevo. Allí, por ejemplo, quienes habían cometido terribles masacres, reconocían ante los familiares de sus víctimas y las cámaras de televisión por qué lo habían hecho y cómo se sentían. En el holocausto del Palacio de Justicia, en cambio, como no se conoce toda la verdad, sus fantasmas reviven cíclicamente.

Es claro que sin verdad no hay reconciliación. La pregunta es: ¿cuál es la dosis de verdad que necesita el país para cerrar el ciclo de violencia con los paramilitares? Algunos expertos creen que el país no está preparado para saber toda la verdad. Consideran que conocer sobre las complicidades de algunos miembros de las elites nacionales y regionales, y de las fuerzas militares, con las autodefensas, le daría un golpe mortal a la legitimidad del Estado, y esta se convertiría en una ventaja estratégica para la guerrilla en su búsqueda por derrocar al régimen. Pero este esclarecimiento, por doloroso que resulte, es vital para que las instituciones se fortalezcan. En ese difícil escenario se tiene que mover la Comisión para encontrar un equilibro justo entre la restauración moral a las víctimas y la posibilidad de voltear la página y escribir una nueva historia.

Una de las tareas de la recién nombrada Comisión de Reparación y Reconciliación colombiana es publicar un documento que cuente cómo nacieron y evolucionaron los grupos armados. Tarea que Pizarro ha equiparado con el documento Nunca Más que hizo el escritor Ernesto Sabato en Argentina después de la dictadura, que contó lo ocurrido durante los años más siniestros de la bota militar. Esta tarea es tan delicada, que el propio vicepresidente, Francisco Santos, dice que el documento, una vez elaborado, debe ser guardado varios años, hasta cuando se acabe la guerrilla, para que no cause más daño del que pretende reparar.

Los avatares de la reinserción

Pero, así como es necesario resarcir a las víctimas, es indispensable desactivar la bomba de tiempo de los victimarios. No se trata sólo de desarmar la tropa de los paramilitares, sino de reintegrarlos a la vida civil. El caso de El Salvador es paradigmático. Después de que todo el mundo celebró con júbilo el fin de la guerra entre el gobierno y la guerrilla del FMLN, rápidamente El Salvador se convirtió en el país más violento del mundo. Es decir, hubo más muertos en el posconflicto que durante la misma guerra. Esto se explica porque los ex combatientes de ambos mandos que no fueron absorbidos por la sociedad y por el sector productivo se dedicaron a lo único que sabían hacer: extorsionar, secuestrar y matar.

Colombia debería mirarse en ese espejo para no cometer los mismos errores. Y, para ello, lo primero que hay que hacer es tener una estrategia integral que cuente con el apoyo del Estado y que interprete las realidades regionales y locales.

A pesar de que en diciembre tendremos 30.000 desmovilizados -incluidos los guerrilleros-, la reinserción no tiene una cabeza política que la dirija. Si bien es cierto que la oficina del Alto Comisionado coordina algunas labores como los proyectos productivos, el Ministerio del Interior se encarga del resto de asuntos como las ayudas humanitarias, la educación y le hace seguimiento al retorno de los excombatientes a sus lugares de origen. Sin embargo, los celos institucionales y las fricciones que existen entre ambas oficinas han impedido que se nombre un Alto Comisionado para la Reinserción, figura en la que el gobierno ha pensado en varias ocasiones sin que se llegue a materializar.

Si hay poca coordinación entre el mismo gobierno nacional, la situación es más complicada aun con los gobiernos locales. En las regiones donde los alcaldes y gobernadores se han involucrado directamente en el tema de la reinserción, esta ha demostrado tener más éxito que en los casos donde ha ocurrido lo contrario. Medellín, que acogió hace dos años a 874 desmovilizados del Bloque Cacique Nutibara y les dio empleo, es considerado el ejemplo más positivo de reinserción. Pero esa es la excepción a la regla. En Bogotá, que es la ciudad más solvente del país, la existencia de más de 60 albergues de desmovilizados puso en vilo la seguridad ciudadana y generó graves conflictos en localidades como Teusaquillo, que terminaron, incluso, con personas heridas. Uno de los catalizadores de esos brotes de violencia en los albergues fue el ocio de los desmovilizados, ya que los proyectos productivos y las alternativas de empleo se han dilatado más de lo esperado. Similar situación se vive en regiones como Córdoba, Urabá, Valle, Casanare y Cúcuta, donde los desmovilizados están llegando por centenas. Actualmente, la mayoría de los ex combatientes está en el limbo, esperando a que se concreten los proyectos productivos, y ya son muchos los casos en los que han terminado delinquiendo nuevamente. Hasta ahora, según cifras del Ministerio del Interior, sólo un 11 por ciento de los desmovilizados de las AUC está trabajando, muchos de ellos en empleos que han conseguido por su propia cuenta como coteros, recicladores, lavando carros o limpiando quebradas.

