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Una tarde llanera en Colombia.

Novela de José Eustasio Rivera

‘La vorágine’: sexta parte

"Antes de la hora en que el sol sanguíneo empenacha las lejanías, fuéles imperioso encender la hoguera, porque entre los bosques la tarde se enluta. Cortaron ramas, y, esparciéndolas sobre el barro, se amontonaron alrededor del anciano Silva a esperar el suplicio de las tinieblas".

José Eustasio Rivera
17 de marzo de 2017

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«Andamos perdidos». Estas dos palabras, tan sencillas y tan comunes, hacen estallar, cuando se pronuncian entre los montes, un pavor que no es comparable ni al «sálvese quien pueda» de las derrotas. Por la mente de quien las escucha pasa la visión de un abismo antropófago, la selva misma, abierta ante el alma como una boca que se engulle los hombres a quienes el hambre y el desaliento le van colocando entre las mandíbulas.

Ni los juramentos, ni las advertencias, ni las lágrimas del rumbero, que prometía corregir la ruta, lograban aplacar a los extraviados. Mesábanse las greñas, retorcíanse las falanges, se mordían los labios, llenos de una espuma sanguinolenta que envenenaba las inculpaciones.

—¡Este viejo es el responsable! ¡Perdió el rumbo por querer largarse para el Vaupés!

—¡Viejo remalo, viejo bandido, nos llevabas con engañifas para vendernos quién sabe dónde!

—¡Sí, sí, criminal! ¡Dios se opuso a tus planes!

Viendo que aquellos locos podían matarlo, el anciano Silva se dio a correr, pero un árbol cómplice lo enlazó por las piernas con un bejuco y lo tiró al suelo. Allí lo amarraron, allí Peggi los exhortaba a volverlo trizas. Entonces fue cuando don Clemente pronunció aquella frase de tanto efecto:

—¿Queréis matarme? ¿Cómo podríais andar sin mí? ¡Yo soy la esperanza!

Los agresores, maquinalmente, se contuvieron.

—¡Sí, sí, es preciso que viva para que nos salve!

—¡Pero sin soltarlo, porque se nos va!

Y aunque no le quitaron las ligaduras, postráronse de rodillas a implorarle la salvación, y le limpiaban los pies con besos y llantos.

—¡No nos desampare!

—¡Regresemos a la barraca!

—¡Si usted nos abandona, moriremos de hambre!

Mientras unos plañían de este jaez, otros halábanlo de la cuerda, suplicando el regreso. Las explicaciones de don Clemente parecían reconciliarlos con la cordura. Tratábase de un percance muy conocido de rumberos y de cazadores y no era razonable perder el ánimo a la primera dificultad, cuando había tantos modos de solucionarla. ¿Para qué lo asustaron? ¿Para qué se pusieron a pensar en el extravío? ¿No los había instruído una y otra vez en la urgencia de desechar esa tentación, que la espesura infunde en el hombre para trastornarlo? Él les aconsejó no mirar los árboles, porque hacen señas, ni escuchar los murmurios, porque dicen cosas, ni pronunciar palabra, porque los ramajes remedan la voz. Lejos de acatar esas instrucciones, entraron en chanzas con la floresta y les vino el embrujamiento, que se transmite como por contagio; y él también, aunque iba adelante, comenzó a sentir el influjo de los malos espíritus, porque la selva principió a movérsele, los árboles le bailaban ante los ojos, los bejuqueros no le dejaban abrir la trocha, las ramas se le escondían bajo el cuchillo y repetidas veces quisieron quitárselo. ¿Quién tenía la culpa?

Y luego, ¿por qué diablos se ponían a gritar? ¿Qué lograban con hacer tiros? ¿Quién sino el tigre correría a buscarlos? ¿Acaso les provocaba su visita? ¡Bien podían esperarla al oscurecer!

Esto los aterró y guardaron silencio. Mas tampoco hubieran podido hacerse entender a más de dos yardas: a fuerza de dar alaridos, la garganta se les cerró, y dolorosamente, hablaban a la sordina, con un jadeo gutural y torpe como el de los gansos.

Antes de la hora en que el sol sanguíneo empenacha las lejanías, fuéles imperioso encender la hoguera, porque entre los bosques la tarde se enluta. Cortaron ramas, y, esparciéndolas sobre el barro, se amontonaron alrededor del anciano Silva a esperar el suplicio de las tinieblas. ¡Oh, la tortura de pasar la noche con hambre, entre el pensar y el bostezar, a sabiendas de que el bostezo ha de intensificarse al día siguiente! ¡Oh, la pesadumbre de sentir sollozos entre las sombras cuando los consuelos saben a muerte! ¡Perdidos! ¡Perdidos! El insomnio les echó encima su tropel de alucinaciones. Sintieron la angustia del indefenso cuando sospecha que alguien lo espía en lo oscuro. Vinieron los ruidos, las voces nocturnas, los pasos medrosos, los silencios impresionantes como un agujero en la eternidad.

Don Clemente, con las manos en la cabeza, estrujaba su pensamiento para que brotara alguna idea lúcida. Sólo el cielo podía indicarle la orientación. ¡Que le dijera de qué lado nace la luz! Eso le bastaría para calcular otro derrotero. Por un claro de la techumbre, semejante a una claraboya, columbró un retazo de éter azul, sobre el cual inscribía su varillaje una rama seca. Esta visión le recordó el mapa. ¡Ver el sol, ver el sol! Allí estaba la clave de su destino. ¡Si hablaran aquellas copas enaltecidas que todas las mañanas lo ven pasar! ¿Por qué los árboles silenciosos han de negarse a decirle al hombre lo que debe hacer para no morir? ¡Y, pensando en Dios, comenzó a rezarle a la selva una plegaria de desagravio!

Treparse por cualquiera de aquellos gigantes era casi imposible: los troncos eran tan gruesos, las ramas tan altas y el vértigo de la altura acechando en las frondas. Si se atreviera Lauro Coutinho, que nervioso dormía abrazándolo por los pies... Quiso llamarlo, pero se contuvo: un ruidillo raro, como de ratones en madera fina, rasguñó la noche... ¡eran los dientes de sus compañeros que roían pepas de tagua!

Don Clemente sintió por ellos tal compasión que resolvió darles el alivio de la mentira.

—¿Qué hay? —le susurraron a media voz, acercándole las caras oscuras.

Y palparon los nudos de la soga que le ciñeron.

—¡Estamos salvados!

Estúpidos de gozo repitieron la misma frase: «¡Salvados! ¡Salvados!». Y, postrándose en tierra, apretaban el lodo con las rodillas, porque el dolor los dejó contritos, y entonaron un gran ronquido de acción de gracias, sin preguntar en qué consistía la salvación. Bastó que otro hombre la prometiera para que todos la proclamaran y bendijeran al salvador.

Don Clemente recibió abrazos, súplicas de perdón, palabras de enmienda. Algunos querían atribuírse el exclusivo mérito del milagro:

—¡Las oraciones de mi madrecita!

—¡Las misas que ofrecí!

—¡El escapulario que llevo puesto!

Mientras tanto, la Muerte debió reírse en la oscuridad.

* * *

Amaneció.

La ansiedad que los sostenía les acentuó en el rostro la mueca trágica. Magros, febricitantes, con los ojos enrojecidos y los pulsos trémulos, se dieron a esperar que saliera el sol. La actitud de aquellos dementes bajo los árboles infundía miedo. Olvidaron el sonreír, y cuando pensaban en la sonrisa, les plegaba la boca un rictus fantástico.

Recelaban del cielo, que no se divisaba por ninguna parte. Lentamente empezó a llover. Nadie dijo nada, pero se miraron y se comprendieron.

