UN PARQUE LINEAL
La carrera séptima de Bogotá, se convierte los domingos en el escenario deportivo más concurrido y divertido de la capital.
Una fina capa de nubes cubre la ciudad. La carrera séptima de Bogotá deja de ser una avenida más, los carros dejan de ser sus amos y señores. Por unas horas, los domingos, ciclistas, patinadores, skateboarders, aficionados al aerobismo atletas o simplemente personas que pasean a sus bebés y a sus perros se apoderan de la vía. Desde la calle 82 hasta el hotel Hilton, la calzada occidental de la séptima, 16 kilómetros, se ve bloqueada en las boca-calles por vallas que impiden el paso de los automóviles. Los agentes del DATT vigilan desde los andenes y muchachos vestidos de color naranja, con boína y botas, patrullan en nombre de la Defensa Civil.
Grupos de quinceañeras se preparan para iniciar la ronda de patinaje; algunas bicicletas ya ruedan sobre el pavimento y los vendedores de algodón rosado y dulce prenden sus máquinas y se ubican en las esquinas mientras los vendedores de paletas anuncian con campanas su presencia.
Los escobitas del EDIS barren tranquilamente las calles y arrastran sus canecas de norte a sur, al mismo tiempo que un vendedor de jugosas tajadas de patilla y de piña empuja su carrito en sentido contrario. Son las 8 de la mañana y la ciudad, que apenas comienza a despertar, ya tiene lista su gran avenida para que la gente se adueñe de ella. Por unas horas ese espacio que otros días, a la misma hora, es un infierno de carros que contaminan la atmósfera con sus pitidos y sus vapores, se convierte en un gran parque largo.
Bernardo Gaitán Mahecha, hoy ministro de Justicia, cuando fue alcalde de la capital ensayó algo similar. La ciclovía fue uno de sus proyectos, además del "solobús", las cartas al ciudadano y el control nocturno de bares, tabernas y discotecas. Sin embargo, en aquel entonces el sistema de la ciclovía fracasó rotundamente. No sólo porque las ciclovías se delimitaron en los alrededores del parque El Salitre y los ciclistas preferían los caminitos de los parques a los inmensos basureros del templete Eucarístico, sino porque la fiebre de los patines y el ciclismo no se había hecho masiva. Era otra época. Bogotá estaba un poco de vuelta de la moda hippy, pero sus costumbres "espirituales" estaban aún vigentes y a la gente no le gustaba pasear por ahí. La idea se vio condenada a morir en la soledad de las avenidas dispuestas para el efecto y ante la indiferencia del ciudadano para quien había sido pensada. El mal genio de los choferes que se veían obligados a desviar su ruta no había hecho correr ríos de adrenalina en vano.
Las cosas parecen haber cambiado. Ya nadie recuerda a los hippies y sus estrambóticas vestimentas. Ahora la euforia de la vida sana, heredada en parte de las modas norteamericanas ha entrado por la puerta grande y la "gran vía" de Bogotá. Sin temor y más bien con entusiasmo desbordante, aprovechando las mañanas de sol, los bogotanos se vuelcan a las calles provistos de patines, bicicletas, patinetas y cuanta tabla con ruedas encuentran, enfundados en vistosas sudaderas o en reveladoras minifaldas y pantalonetas. Y como si se tratara de cualquier ciudad cosmopolita se dedican a practicar su deporte favorito, algunas veces al ritmo de músicas anónimas escuchadas en el walkman de rigor.
Así, la ciclovía se ha convertido en una especie de parque lineal, donde miles de bogotanos se dedican no solamente a hacer un poco de ejercicio para tonificar los músculos y mantenerse en forma, sino también a pasear a sus hijos y a sus perros o simplemente a mirar pasar gente, como ocurre en el parque de la Independencia o en el parque Nacional. Un poco de sociología y psicología empiricas no hacen daño y desarrollan la imaginación de los menos activos. Además de atletas que practican marcha o carreras de larga duración y de ciclistas que entrenan sus pantorrillas antes de iniciar el ascenso a La Calera, los viejos amigos se dan cita, eso sí vestidos de atletas, y a paso firme discuten sobre política, recordando los viejos tiempos cuando Bogotá tenía tranvía y la vida, más tranquila, dejaba tiempo para relatar historias. Parejas de novios patinan de la mano, al lado de pequeños que montan en relucientes triciclos y aún de muchachas del servicio que empujan cuidadosamente sillas de ruedas de ancianos y convalecientes.
En el parque de la 60, un camión descapotado sirve de plataforma para que un profesor de educación física dé instrucciones por un altoparlante. Al compás de una guabina, algunos siguen los ejercicios: otros se entrenan para las ya tradicionales caminatas que se organizan con cualquier pretexto.
Bicicletas que se cierran, niños que caen al piso, patinadores diestros que realizan piruetas, carritos de helados y de algodón, bombas, algarabía de jóvenes y viejos... Ese es el nuevo paisaje de la séptima los domingos en Bogotá. Una nueva Bogotá, tal vez más civilizada, más moderna, arrollada por ciertas costumbres que, en esta oportunidad, y con los toques propios del Bogotá de siempre, se basan en una filosofía de la vida sana para una saludable belleza y una vejez feliz. Con los músculos siempre a tono y un relativo control del stress que produce la vida en la ciudad.--