El duelo requiere del reconocimiento de los demás para poder desarrollarse. | Foto: Pexels

UNIVERSO CRIANZA

Historia de una pérdida

Millones de mujeres pasan por la experiencia de vivir un aborto espontáneo en sus vidas. Es tan común que se calcula que uno de cada cuatro embarazos no llega a término por esa razón. Aun así, su duelo es secreto y silencioso.

Carolina Vegas *
28 de septiembre de 2018

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Creo que la primera vez que pude escuchar el dolor de una mujer que pierde un embarazo deseado, soñado, fue en la voz de Tori Amos. “Está convencida de que puede detener un glaciar. Pero no pudo mantener al bebé con vida. Dudo si hay una mujer en algún lugar allí adentro, aquí, aquí, aquí”, dice su canción Spark. La compuso después de tener más de tres pérdidas, en un momento turbulento, confuso y de profunda tristeza. Como siempre mi querida Tori ha sido una pionera a la hora de hablar, bueno más bien cantar y contar, esas historias, esos temas, de los que se habla pasito. Esas cosas que se discuten en los cuartos de las mujeres, desde tiempos inmemoriales, y que se susurran para que el viento se lleve las palabras y los recuerdos. Es tal el afán de que los demás no se enteren y no comenten, que en la realeza existe la regla de que un embarazo no se puede anunciar antes de que tenga más de 12 semanas de gestación. La razón sencilla es que en esos tres meses es más probable que se presente una pérdida.

¿Pero cuál ha sido el afán histórico por esconder las pérdidas? ¿Por qué tal empeño en querer que las mujeres superen el duelo? Es más, que idealmente no lo tengan. ¿Qué lleva a profesionales médicos, familiares y amigos a querer tratar un aborto espontáneo como una emergencia de salud similar a una apendicitis? Un trauma de esta naturaleza, que en muchos casos es una escisión en la vida de una mujer, no es algo que se pueda esconder bajo el tapete. El duelo requiere del reconocimiento de los demás para poder desarrollarse. ¿Acaso nos importa tan poco la salud mental de las mujeres, como para querer obviar un hecho tan común y tan doloroso?

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“Por lo general quien vive y experimenta la pérdida es la mamá. La mayoría de las pérdidas se dan en el primer trimestre o en las primeras semanas de gestación cuando todavía no hay una evidencia física, externa, del embarazo”, me dijo la doctora Anne Borissow. “Como no lo vimos, no pasó”. Ella, mamá de Sofía, Samantha y Santiago, el hijo que perdió a las 12 semanas de gestación, ha hecho un trabajo emocional extenso para reconocer esa pérdida e para incluirla en su árbol familiar. “A mí me hace falta es que le den ese lugar en la familia. Aunque era un bebé pequeño, me hace falta ese reconocimiento. Yo soy una familia de 5, no una familia de 4. Tengo un hijo que no está con nosotros, pero es mi hijo también”, me asegura.

Y es que el reflejo natural de los demás suele ser evadir la situación. Parece como si existiera un tipo de vergüenza a la hora de decir las palabras: “Lo siento”, en esos casos. ¿Cuántas personas llaman a dar el pésame? ¿Cuántos amigos ofrecen sus oídos para escuchar la historia completa de lo que pasó?

“El médico me dijo: ‘Es como una regla, pero más dura’”, me cuenta mi amiga Pilar, la madre de Salvador y de Carmen o Emilio, aquel deseo que dejó de crecer a las 7 semanas de gestación. “¡Claro que no es un regla! ¡Estás botando un hijo! Es un miniparto”. El dolor de esa experiencia fue el más grande que ella hubiera sentido en sus 42 años de vida. Aquel embarazo, sorpresivo pero profundamente deseado, parecía ser la última oportunidad que tendría de ser madre. La tristeza que se apoderó de Pilar en ese momento fue tan honda, tan profunda, que le rompió el corazón. De manera literal. Al mes de la pérdida, tuvo un infarto que se conoce como síndrome de takotsubo o síndrome del corazón roto. Y ocurrió el primer día que ella debía regresar a trabajar, dictando clases en una universidad, después de pasar un mes entero acostada en su cama con las cortinas cerradas.

Contra todo pronóstico, quedó embarazada de nuevo seis meses después, y su hijo, Salvador, hoy es un pequeño atleta de 3 años que heredó su mirada. “Fue un embarazo muy emocionante pero también lloré mucho, porque tuve miedo todo el tiempo de que mi hijo se fuera a morir. Creo que todas las embarazadas tenemos miedo siempre, pero en el primero yo me sentía invencible”.

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¿Acaso se habría sentido menos invencible de haber conocido más historias de mujeres cuyos embarazos no llegaron a término? Quién sabe. Lo cierto es que a Pilar le sirvió conocer las historias de otras mujeres que habían pasado por la misma experiencia, para procesar su propio duelo. Ella pudo acceder a esas voces por medio de chats en comunidades para madres, donde leía lo que escribían las demás. Fue así que entendió que no estaba sola, que muchas habían sufrido igual que ella.

Yo, que no conozco este dolor porque no lo he vivido, reconozco la necesidad de un cambio de discurso. Además de creer con mis tripas que lo más subversivo que podemos hacer las mujeres es contar nuestras historias, las reales, las que antes se susurraban de oído a oído; también creo que hay un problema fundamental y es el afán de la sociedad por invisibilizar los dolores de las mujeres. Los dolores a todo nivel. Y que en el caso de las pérdidas el doble discurso que se maneja es apabullante. Por un lado se ignora el duelo de una madre por elección que pierde a un hijo deseado. Es acallada por médicos, amigos y familiares que buscan quitarle peso a su sufrimiento con silencio y desdén. Por el otro, ese silencio es directamente proporcional al afán de tantos por pedir a gritos que la vida sea considerada vida desde la concepción. Y al final las únicas que perdemos somos nosotras, porque en cualquier caso no tenemos más valor dentro del discurso que el de ser úteros destinados a cargar un feto. Que cuando se malogra, puede ser reemplazado por otro y ya. O úteros obligados a cargar un feto así este acabe con nuestras vidas, en todo sentido. Pero somos mucho más que úteros.

*Editora de SEMANA y autora de las novelas Un amor líquido y El cuaderno de Isabel (Grijalbo).