Decididos a regresar, moviéronse sobre el rastro del día anterior, por la orilla de una laguna donde las señales desaparecían. Sus huellas en el barro eran pequeños pozos que se inundaban. Sin embargo, el rumbero cogió la pista, gozando del más absoluto silencio como hasta las nueve de la mañana, cuando entraron a unos «chuscales» de plebeya vegetación donde ocurría un fenómeno singular: tropas de conejos y guatines, dóciles o atontados, se les metían por entre las piernas buscando refugio. Momentos después, un grave rumor como de linfas precipitadas se sentía venir por la inmensidad.

—¡Santo Dios! ¡Las tambochas!

Entonces sólo pensaron en huir. Prefirieron las sanguijuelas y se guarecieron en un rebalse, con el agua sobre los hombros.

Desde allí miraron pasar la primera ronda. A semejanza de las cenizas que a lo lejos lanzan las quemas, caían sobre la charca fugitivas tribus de cucarachas y coleópteros, mientras que las márgenes se poblaban de arácnidos y reptiles, obligando a los hombres a sacudir las aguas mefíticas para que no avanzaran en ellas. Un temblor continuo agitaba el suelo, cual si las hojarascas hirvieran solas. Por debajo de troncos y raíces avanzaba el tumulto de la invasión, a tiempo que los árboles se cubrían de una mancha negra, como cáscara movediza, que iba ascendiendo implacablemente a afligir las ramas, a saquear los nidos, a colarse en los agujeros. Alguna comadreja desorbitada, algún lagarto moroso, alguna rata recién parida eran ansiadas presas de aquel ejército, que las descamaba, entre chillidos, con una presteza de ácidos disolventes.

¿Cuánto tiempo duró el martirio de aquellos hombres, sepultados en cieno líquido hasta el mentón, que observaban con ojos pávidos el desfile de un enemigo que pasaba, pasaba y volvía a pasar? ¡Horas horripilantes en que saborearon a sorbo y sorbo las alquitaradas hieles de la tortura! Cuando calcularon que se alejaba la última ronda, pretendieron salir a tierra, pero sus miembros estaban paralizados, sin fuerzas para despegarse del barrizal donde se habían enterrado vivos.

Mas no debían morir allí. Era preciso hacer un esfuerzo. El indio Venancio logró cogerse de algunas matas y comenzó a luchar. Agarróse luego de unos bejucos. Varias tambochas desgaritadas le royeron las manos. Poco a poco sintió ensancharse el molde de fango que lo ceñía. Sus piernas al desligarse de lo profundo produjeron chasquidos sordos. «¡Upa! ¡Otra vez y no desmayar! ¡Animo! ¡Animo!».

Ya salió. En el hoyo vacío burbujeó el agua.

Jadeando, boca arriba, oyó desesperarse a sus compañeros que imploraban ayuda. «¡Déjenme descansar!». Una hora después, valiéndose de palos y maromas, consiguió sacarlos a todos.

Ésta fue la postrera vez que sufrieron juntos. ¿Hacia qué lado quedó la pista? Sentían la cabeza en llamas y el cuerpo rígido. Pedro Fajardo empezó a toser convulsivamente y cayó bañándose en sangre por un vómito de hemoptisis.

Mas no tuvieron lástima del cadáver. Coutinho, el mayor, les aconsejaba no perder tiempo. «Quitarle el cuchillo de la cintura y dejarlo ahí. ¿Quién lo convidó? ¿Para qué se vino si estaba enfermo? No los debía perjudicar». Y en diciendo esto, obligó a su hermano a subir por una copaiba para observar el rumbo del sol.

El desdichado joven, con pedazos de su camisa, hizo una manea para los tobillos. En vano pretendió adherirse al tronco. Lo montaron sobre las espaldas para que se prendiera de más arriba, y repitió el forcejeo titánico, pero la corteza se despegaba y lo hacía deslizarse y recomenzar. Los de abajo lo sostenían apuntalándolo con horquetas y, alucinados por el deseo, como que triplicaban sus estaturas para ayudarlo. Al fin ganó la primera rama. Vientre, brazos, pecho, rodillas, le vertían sangre. «¿Ves algo? ¿Ves algo?», le preguntaban. ¡Y con la cabeza decía que no!

Ya ni se acordaban de hacer silencio para no provocar la selva. Una violencia absurda les pervertía los corazones y les requintaba un furor de náufragos, que no reconoce deudos ni amigos cuando, a puñal, mezquina su bote. Manoteaban hacia la altura al interrogar a Lauro Coutinho. «¿No ves nada? ¡Hay que subir más y fijarse bien!».

Lauro sobre la rama, pegado al tronco, acezaba sin responderles. A tamaña altitud, tenía la apariencia de un mono herido, que anhelaba ocultarse del cazador. «¡Cobarde, hay que subir más!». Y locos de furia lo amenazaban.

Mas, de pronto, el muchacho intentó bajarse. Un gruñido de odio resonó de abajo. Lauro, despavorido, les contestaba: «¡Vienen más tambochas! ¡Vienen más tambo...!».

La última sílaba le quedó magullada entre la garganta, porque el otro Coutinho, con un tiro de carabina que le sacó el alma por el costado, lo hizo descender como una pelota.

El fratricida se quedó viéndolo. «¡Ay, Dios mío, maté a mi hermano, maté a mi hermano!». Y, arrojando el arma se echó a correr. Cada cual corrió sin saber a dónde. Y para siempre se dispersaron.

Noches después los sintió gritar don Clemente Silva, pero temió que lo asesinaran. También había perdido la compasión, también el desierto lo poseía. A veces lo hacía llorar el remordimiento, mas se sinceraba ante su conciencia con sólo pensar en su propia suerte. A pesar de todo, regresó a buscarlos. Halló las calaveras y algunos fémures.

Sin fuego ni fusil, vagó dos meses entre los montes, hecho un idiota, ausente de sus sentidos, animalizado por la floresta, despreciado hasta por la muerte, masticando tallos, cáscaras, hongos, como bestia herbívora con la diferencia de que observaba qué clase de pepas comían los micos para imitarlos.

No obstante, alguna mañana tuvo repentina revelación. Paróse ante una palmera de «cananguche», que, según la leyenda, describe la trayectoria del astro diurno, a la manera del girasol. Nunca había pensado en aquel misterio. Ansiosos minutos estuvo en éxtasis, constatándolo, y creyó observar el alto follaje moviéndose pausadamente, con el ritmo de una cabeza que gastara doce horas justas en inclinarse desde el hombro derecho hasta el contrario. La secreta voz de las cosas le llenó su alma. ¿Sería cierto que esa palmera, encumbrada en aquel destierro como un índice hacia el azul, estaba indicándole la orientación? Verdad o mentira, él lo oyó decir. ¡Y creyó! Lo que necesitaba era una creencia definitiva. Y por el derrotero del vegetal comenzó a perseguir el propio.

Fue así como al poco tiempo encontró la vaguada del río Tiquié. Aquel caño de estrechas curvas parecióle rebalse de estancada ciénaga, y se puso a tirarle hojitas para ver si el agua corría. En esa tarea lo encontraron los Albuquerques, y, casi a la rastra, lo condujeron al barracón.

—¿Quién es ese espantajo que han conseguido en la cacería? —les preguntaron los siringueros.

—Un picure que sólo sabe decir: ¡Coutinho!... ¡Peggi!... ¡Souza Machado!...

De allí, al terminar el año, se les fugaba en una canoa para el Vaupés.

Ahora está aquí, sentado en mi compañía, esperando que raye el alba para que lleguemos a las barracas del Guaracú. Quizás piensa en Yaguanarí, en Yavaraté, en los compañeros extraviados. «No vaya usted a Yaguanarí», me aconseja siempre. Yo, recordando a Alicia y a mi enemigo, exclamo colérico:

—¡Iré, iré, iré!

* * *

Al amanecer suscitóse una discusión en que, por fortuna, no perdí el aplomo. Tratábase de la forma como debíamos demandar la hospitalidad.

