¡Se lo come todo!

Según los expertos, obligar al niño a terminar la comida es el primer paso del adulto glotón y melindroso.

4 de diciembre de 1989

Si Mafalda odia la sopa es por culpa de su mamá. Eso es lo que se deduce de las más recientes investigaciones sobre las preferencias acerca de la comida, según las cuales en los problemas que muchas personas tienen con respecto a la comida hay factores sicológicos ocultos. Y eso explica por qué a la consabida llamada cotidiana "¡A comer!" sigue un coro que indaga "¿Qué es la comida?" .
Los investigadores aseguran que en la formación de los hábitos alimenticios juegan un papel clave algunas de las tácticas empleadas por los padres para obligar a sus hijos a comer, las cuales pueden convertirse en un factor que lleva a los niños a rebelarse y por consiguiente frustrar cualquier intento para que lleven una dieta más sana.
En el primer año de vida el niño regula lo que come de acuerdo con las necesidades nutricionales de su organismo. Pero a los dos años las fuerzas sociales comienzan a influír y eventualmente pueden llevar a preferencias exóticas en materia de alimentación.
Sin darse cuenta, los padres son con frecuencia los causantes. La táctica universal de ofrecer una recompensa si el niño termina la comida del plato, o el consabido "te doy postre si te comes las espinacas", sólo funciona a corto plazo. A largo plazo, lleva a que el niño le tome antipatía a la comida, pues le sugiere que debe haber algo malo en ese alimento. Por otra parte, tal recurso lleva al niño a preferir siempre aquella comida que se ofrece como recompensa. Otra forma en que los adultos distorsionan el sentido infantil de cuánta cantidad de comida pueden consumir, es servirles porciones de adultos, juzgando erróneamente qué tanto debe comer un niño. A los dos años, un pequeño puede quedar satisfecho con dos cucharadas de alverjas y no con una taza. Por eso, es contraproducente obligarlo a que termine la comida sin dejar nada en el plato. En esto, dicen los entendidos, la coerción funciona como un bumerán.
Los especialistas han descubierto que muchas personas adultas con tendencia a la obesidad, y que viven haciendo dietas relámpago, pasan por alto las señales que el organismo envía sobre hambre y saciedad. En general, dicen los expertos, son hijos de padres que utilizaron la coerción para que finalizaran la comida y que fueron muy rigurosos en el horario.
Eso puede llevar a que la persona olvide las señales naturales y atienda a factores externos a la hora de decidir cuándo y qué cantidad comer. Y eso puede crear problemas de peso para toda la vida. Por el contrario, aquellas personas que comen en forma natural, es decir, que lo hacen cuando tienen hambre y dejan de hacerlo una vez se sienten satisfechas, raramente tienen problemas de sobrepeso.
Según el estudio, la presión social tiene un gran efecto en las preferencias acerca de la comida. Por lo general, los niños aceptan los alimentos familiares y rechazan ensayar los que les parecen extraños. Por ello, aceptar el inicial "no quiero" significa que el niño nunca más intentará probar ese alimento. De ahí que sea necesario familiarizarlo desde muy pequeño con toda clase de alimentos.
Mientras muchos piensan que el organismo desarrolla naturalmente la necesidad de comer alimentos nutritivos, lo cierto es que los sentidos del gusto y el olfato no detectan directamente la presencia o ausencia de los nutrientes en los alimentos. En este sentido, sólo la sal y el azúcar se pueden detectar directamente.
En cuanto a preferencias, las cosas parecen funcionar en dirección opuesta, condicionando a las personas a "odiar" ciertos alimentos. Una persona que se enferma después de comer tiende a tomarle antipatía a ese alimento, cualquiera que sea, independientemente de que tenga o no algo que ver con el malestar. Una teoría sostiene que en ello radican muchas de las aversiones que desarrollan los niños hacia ciertos alimentos.
Pero independientemente de la importancia de factores sicológicos, la biología permanece como fuerza dominante en los hábitos alimenticios. En efecto, muchos de los problemas de la dieta moderna derivan de una persistente fuerza de los mecanismos biológicos que alguna vez funcionaron. Por ejemplo, la grasa, el azúcar y la sal son malos para el organismo de la vida civilizada, pero en la evolución fueron benéficos para los seres humanos cuando los nutrientes esenciales eran difíciles de conseguir en la naturaleza.
Los científicos consideran que los modernos sustitutos del azúcar, edulcorantes artificiales, tienen la consecuencia no buscada de aumentar el apetito. Aunque los estudios que lo confirman han sido realizados con ratas de laboratorio, hay quienes estiman que las personas que los utilizan para perder peso, sin darse cuenta tienden a comer más. Probar dulce, aunque sea artificial, lleva al organismo a liberar insulina que, a su turno, lleva a almacenarla en lugar de liberarla en forma de energía.
Otra noticia descorazonadora para quienes hacen dieta es que, en experimentos recientes, se ha mostrado que las personas que se sienten hambrientas paradójicamente tienden a ser melindrosas en asuntos de alimentación prefiriendo comidas con mucho sabor, que por lo general son más altas en grasas y azúcares. Pero, en cuanto a malas noticias sobre dietas, hay más: según una investigación con ratas a las que se sometía a frecuentes dietas y luego se las liberaba, los animales experimentaban descensos en su ritmo metabólico, que a cada suspensión se hacía más lento, lo cual significa que el organismo quema menos calorías. Y es una noticia terrible saber que el organismo no está diseñado para perder peso. Según los investigadores, el organismo trabaja contra la efectividad de las dietas relámpago. Así, las personas que son hacedoras crónicas de dieta aumentan, sin querer, la necesidad de alimentos altos en calorias a medida que disminuyen lo que comen habitualmente. De igual modo, cuando suspenden la dieta tienden a escoger alimentos ricos en calorías que las llevan a recuperar rápidamente el peso perdido.
Lo que queda en claro de las últimas investigaciones es que el gusto por la comida, como la caridad, empieza por casa y que, si no se quiere ser la mamá del "gordo", debe olvidarse de aquello de "¡Se lo come todo!".