Se supone que la gran apuesta del gobierno para garantizarles un futuro a los paramilitares que han dejado las armas son los proyectos productivos en el campo. Se trata de empresas asociativas de desmovilizados, desplazados y campesinos, bajo la tutela de un empresario con experiencia que les dé garantía de éxito a estos proyectos donde se invertirán millonarios recursos. Estas empresas son todas agroindustriales y se mueven en renglones de exportación con altísimos niveles de rentabilidad en el mercado internacional como la palma de aceite, los maderables, el cacao y el caucho. Aunque la idea es muy buena, hay muchas dudas en torno a la manera como se está haciendo este proceso.

En las regiones existe temor de que en los proyectos productivos de los desmovilizados se estén colando los capitales ilegítimos y las redes clientelistas de los jefes paramilitares. Y que el statu quo que se pretende cambiar -la hegemonía de los paras- se termine reforzando. Con el riesgo inherente de que estos proyectos, en lugar de representar una oportunidad de desarrollo para las regiones, y de redistribución de la riqueza, terminen por contribuir a una mayor concentración de la tierra y el poder en manos de los ex jefes paramilitares.

El reto del gobierno es evitar que estos proyectos productivos se conviertan en el eslabón legal de la perversa alianza de paramilitarismo y narcotráfico, muy fuerte en esas regiones del país, que le permitiría lavar enormes sumas de dinero.

Los futuros Peligros

Hasta ahora, el fuego cruzado de la guerra y la estela de la muerte se han sentido en el campo, mientras en las ciudades apenas se han conocido algunos coletazos de la cruenta violencia. Sin embargo, en el posconflicto las cosas pueden cambiar radicalmente. Una gran parte de los desmovilizados se está ubicando en las principales ciudades y si la reinserción no avanza por buen camino, se podría estar replicando la amarga experiencia de El Salvador. Es decir, que se multipliquen la criminalidad y la delincuencia común, esta vez, en los centros urbanos. Con el agravante de que en muchas de ellas, como Medellín, están viviendo una etapa de oro en seguridad, con los índices de violencia más bajos de las últimas décadas. Una reinserción mal hecha convertiría los ejércitos que matan en el campo en grupos criminales que matan en la ciudad.

Pero el riesgo de que la reincorporación de estos más de 20.000 paramilitares se haga mal es también altísimo para las regiones. Ya se han sentido los primeros campanazos que advierten los riesgos de seguridad a los que se exponen quienes vivieron en zonas controladas por las autodefensas. Hace un mes hubo una incursión de las Farc en Valencia, Córdoba, que produjo el inmediato desplazamiento de la población. En Urabá ya han ocurrido algunos secuestros, y en regiones como el Catatumbo y Buenaventura es evidente que las Farc intentan copar los territorios abandonados por los paras, antes de que lo haga la fuerza pública. El temor de los ganaderos y de la población en general no es gratuito. Y la respuesta del Estado, lenta e insuficiente.

A este frágil panorama de la seguridad se le suman las voces de advertencia que señalan las implicaciones que tiene la consolidación de una contrarreforma conservadora que profundice la desigualdad en el campo y sirva como caldo de cultivo para que surjan nuevos grupos criminales.

Por eso, el desafío que tiene el país para acabar el paramilitarismo es enorme. No es por aguar la fiesta, pero los esfuerzos hasta ahora realizados parecen ser muy inferiores al reto. Pensar que una Comisión de Reparación y Reconciliación como la creada esta semana puede resolver todos estos problemas es una ilusión, por lo demás muy peligrosa. A pesar de la buena fe de sus miembros, y de sus impecables credenciales morales e intelectuales, la tarea del posconflicto es de tal magnitud, que debe concitar no sólo toda la voluntad del Estado, sino la de la sociedad entera. De lo contrario, la Comisión perderá toda credibilidad, y los colombianos, toda esperanza de que algún día termine esta espiral de violencia.