Era indudable que la presencia inesperada de cuatro hombres desconocidos provocaría en los tambos serias alarmas. Uno de nosotros debía arriesgarse a explorar el ánimo del empresario, para que los demás, que quedarían en expectativa, con la selva libre, no se expusieran a sufrir irreparable servidumbre. Al fin se convino en que aquella misión me correspondía; pero mis compañeros se negaban resueltamente a dejarme ir armado.

Con esta precaución ofendían mi cordura, y, sin embargo, la acepté de manera tácita. Evidentemente, ciertos actos como que se anticipan a mis ideas: cuando el cerebro manda, ya mis nervios están en acción. Era bueno privarme de cualquier medio que pudiera encender mi agresividad; y todo hombre armado está siempre a dos pasos de la tragedia.

Entregándoles el revólver que tenía al cinto, les repetí mis advertencias:

—Esperadme aquí; si algo grave sucede, escaparé esta misma noche y nos reuniremos para...

Y partí solo, con el día ya entrado, hacia la vivienda del capataz.

Mientras que marchaba con paso azaroso, empezó a tomar cuerpo mi decisión y recordé el proyecto del Catire Mesa: asaltar la barraca, apoderarnos del «tesoro» de don Clemente, coger los víveres que halláramos y huir con el rumbero por entre los bosques, en busca de las cercanas fuentes del río Guainía, apercibidos para descenderlo, sin correr contingencias con el Isana, su tributario.

¿No sería mejor invadir los tambos a plomo y cuchillo? ¿Por qué llegar como pordiosero a pedir amparo? Me detuve indeciso y miré atrás. Mis camaradas, sacando las cabezas por entre las frondas, esperaban alguna orden. En otra situación, les hubiera gritado con ásperas voces: «¡Mentecatos! ¡Para qué dejan venir los perros!».

Porque Martel y Dólar corrían presurosos sobre mi rastro; y en breve instante, desesperándome de inquietud, llevaban por las barracas el anuncio de mi presencia. ¡Imposible retroceder!

Avancé. No creía lo que estaba viendo. ¿Esas pobres ramadas de estilo indígena eran los tan mentados barracones del Guaracú? ¿Esas viles casuchas, amenazadas por el rastrojo, podían ser la sede de un sátrapa, que tenía esclavos y concubinas, señor de los montes y amo de los ríos? Cierto que los caucheros sólo construyen habitaciones ocasionales y mudan su residencia de un caño a otro, conforme a la abundancia del siringal; cierto que el Cayeno, establecido años antes cerca de los raudales del Guaracú, fue moviéndose Isana arriba, sin cambiarle el nombre a la empresa, hasta situarse en el istmo de Papunagua para ejercer dominio sobre el Inírida, en contra de Funes. Pero estas razones no aliviaban mi desencanto ante el mal aspecto de la cauchería.

Uno de los tambos, a paciencia de sus moradores, estaba casi enmallado por andariego bejuco de hojas lanudas y calabacitas amarillentas. En el suelo, espinas de pescado, conchas de armadillo, vasijas de latas carcomidas por el orín. En sucios chinchorros, tendidos sobre un humazo de tizones que ahuyentaba zancudos, se aburrían unas mujeres de fístulas hediondas a yodoformo y pañuelos amarrados en la cabeza. No me sintieron, no se movieron. Parecíame haber llegado a un bosque de leyenda donde dormitaba la Desolación.

Fueron mis cachorros los que disiparon el marasmo: en el caney próximo hicieron chillar a un mico, que amarrado por la cintura, colgábase de un palo al extremo de la correa. La dueña salió. Gentes enfermas aparecieron. Por todas partes chicuelos desnudos y mujeres grávidas.

—¿Usted trajo mañoco para vender?

—Sí. ¿El amo está en casa?

—En aquel caney. Dígale que compre. ¡Estamos con hambre!

—¡Mañoco, hay mañoco! ¡De cualquier modo se lo pagamos!

Y con anticipada salivación saboreaban su propio deseo.

El caney del amo no tenía paredes; tabiques de palma dividían los departamentos. Propiamente carecía de puertas, pero sus huecos se tapaban con planchas de «chusque». Yo no supe en aquel momento a dónde llamar. Por encima de la palmicha que le servía de muro a una alcoba, miré hacia adentro, con sutil sospecha. En una hamaca de floreados flecos fumaba una mujer vestida de encajes. Era la madona Zoraida Ayram. ¡Y me vio fisgándola!

—¡Váquiro! ¡Váquiro! ¡Aquí hay un hombre!

No hallé qué decir. Me acerqué a la puerta inmediata. La madona tenía en la mano un revólver, pequeñito como un juguete. Mis camaradas estarían observando mis movimientos. El entrar sin sombrero en el barracón era señal de que el capataz estaba presente. Más tardé yo en pensarlo que él en salir de la pieza próxima encapsulando la carabina.

—¿Qué quiere «busté»?

—Señor, soy Arturo Cova. Gente de paz.

La madona, como burlándose de sus nervios, dijo con pintoresca pronunciación, reparando en mí, mientras que guardaba el revólver entre el corpiño:

—¡Oh, Alá! ¡Lleven a ese mugroso a la cocina!

El Váquiro repuso extendiéndome su cuadrada mano.

—¡Soy Aquiles Vácares, veterano de Venezuela, «guapo» pal plomo y pa cualquier hombre!

Por lo cual murmuré descubriéndome reverente:

—¡Salud, General!

* * *

El Váquiro ocupó su chinchorro del corredor, con la carabina en las piernas. Ordenóme que me sentara en el banco próximo. Quedéme perplejo, pero expliqué mi indecisión con estas razones:

—General, ¿podría ser posible que yo tome asiento al lado de un jefe? Sus fueros militares me lo prohiben.

—Eso sí es verdá.

El Váquiro era borracho, bizco, gangoso. Sus bigotes, enemigos del beso y la caricia, se le alborotaban, inexpugnables, sobre la boca, en cuyo interior la caja de dientes se movía desajustada. En su mestizo rostro pedía justicia la cicatriz de algún machetazo, desde la oreja hasta la nariz. Por el escote de su franela irrumpía del pecho un reprimido bosque de vello hirsuto, tan ingrato de emanaciones como abundante en sudor termal. Su cinturón de cuero curtido se daba pretensiones de muestrario bélico: cuchillo, puñal, cápsulas, revólver. Vestía pantalones de kaki sucio y calzaba cotizas sueltas, que, al moverse, le palmoteaban bajo los talones.

—¿Cómo hizo busté para adivinar los grados que tengo?

—Un veterano tan eminente debe haber recorrido el escalafón.

—¿El qué?

—El escalafón.

—Dígame: ¿y en Colombia suena mi nombre?

—¿Quién no ha oído nombrar al «valiente Aquiles»?

—Eso sí es verdá.

—¡Paladín homérida!

—Le advierto que no soy de Mérida sino de Coro.

En ese momento, en grupo acezante, aparecieron mis camaradas, desarmados, en la extremidad del corredor. El Váquiro, sospechoso, se mantuvo en pie. Hice una modesta presentación.

—Señor General, éstos son compañeros míos.

Los tres, sin acercarse, murmuraron confusos:

—¡Señor General!... ¡Señor General!

Comprendí que era tiempo de improvisar un discurso lírico para que el Váquiro se calmara. Tergiversé las instrucciones de don Clemente. Pronto adquirió mi lengua un tono irresistible de convicción. Yo mismo me admiraba de mi inventiva, riendo, por dentro, de mi propia solemnidad.

Eramos barraqueros del río Vaupés y residíamos en una zona equidistante de Calamar y de la confluencia del Itilla y el Unilla. Trabajábamos en mañoco, siringa y tagua. Teníamos en Manaos un cliente espléndido, la casa Rosas, en cuyo poder me quedaba un ahorro de unas mil libras, que representaba mi trabajo de penosos meses como productor y comisionista.

