OLOR A MI

Un juicio por discriminación busca, en Estados Unidos, que se reconozca categoría de desvalidos a las personas que huelen mal y que sufren de flatulencia.

5 de diciembre de 1994

BEATRICE SHAW no supo que olía mal hasta el día en que se encontró sobre el escritorio de su oficina una columna de periódico en la que un desesperado lector preguntaba qué hacer cuando un compañero de trabajo apesta y nadie se atreve a decírselo. La autora de la columna, Ann Landers, recomendaba colocar sobre el escritorio de la persona maloliente una copia de su respuesta. Alguno de los trabajadores vecinos de Shaw, en la oficina del distrito escolar de San Mateo, en California, siguieron al pie de la letra la recomendación.
Shaw dejó el distrito escolar y consiguió un buen trabajo como secretaria de City Corp Credit Service, donde muy pronto el rancio olor se convirtió en un problema laboral.
Sus jefes decían que el hedor, como de medias sudadas, se sentía a 10 metros de distancia y, en alguna ocasión, produjo vómito a uno de sus compañeros. Después de buscar desesperadamente toda clase de soluciones y de sentirse profundamente humillada, Shaw resolvió ventilar sus angustias en una Corte de San Francisco.
La atribulada secretaria demandó a la compañía por 1.2 millones de dólares en un juicio que ha ganado atención a nivel nacional en Estados Unidos, por cuanto el abogado de la demandante alega que su cliente debe ser tratada con los mismos derechos y consideraciones que se tienen con cualquier minusválido. De prosperar estas pretensiones, los trabajadores que sufren de flatulencia serían también considerados como desvalidos. "La gente no se ha dado cuenta que este es un problema de invalidez porque no lo tienen", sostuvo Shaw. "Este es uno de esos temas de los que la gente se ríe o no habla ".
Pero la pelea no va a ser fácil. Los abogados de la compañía sostienen que el problema de la señora Shaw es simple falta de higiene y que de ninguna manera puede atribuírsele a una enfermedad incurable.


UN PAIS DE QUEJUMBROSOS
Este, y el caso de un cartero en Washington, a quien se le concedió una licencia remunerada e indefinida para faltar al trabajo porque el voluminoso busto de su compañera de oficina no lo dejaba concentrar en su oficio, han revivido la polémica de cómo Estados Unidos se ha convertido en una sociedad de quejumbrosos.
La historia íntima de la lucha de Shaw con sus olores personales ha salido a relucir con lujo de detalles en la disputa legal. Shaw, de 47 años, sufrió un accidente automovilístico en 1967, el cual la llevó a someterse a una extensa cirugía en la garganta. Con la tráquea reconstruida de un tamaño inferior al normal, su voz quedó afectada. Irónicamente City Corp la contactó a través de un programa de contratación de impedidos físicos, pero la empresa no sabía de sus malos olores.
Con el temor de que si se bañaba todos los días quedaba más expuesta a los resfriados, la mujer suspendió varias duchas a la semana. Esta situación se complicó aún más cuando descubrió que era alérgica a los desodorantes fuertes, los cuales le producían tal irritación que no podía mantener sus brazos abajo.
Varios médicos que han sido citados en la controversia sostienen que, aunque el problema de la secretaria es grave, tiene solución. En esos casos los dermatólogos procuran retardar el proceso de descomposición de la piel muerta y prescriben antibióticos para reducir las bacterias que descomponen la piel o recomiendan soluciones de clorhidio, el ingrediente más fuerte en casi todos los desodorantes.
Shaw pasó no sólo por el consultorio de un dermatólogo sino por el de un internista, un siquiatra y un endocrinólogo. Suspendió las comidas picantes, empezó un tratamiento con Prozac para reducir la ansiedad, el cual incrementaba la transpiración; cambiaba cada seis meses de marca de desodorante para evitar volverse inmune al que usaba y se sometía frecuentememente a "chequeos de olor". Además cargaba siempre una muda de ropa y cuando el olor se incrementaba se iba para su casa a bañarse.


ACUSADA DE OLER MAL
Si la mujer siguió o no las recomendaciones médicas es algo que se definirá en el juicio. Lo cierto es que la llegada de Shaw a su oficina se convirtió en un martirio laboral. Para hacer las cosas menos incómodas, la secretaria desarrolló un código de señales que le permitía saber cuándo aparecía la hedentina. Una de las claves consistía en que uno de sus compañeros de trabajo se le acercaba y le decía: "¿Has usado un nuevo desodorante últimamente?" . O su jefe le dejaba una notica con una flor pintada que decía: "Es hora".
Así funcionaron las cosas hasta 1992, cuando fue trasladada a una sección donde se impuso, según ella, la despiadada franqueza de su jefe, quien estaba convencido de que el problema se solucionaba con agua y jabón. El departamento de personal empezó a recibir quejas de los empleados que no resistían la pestilencia. Algunos pasaban frente a la secretaria tapándose las narices. Por lo menos en tres ocasiones, alega la demanda, fue enviada a la casa sin que estuviera oliendo mal. Su rendimiento se afectó y empezó a recibir evaluaciones negativas.
Ahora Shaw sostiene que esas evaluaciones estaban motivadas por sus continuas peticiones de que fuera acomodada en un lugar especial, como cualquier inválido. Esa apreciación es la base de la demanda que la ha puesto en una situación aun más incómoda que la que ha sufrido por sus malos olores. Sentada en el banquillo en una Corte de San Francisco, Shaw ha tenido que responder públicamente qué hace con su ropa sucia, cómo la restriega o qué tipo de desodorantes y jabones usa. Es el precio que se paga para vivir en la cultura del lamento.