Al decir esto, noté que la madona ponía cuidado a mi relato, porque dejó de sonar la hamaca en el cuarto próximo. Este detalle me produjo cierta zozobra y viré de rumbo en mis fantasías.

—Señor General, por desgracia, el Vaupés nos opone raudales pérfidos; y perdimos en un «trambuque», en el correntón de Yavaraté, nuestra cosecha de ahora tres años.

Y repetí intencionalmente:

—En el propio raudal de Yavaraté, contra las raíces de un jacarandá.

La madona asomó a la puerta, llenando con su figura quicio y dintel. Era una hembra adiposa y agigantada, redonda de pechos y de caderas. Ojos claros, piel láctea, gesto vulgar. Con sus vestidos blancos y sus encajes tenía la apariencia de una cascada. Luengo collar de cuentas azules se descolgaba desde su seno, cual una madreselva sobre una cima. Sus brazos, resonantes por las pulseras y desnudos desde los hombros, eran pulposos y satinados como dos cojincillos para el placer, y en la enjoyada mano tenía un tatuaje que representaba dos corazones atravesados por un puñal.

¡Entretanto que miraba, absolví mentalmente tu inexperiencia, desventurado Luciano Silva, y adiviné el desenlace de tu pasión!

—¿Cuáles son los muchachos que conocen el río Vaupés? —preguntó regando en la atmósfera el cálido perfume de su abanico.

—Los cuatro, señora.

—¿Y el afiliado a la casa Rosas? ¿El comisionista?

—Su admirador.

—¿A cómo le ordenaron pagar el caucho?

—El de primera, a un conto de reis. Poco más o menos a trescientos pesos.

—¿No te lo dije, Váquiro, que no se puede pagar a más?

—¡Mire: no le permito apodarme así! Dígame por mi nombre: ¡General Vácares! Aprenda del joven Cova, que sí sabe tratar a los jefes.

—Nada tengo que ver con nombres y títulos. Devuélvame mi plata o páguemela en caucho, a razón de trescientos pesos, menos el flete, porque yo no viajo de balde. ¡Lo demás me importa un comino!

—¡No sea grosera!

—¡Pues entonces no sea tramposo, no sea canalla, ni tal por cual! Sepa que a las damas se les atiende con guante blanco. Aprenda también de este caballero, que me ha dicho «su admirador».

—Calma, mi señora; calma, General.

El sofocado jefe ordenóme con gesto heroico:

—¡Vámonos pa juera, onde no nos vengan a interrumpir!

Al despedirme de la madona hice una profunda reverencia.

* * *

—Y como le decía, la casa Rosas me ordenó que en lo sucesivo esquiváramos el Vaupés y por Caño Grande descendiéramos al Inírida, hacia San Fernando del Atabajo, donde podíamos consignarle al Gobernador los productos que consiguiéramos, pues era agente suyo y tenía el encargo de remitírselos, por el Orinoco, a la isla de Trinidad.

—¡Chicos! ¿Y no sabían que a Pulido lo asesinaron?

—General, vivimos en el limbo de los desiertos...

—Pues lo descuartizaron, por robarle lo que tenía y por coger la Gobernación.

—¡El coronel Funes!...

—¡Qué coronel! ¡Está degradado! ¡Escupa ese nombre! ¡Cuidao con volverlo a mentar aquí!

Y por darme ejemplo, dejó caer ancha saliva y la refregó con los calcañales.

—Señor General, yo fui precavido: le hice saber a la casa Rosas que en ningún caso respondería por los accidentes que la nueva ruta ocasionara; y, aprobada esta base, dejamos nuestras barracas hace ya dos meses, cargados de mañoco, sarrapia y goma. ¡Pero el Inírida es tan envidioso como el Vaupés, y al llegar a la boca del Papunagua perdimos todo! ¡Hemos venido por entre el monte, en el colmo de la miseria, a pedir amparo!

—¿Y qué será lo que busté quiere?

—Que me tripulen una canoa para enviar un correo a Manaos, a llevar el aviso de la catástrofe y a traer dinero, sea de la caja de nuestro cliente, sea de mi cuenta; y que nos den posada a los cuatro náufragos hasta que regrese tal expedición.

—¡No tenemos marina..., estamos escasísimos de mañoco!

—Déme usted un boga conocedor y el mulato Correa se irá con él. Pagaremos lo que se nos pida. Los jefes no conocen dificultades.

—¡Eso sí es verdá!

La madona, que oía este diálogo, me llamó aparte:

—Caballero, yo le podría vender un boga que es mío.

—¡No interrumpa busté! ¡Déjenos conversar!

—¿Es que acaso no es mío el rumbero Silva? ¿No les probé que era el picure del personal de Yaguanarí? ¿No saben que Pezil no me lo pagó?

—Señora, si usted desea... Si el General no me lo prohibe...

—¡Qué General! ¡Éste no es el que manda sino el Cayeno! Éste es un pobre diablo que fanfarronea de administrador.

—¡No sea deslenguada! ¡Le voy a probar que sí tengo mando: joven, puede contar con la embarcación!

—¡Gracias! ¡Gracias! En cuanto al boga, si la señora me vende el picure, si me acepta un giro sobre Manaos...

—¿Y qué me da en prenda mientras lo pagan?

—Nuestras personas.

—¡Oh, no! ¡Eso no! ¡Alá!

—No me sorprende la desconfianza. Es verdad que nuestras figuras nos contradicen la solvencia: descalzos, astrosos, necesitados. Sólo aspiro a poner en manos de ustedes cuanto poseemos. Escojan el personal que ha de realizar la comisión. Lo indispensable es que salga pronto con nuestras cartas y tenga cuidado con los valores y mercancías que solicitamos y que ustedes mismos recibirán: drogas, vituallas, y especialmente algunos licores, porque conviene alegrar la vida en este desierto.

—Eso sí es verdá.

Cuando la madona, pensativa, nos dejó solos, le rogué al jefe:

—¡Júreme, General, que contaremos con su valía!

—Joven, poco me gusta jurar en cruz, porque soy ateo. ¡Mi religión es la de la espada!

Y llevando la diestra al cinto, como garantía de su juramento, murmuró solemne:

—¡Dios y Federación!

* * *

Al atardecer la madona reapareció. Por frente a la ramada que nos destinó el Váquiro, me hizo el honor de pasear su tedio, cubierta con un velo de gasa nívea que la defendía de los «jejenes».

Junto al fogón ocioso bostezábamos en silencio, esperando a los pescadores que fueron al río a conseguir la cena. Franco vació mañoco del bolsillo y lo comíamos a puñados, cuando reparamos en la mujer. Al verla, volví la cara a otro lugar, con el sombrero sobre la frente, avergonzado de la miseria en que me hallaba.

—¿Me está mirando?

—Mucho, pero aparenta disimular.

—¿Se fue?

—Les está haciendo cariños a los perros.

—Déjate de observarla porque se acerca.

—¡Ya viene! ¡Ya viene!

Levanté el rostro para afrontarla, y la vi venir hollando las yerbas, blanca, entre la penumbra semilunar. Pasó junto a mí, saludándome con la mano, y envolvió este reproche en una sonrisa:

—¡Caramba! Estamos esquivos. ¡No hay como tener saldo en la casa Rosas!

Mudo, la vi alejarse hacia su caney, cuando Franco me sacudió:

—¿Oíste? Ya está intrigada por el dinero. ¡Hay que conquistarla inmediatamente!

—¡Sí! A ver si vuelve a decirme «mugroso». ¡Caerá! ¡Caerá! ¡El desprecio de una mujer no tiene perdón! ¡Mugroso! Esta noche lavaremos nuestros vestidos y los secaremos a la candela. Mañana...

La turca extendió en el patio su silla portátil y se reclinó bajo los luceros a respirar fragancias del monte. Aquella actitud no tenía más fin que el de fascinarme, aquellos ojos dirigidos a las alturas querían que los contemplara, aquel pensamiento que fingía vagar en la noche estaba conspirando contra mi reposo. ¡Otra vez, como en las ciudades, la hembra bestial y calculadora, sedienta de provechos, me vendía su tentación!

Observándola de reojo, comencé a sentir la agresividad que precede a los desafíos. ¡Mujer singular, mujer ambiciosa, mujer varonil! Por los ríos más solitarios, por las correntadas más peligrosas, atrevía su batelón en busca de los caucheros, para cambiarles por baratijas la goma robada, exponiéndose a las violencias de toda suerte, a la traición de sus propios bogas, al fusil de los salteadores, deseosa de acumular centavo a centavo la fortuna con que soñaba, ayudándose con su cuerpo cuando el buen éxito del negocio lo requería. Por hechizar a los hombres selváticos ataviábase con grande esmero, y al desembarcar en los barracones, limpia, olorosa, confiaba la defensa de sus haberes a su prometedora sensualidad.

¡Cuántas noches como ésta, en desiertos desconocidos, armaría su catre sobre las arenas todavía calientes, desilusionada de sus esfuerzos, ansiosa de llorar, huérfana de amparo y protección. Tras el día sofocante, cuyo sol retuesta la piel y enrojece los ojos con doble llama al quebrarse en la onda fluvial, la sospecha nocturna de que los bogas van a disgusto y han concebido algún plan siniestro; tras el suplicio de los mosquitos, el tormento de los zancudos, la cena mezquina, el rezongo del temporal, la borrasca encendida y vertiginosa! ¡Y aparentar confianza en los marineros que quieren robarse la embarcación, y relevarlos en la guardia, y aguantarles refunfuños y malos modos, para que al alba continúe el viaje, hacia el raudal que prohibe el paso, hacia las lagunas donde el gomero prometió entregar un kilo de goma, hacia los ranchos de los deudores que nunca pagan y que se ocultan al divisar la nave tardía!

Así, continuando el éxodo repetido, al monótono chapoteo de los canaletes, debió de medir la inmensa distancia que hay entre la miseria y el oro espléndido. Sentada sobre los fardos, en la proa del batelón, al abrigo de su paraguas, repasaría en la mente sus cuentas, confrontando deudas e ingresos, viendo impaciente cómo pasaba un año tras otro sin dejarle en las manos valiosa dádiva, igual a esos ríos que donde confluyen sólo arrojan espumas en el arenal. Quejosa de la suerte, agravaría su decepción al pensar en tantas mujeres nacidas en la abundancia, en el lujo, en la ociosidad, que juegan con su virtud por tener en qué distraerse, y que aunque la pierdan siguen con honra, porque el dinero es otra virtud. Y ella, uncida al yugo de la pobreza, luchando a brazo partido para comprar el descanso de la vejez, y volver a su tierra, que le negó todos los placeres, menos el de quererla, el de recordarla. Quizás tendría madre a quien mantener, hermanos que educar, deudas sagradas que redimir. Y por eso la forzaría la necesidad a pulir su rostro, ataviar su cuerpo, refinar su labia, para que los artículos adquirieran categoría; los cobros, provecho; las ofertas, solicitud.

Esto pensaba yo con juicio romántico, desposeído de encono, viéndola ingeniarse por adquirir imperio sobre mi ser. ¿Ambicionaba mi oro o mi juventud? Bien podía escoger lo que le placiera. En aquel momento sentía por ella la solidaridad de los desgraciados. Su alma, endurecida por el comercio, debía pagar tributo a la pesadumbre y a la ilusión, aunque sus ambiciones fueran siempre vulgares. Quizás, como yo, del amor humano sólo conocería la pasión sexual, que no deja lágrimas sino tedio. ¿Alguien habría rendido su corazón? Pareció no acordarse de Lucianito cuando, al mencionar al Yavaraté, hice veladamente la evocación de la sepultura. Acaso otros pesares constituirían el patrimonio de su dolor, pero era seguro que su maciza femineidad no vivía insensible a las sugestiones espirituales: sus grandes ojos denuncian a ratos una congoja sentimental, que parece contagiada por la tristeza de los ríos que ha recorrido, por el recuerdo de los paisajes que no ha vuelto a ver.

Lentamente, dentro del perímetro de los ranchos, empezó a flotar una melodía semirreligiosa, leve como el humo de los turíbulos. Tuve la impresión de que una flauta estaba dialogando con las estrellas. Luego me pareció que la noche era más azul y que un coro de monjas cantaba en el seno de las montañas, con acento adelgazado por los follajes, desde inconcebibles lejanías. Era que la madona Zoraida Ayram tocaba sobre sus muslos un acordeón.

Aquella música de secreto y de intimidad daba motivo a evocaciones y a saudades. Cada cual comenzó a sentir en su corazón que lo interrogaba una voz conocida. Varias mujeres con sus chicuelos vinieron a acurrucarse junto a la tañedora. Paz, misterio, melancolía. Elevado en pos del arpegio, el espíritu se desligaba de la materia y emprendía fabulosos viajes, mientras el cuerpo se quedaba inmóvil, como los vegetales circunvecinos.

Mi psiquis de poeta, que traduce el idioma de los sonidos, entendió lo que aquella música les iba diciendo a los circunstantes. Hizo a los caucheros una promesa de redención, realizable desde la fecha en que alguna mano (ojalá fuera la mía) esbozara el cuadro de sus miserias y dirigiera la compasión de los pueblos hacia las florestas aterradoras; consoló a las mujeres esclavizadas, recordándoles que sus hijos han de ver la aurora de la libertad que ellas nunca miraron, e individualmente nos trajo a todos el don de encariñarnos con nuestras penas por medio del suspiro y de la ensoñación.

En breves minutos volví a vivir mis años pretéritos, como espectador de mi propia vida. ¡Cuántos antecedentes indicadores de mi futuro! ¡Mis riñas de niño, mi pubertad agreste y voluntariosa, mi juventud sin halagos ni amor! ¿Y quién me conmovía en aquel momento hasta ablandarme a la mansedumbre y desear tenderles los brazos, en un ímpetu de perdón, a mis enemigos?

¡Tal milagro lo realizaba una melodía casi pueril! ¡Indudablemente, la madona Zoraida Ayram era extraordinaria! Intenté quererla, como a todas, por sugestión. ¡La bendije, la idealicé! Y recordando las circunstancias que me rodeaban, lloré por ser pobre, por andar mal vestido, por el sino de la tragedia que me persigue.

* * *

Franco fue a despertarme por la mañana y encontró el chinchorro vacío. Corrió luego al caño donde yo cumplía mi ablución matinal y me dio esta noticia despampanante:

—¡Vístete ligero, que la madona va a proponerte una transacción!

—¡Mis ropas están húmedas todavía!

—¿Qué importa? ¡Hay que aprovechar! Ella salió del baño al amanecer, y ya nos hizo un presente regio: galletas, café, dos potes de atún. Quiere hablar contigo, ahora que estamos solos, pues el Váquiro se marchó desde temprano a vigilar a los siringueros y sólo volverá de tardecita.

—¿Y qué quiere decirme?

—Que la prefieras en el negocio. Que si pides dinero para comprar caucho, le tomes al Cayeno todo el que tenga en estos depósitos, a ver si él le paga lo que le está debiendo. ¡Aprisa, vamos!

La madona, en el patio, conversaba animadamente con el Mulato y el Catire, mostrándoles los encajes y los dedos, cual si quisiera instarlos a desmayarse de admiración.

—Es un muestrario andante, —advirtióme Franco— nos propone que le compremos telas, sortijas, joyas, semejantes a las que usa o de mejor laya. Dice que llegó sola en una curiara, tripulada por tres naturales, y que dejó su lancha en el caserío de San Felipe, en pleno Río Negro, porque el alto Isana es intransitable. ¿Pero dónde tiene la mercancía que nos ofrece? Podría yo jurar que su batelón está escondido en alguna ciénaga, por temor de que puedan desvalijarlo, y que gentes adictas la esperan allí.

Al calor de la siesta, resolví presentármele a la mujer en su propia alcoba, sin anunciarme, repensando un discurso preparado y con cierta emoción que aumentaba mi palidez. La sorprendí aspirando su cigarrillo en boquilla de ámbar, tendida en la hamaca soporosa, un pie sobre el otro, y el ruedo de la falda barriendo el suelo en tardo compás. Al verme, logró sentarse, con fingido disgusto de mi imprudencia, ajustóse la blusa desabrochada, y, observándome, enmudeció.

Entonces, con ilusoria teatralidad, que, por cierto, fue muy sincera, murmuré bajando los ojos:

—No repares, señora, en mis pies descalzos, ni en mis remiendos, ni en mi figura; mi porte es la triste máscara de mi espíritu, mas por mi pecho pasan todas las sendas para el amor.

Me bastó una mirada de la madona para comprender mi equivocación. Tampoco entendía la necesidad de mi rendimiento, cuando hubiera podido darle a mi ánima, ansiosa de un afecto cualquiera, las orientaciones definitivas; tampoco supo velarse con el espíritu para hacerme olvidar la hembra ante la mujer.

Disgustado por mi ridículo, me senté a su lado, decidido a vengarme de mi estupidez, y tendiéndole el brazo sobre los hombros la doblé contra mí, bruscamente, y mis dedos tenaces le quedaron impresos en la piel. Arreglándose las peinetas, protestó anhelante:

—¡Estos colombianos son atrevidos!

—¡Sí, pero en empresas de mucha monta!

—¡Quieto! ¡Quieto! ¡Déjame reposar!

—¡Eres insensible como tus cabellos!

—¡Oh! ¡Alá!

—Te besé la cabeza y no sentiste.

—¡Para qué!

—¡Cual si hubiera besado tu inteligencia!

—¡Oh, sí!

Durante un momento quedóse inmóvil, menos pudorosa que alarmada, sin mirarme ni protestar. De repente, se puso en pie.

—¡Caballero, no me pellizque! ¡Está equivocado!

—¡Nunca se equivoca mi corazón!

Y diciendo esto, le mordí la mejilla, una sola vez, porque en mis dientes quedó un saborcillo de vaselina y polvos de arroz. La madona, estrechándome contra su seno, prorrumpió llorosa:

—¡Ángel mío, prefiéreme en el negocio! ¡Prefiéreme!

¡Lo demás fue cuenta mía!

* * *

Hasta diez chiquillos panzudos me cercaron con sus totumas, gimoteando un ruego enseñado por sus mamás, quienes en corrillo famélico los instigaban desde otro caney, ayudándoles con los ojos en la súplica mendicante:

—¡Mañoco, ay, mañoco!

Entonces, la madona Zoraida Ayram, con su mano usurera y blanca, que aún tenía la agitación de las últimas sensaciones, quiso demostrar su munificencia y obtener mi aplauso: ejerciendo derechos de ama de casa, franqueó la despensa a los pedigüeños y les ordenó colmar sus vasijas hasta saciarse. Abalanzáronse los muchachos sobre el mapire, como chisgas sobre el trigal, cuando, de súbito, una vieja envidiosa los alarmó con estas palabras:

—¡Uiií! ¡Güipas! ¡El viejo!

Y la turba despavorida desbandóse con tal precipitación que algunos cayeron derramando el afrecho precioso, pese a lo cual, los más listos recogieron del suelo varios puñados y lleváronlos a la boca con tierra y todo.

El «espanto» de aquellos párvulos era el rumbero Clemente Silva, que, habiendo ido a pescar, regresaba con las redes ineficaces. Grave recelo sienten ante el anciano, con quien los asustan desde que salen de la lactancia, enseñándoles que, cuando crezcan, va a extraviarlos en el centro de los rebalses, bajo siringales oscurecidos, donde la selva habrá de tragárselos.

La arisca timidez de los indiecitos crece al influjo de grotescas supersticiones. Para ellos el amo es un ser sobrenatural, amigo del «maguare», es decir, el diablo, y por eso los montes le prestan ayuda y los ríos le guardan los secretos de sus violencias. Ahí está la isla del «Purgatorio», en donde han visto perecer, por mandato del capataz, a los caucheros desobedientes, a las indias ladronas, a los niños díscolos, amarrados a la intemperie en total desnudez, para que los zancudos y los murciélagos los ajusticien. Semejante castigo amedrenta a los pequeñuelos, y antes de cumplir cinco años de edad salen a los cauchales, en la cuadrilla de las mujeres, y con miedo al patrón, que los obliga a picar los troncos, y con miedo a la selva, que debe odiarlos por su crueldad. Siempre anda con ellos algún hachero que les derriba determinado número de árboles, y es de verse, entonces, cómo, en el suelo, torturan al vegetal, hiriéndole ramas y raíces con clavos y puyas, hasta extraerle la postrera gota de jugo.

—¿Qué opina usted, don Clemente, de estos rapaces?

—Que en mí le tienen miedo a su porvenir.

—Pero usted es hombre de buen agüero. Compare nuestros temores de hace dos días con la tranquilidad de que gozamos.

Así dije; y pensando en nuestra pronta separación, nos arrepentimos íntimamente de haber hablado, y enmudecimos, procurando que nuestros ojos no se encontraran.

—¿Hoy ha conferenciado con mis compañeros?

—Como amanecimos pescando, estarán durmiendo la siesta.

—¡Vamos a verlos!

Y cuando pasamos ante un caney, cercano al río, vi un grupo de niñas de ocho a trece años, sentadas en el suelo, en círculo triste. Vestían todas chingues mugrientos, terciados en forma de banda y suspendidos por sobre el hombro con un cordón, de suerte que les quedaban pecho y brazo desnudos. Una espulgaba a su compañera, que se le había dormido sobre las rodillas; otras preparaban un cigarrillo en una corteza de «tabarí», fina como papel; ésta, de cuando en cuando, mordía con displicencia un caimito lechoso; aquélla, de ojos estúpidos y greñas alborotadas, distraía el hambre de una criatura que le pataleaba en las piernas, metiéndole el meñique entre la boquita, a falta del pezón ya exhausto. ¡Nunca veré otro grupo de más infinita desolación!

—Don Clemente, ¿qué se quedan haciendo estas indiecitas mientras tornan sus padres a la barraca?

—Éstas son las queridas de nuestros amos, se las cambiaron a sus parientes por sal, por telas y cachivaches o las arrancaron de sus bohíos como impuesto de esclavitud. Ellas casi no han conocido la serena inocencia que la infancia respira, ni tuvieron otro juguete que el pesado tarro de cargar agua o el hermanito sobre el cuadril. ¡Cuán impuro fue el holocausto de su trágica doncellez! Antes de los diez años, son compelidas al lecho, como a un suplicio; y descaderadas por sus patronos, crecen entecas, taciturnas, ¡hasta que un día sufren el espanto de sentirse madres, sin comprender la maternidad!

Mientras íbamos caminando, estremecidos de indignación, observé un semitecho de «mirití», sostenido por dos horcones, de los cuales pendía un chinchorro misérrimo, donde descansaba un sujeto joven de cutis ceroso y aspecto extático. Sus ojos debían tener alguna lesión porque los velaba con dos trapillos amarrados sobre la frente.

—¿Cómo se llama aquel individuo que se tapó la cara con la cobija, como disgustado por mi presencia?

—Un paisano nuestro. Es el solitario Esteban Ramírez, que tiene la vista a medio perder.

Entonces, acercándome al chinchorro y descubriéndole la cabeza, le dije con voz tenue y emocionada:

—¡Hola, Ramiro Estévanez! ¿Crees que no te conozco?

Un singular afecto me ligó siempre a Ramiro Estévanez. Hubiera querido ser su hermano menor. Ningún otro amigo logró inspirarme aquella confianza que, manteniéndose dignamente sobre la esfera de lo trivial, tiene elevado imperio en el corazón y en la inteligencia.

Siempre nos veíamos, nunca nos tuteábamos. Él era magnánimo; impulsivo, yo. Él, optimista; yo, desolado. Él, virtuoso y platónico; yo, mundano y sensual. No obstante, nos acercó la desemejanza, y, sin desviar innatas inclinaciones, nos completábamos en el espíritu, poniendo yo la imaginación, él la filosofía. También, aunque distanciados por las costumbres, nos influimos por el contraste. Pretendía mantenerse incólume ante la seducción de mis aventuras, pero al censurármelas lo inundaba cierta curiosidad, una especie de regocijo pecaminoso por los desvíos de que lo hizo incapaz su temperamento, sin dejar de reconocerles vital atractivo a las tentaciones. Creo que, por encima de sus consejos, más de una vez hubiera cambiado su temperancia por mis locuras. De tal suerte llegué a habituarme a comparar nuestros pareceres, que ya en todos mis actos me preocupaba una reflexión: ¿Qué pensará de esto, mi amigo mental?

Amaba de la vida cuanto era noble: el hogar, la patria, la fe, el trabajo, todo lo digno y lo laudable. Arca de sus parientes, vivía circunscripto a su obligación, reservándose para sí los serenos goces espirituales y conquistando de la pobreza el lujo real de ser generoso. Viajó, se instruyó, comparó civilizaciones, comprendió a hombres y mujeres, y por todo aquello, adquirió después una sonrisilla sardónica, que tomaba relieve cuando ponía en sus juicios la pimienta del análisis y en sus charlas la coquetería de la paradoja.

Antaño, apenas supe que galanteaba a cierta beldad de categoría, quise preguntarle si era posible que un joven pobre pensara compartir con otra persona el pan escaso que conseguía para sus padres. Nada le traté a fondo porque me interrumpió con frase justa: «¿No me queda derecho ni a la ilusión?».

Y la loca ilusión lo llevó al desastre. Tornóse melancólico, reservado, y acabó por negarme su intimidad. Con todo, algún día le dije por indagarlo: «Quiera el destino reservarle mi corazón a cualquier mujer cuya parentela no se crea superior, por ningún motivo, a mi gente». Y me replicó: «Yo también he pensado en ello. ¿Pero qué hacer? ¡En esa doncella se detuvo mi aspiración!».

Al poco tiempo de su fracaso sentimental no lo volví a ver. Supe que había emigrado a no sé dónde, y que la fortuna le fue risueña, según lo predicaban, tácitamente, las relativas comodidades de su familia. Y ahora lo encontraba en las barracas de Guaracú, hambreado, inútil, usando otro nombre y con una venda sobre los párpados.

Gran desconcierto me produjo su pesadumbre, y, por compasiva delicadeza, no me atreví a inquirir detalle ninguno de su suerte. En vano esperé a que iniciara la confidencia. El tal Ramiro estaba cambiado; ni un apretón, ni una palabra cordial, ni un gesto de regocijo por nuestro encuentro, por todo ese pasado que en mí renacía y en el cual poseíamos partes iguales. En represalia, adopté un mutismo glacial. Después, por mortificarlo, le dije secamente:

—¡Se casó! Sí, ¿sabías que se casó?

Al influjo de esta noticia resucitó para mi amistad un Ramiro Estevánez desconocido, porque en vez del suave filósofo apareció un hombre mordaz y amargo, que veía la vida tal como es por ciertos aspectos. Asiéndome de la mano interrogó:

—¿Y será verdadera esposa, o sólo concubina de su marido?

—¿Quién lo podrá decir?

—Claro que ella posee virtudes para ser la esposa ideal de que nos habla el Evangelio; pero unida a un hombre que no la pervirtiera y «encanallara». Entiendo que el suyo es uno de tantos como conozco, viudos de mancebía, momentáneos, desertores de los burdeles, que se casan por vanidad o por interés, hasta por adquirir hembra de alcurnia a beneplácito de la sociedad. Pero pronto la depravan y la relegan, o en el santuario del hogar la convierten en meretriz, pues su ardor marital ya no prospera sino reviviendo prácticas de prostíbulo.

—¿Y eso qué importa? Con tal de llevar apellido ilustre que se cotice en el gran mundo...

—¡Bendito sea Dios, porque aún existe la candidez!

Esta frase me hizo la impresión de un alfilerazo en mi epidermis de hombre corrido. Y me di a acechar el momento de probarle a Estévanez que yo también entendía de mordacidad; pero la ocasión no se presentaba y él expuso:

—A propósito de apellidos, recuerdo cierta anécdota de un ministro, de quien fui escribiente. ¡Qué ministro tan popular! ¡Qué despacho tan visitado! Pronto me di cuenta de un fenómeno paradójico: los aspirantes salían sin gangas, pero rebosaban de orgullo prócer. Una vez penetraron en la oficina dos caballeros de punta en blanco, elegantes de oficio, profesores de simpatía en garitos y salones. El ministro, al tenderles la mano, puso atención a sus apellidos.

“—Yo soy Zárraga —dijo uno.

»—Yo soy Cómbita —murmuró el otro.

»—¡Ah, sí! ¡Ah, sí! ¡Cuánto honor, cuánto gusto! ¡Ustedes son descendientes de los Zárragas y de los Cómbitas!

”Y cuando salieron, le pregunté a mi augusto jefe:

»—¿Quiénes son los antepasados de estos señorones, cuya prosapia arrancó a usted un elogio tan espontáneo?

»—¿Elogio? ¡Qué sé yo! ¡Mi pleitesía fue de simple lógica: si el uno es Cómbita y el otro es Zárraga, sus respectivos padres llevarán esos apellidos! ¡Nada más!».

Porque Ramiro no advirtiera que su talento provocaba mi admiración, aparenté displicencia ante sus palabras. Quise tratarlo como a pupilo, desconociéndolo como a mentor, para demostrarle que los trabajos y decepciones me dieron más ciencia que los preceptores de filosofismo, y que las asperezas de mi carácter eran más a propósito para la lucha que la prudencia débil, la mansedumbre utópica y la bondad inane. Ahí estaban los resultados de tan grande axioma: entre él y yo, el vencido era él. Retrasado de las pasiones, fracasado de su ideal, sentiría el deseo de ser combativo, para vengarse, para imponerse, para redimirse, para ser hombre contra los hombres y rebelde contra su destino. Viéndolo inerme, inepto, desventurado, le esbocé con cierta insolencia mi situación para deslumbrarlo con mi audacia:

—Hola, ¿no me preguntas qué vientos me empujan por estas selvas?

—La energía sobrante, la búsqueda de El Dorado, el atavismo de algún abuelo conquistador...

—¡Me robé una mujer y me la robaron! ¡Vengo a matar al que la tenga!

—Mal te cuadra el penacho rojo de Lucifer.

—¿Pero no crees acaso en mi decisión?

—¿Y la tal mujer merece la pena? Si es como la madona Zoraida Ayram...

—¿Sabes algo?

—Me pareció que entrabas en su caney...

—¿De modo que tus ojos no están perdidos?

—Todavía no. Fue una incuria mía, mientras fumigaba un bolón de goma. Prendí fuego, y, al taparlo con el embudo que se habilita de chimenea, una rama rebelde que chirriaba quemándose me lanzó al rostro un chorro de humo.

—¡Qué horror! ¡Como si se tratara de una venganza contra tus ojos!

—¡En castigo de lo que vieron!

* * *

Esta frase fue para mí una revelación; Ramiro era el hombre que, según don Clemente Silva, presenció las tragedias de San Fernando del Atabapo y solía relatar que Funes enterraba la gente viva. Él había visto cosas extraordinarias en el pillaje y la crueldad, y yo ardía por conocer detalles de esa crónica pavorosa.

Hasta por ese aspecto Ramiro Estévanez resultaba interesantísimo; y como, al parecer, reaccionaba contra el divorcio de nuestra fraterna intimidad, fuese amenguando en mi corazón el resentimiento y empezamos a hacer el canje de nuestras desdichas, refiriéndolas a grandes rasgos. Aquel día no cambiamos palabra sobre la tiranía del coronel Funes, porque Ramiro no cesaba de hacerme el inventario de sus cuitas, como urgido de protección. Lo que más me dolió de cuanto contaba fueron las inauditas humillaciones a que dio en someterlo un capataz a quien llamaban el Argentino, por decirse oriundo de aquel país. Este hombre, odioso, intrigante y adulador, les impuso a los siringueros el tormento del hambre, estableciendo la práctica insostenible de pagar con mañoco la leche del caucho, a razón de puñado por litro. Había llegado a las barracas del Guaracú con unos prófugos del río Vestuario, y, queriendo vendérselos al Cayeno, convirtióse en explotador de sus propios amigos, forzándolos con el foete a trabajos agobiadores, para demostrar la pujanza física de los cuitados y exigir por ellos óptimo precio. Gerenciaba también el zarzo de las mujeres, premiando con sus cuerpos avejentados la abyección de ciertos peones y a fuerza de mala índole ganóse el ánimo del Cayeno, hasta posponer al Váquiro mismo, que lo odiaba y reñía.

En el preciso instante que relataba Ramiro Estévanez tan torpes abusos, principió a llegar a los tambos la desolada fila de caucheros, con los tarros de goma líquida y las ramas verdes del árbol «massaranduba», que prefieren para fumigar porque produce humo denso. Mientras unos guindaban sus chinchorros para tenderse a sudar la fiebre o a lamentarse del beriberi que los hinchaba, otros prendían fuego, y las mujeres amamantaban a sus criaturas, que no les daban tiempo para quitarse de la cabeza las tinajas rebosantes de jugo.

Llegó con ellos y con el Váquiro un individuo que usaba abrigo impermeable y esgrimía en los dedos un latiguillo de balatá. Hizo limpiar una gran vasija y se puso a medir con una totuma la leche que cada gomero presentaba atortolándolos con insultos, con amenazas y reclamos, y mermándoles el mañoco a que tenían derecho para cenar.

—Mira —exclamó temblando Ramiro—. ¡Mi hombre es aquel sujeto del impermeable!

—¡Cómo! ¿Ése que me observa por bajo el ala del sombrero? ¡No hay tal argentino. Ése es el famoso «Petardo Lesmes», popularísimo en Bogotá!

Al sentirse objeto de mi atención, multiplicaba las reprensiones y trajinaba de aquí y de allí, como para que yo quedara lelo ante sus portentosas actividades de hombre de empresa y me diera cuenta de lo difícil que me sería contentar al futuro patrón. Dándoselas de afanoso y ocupadísimo, marchó hacia mí, fingiendo escribir, mientras caminaba, en una libreta, para tener pretexto de atropellarme.

—Amigo, ¿el nombre de usted? ¿Los informes de su cuadrilla?

Picado por la insolencia del fantoche, volví la cara hacia los caucheros y respondí por soflamarlo:

—Soy de la cuadrilla de los «pepitos». Los envidiosos que me conocieron en Bogotá me apodaron el «Petardo Lesmes», aunque hace tiempo que no les pido nada, pese a los desembolsos que ocasiona la sociedad. Preferiría empeñar mi argolla de compromiso en cubículos y trastiendas, aun a riesgo de que lo supiera mi prometida, con tal de ser munífico, cual lo requiere mi posición social. Ocupé mis ratos de estudio en dirigir anónimos a mis primas contra sus pretendientes que no eran ricos o que no eran «chic». Alegré corrillos de esquinas señalando con dedo cínico a las mujeres que desfilaban, calumniándolas en mil formas, para acreditar mi cartel de perdonavírgenes. Fui cajero de la Junta de Crédito Distrital, por llamamiento unánime de sus miembros. Los cien mil dólares del alcance no salieron todos en mi maleta: me dieron únicamente el quince por ciento. Acepté la designación con previo acuerdo de firmar recibo por un caudal que ya no existía. Palabra dada, palabra sagrada. Al principio tuve vagos escrúpulos de inexperto, pero la Junta me decidió. Recordóme el ejemplo de tanto «pisco» que saquea con impunidad habilitaciones, bancos, pagadurías, sin menoscabar su buena reputación. Fulano de tal falsificó cheques: Zutano adulteró cuentas y depósitos, Perencejo se puso por la derecha un sueldo adecuado a su categoría de novio elegante, en lo cual procedió muy bien, pues no es justo ni humano trajinar con talegas y mazos de billetones, padeciendo necesidades, con el suplicio de Tántalo día por día, y ser como el asno que marcha hambriento llevando la cebada sobre su lomo. Vine por aquí mientras olvidan el desfalco; tornaré presto, diciendo que andaba por Nueva York, y llegaré vestido a la moda, con abrigo de pieles y zapatos de caña blanca, a frecuentar mis relaciones, mis amistades, y a obtener otro empleo fructuoso. ¡Éstos son los informes de mi cuadrilla!

Así terminé, remirando a Estévenez y feliz de haber encontrado ocasión de exhibir mi mordacidad. El Petardo Lesmes, sin inmutarse, me argumentó:

—¡Mis tías y mis hermanas pagarán todo!

—¿Con qué, con qué? Ustedes son pobres, hijos de ricos. Dividida la herencia, nos igualamos.

—¿Arturo Cova igualarse a mí? ¿Cómo, de qué manera?

—¡De ésta! —Y rapándole el látigo, le crucé el rostro.

El Petardo salió corriendo, entre el ruido del impermeable, gritando que le prestaran una carabina. ¡Y no me mató!

El Váquiro, la madona y mis compañeros acudieron a contenerme. Entonces un cauchero corpulentísimo sonrió cuadrándose:

—Eso sí que no sería con yo. ¡Si usté me hubiera tocao la cara, uno de los dos estaría en el suelo!

Varios del corrillo que nos rodeaba le replicaron:

—¡No se meta de guapetón, acuérdese del Chispita, que en el Putumayo le echaba rejo!

—¡Sí, pero onde lo vea, le corto las manos!

* * *

—Franco, ¿qué te dice Ramiro Estévanez, qué se murmura en los barracones?

—Ramiro se entusiasma por tu ardentía y se apoca ante tu imprudencia. Los gomeros aplauden la humillación del Petardo Lesmes, pero en todos veo cierta inquietud, el presentimiento de alguna cosa sensacional. Yo mismo empiezo a sentir una desconfianza preocupadora. Ayudado por el Catire, he procurado cumplir tus órdenes respecto de la insurrección; pero nadie quiere meterse en sublevaciones, desconfían de nuestros planes y de ti mismo. Suponen que los quieres acaudillar para esclavizarlos cuando pase el golpe o venderlos después. Temo haberles hablado a los delatores. El Petardo Lesmes partió esta mañana en exploración y quería llevarse como rumbero a Clemente Silva. Gracias a que el Váquiro no convino en que éste marchara.

—¡Qué has dicho! ¡Es imperioso que la canoa salga esta misma noche para Manaos!

—Lo lamentable es que sea tan pequeña. Si pudiéramos caber todos...

—¿Pero no comprendes tu desvarío? Aquí debemos permanecer. Nuestra residencia en el Guaracú es la garantía de los viajeros. Si los atajaran, si los prendieran, ¿quién velaría por su destino? Hay que darles tiempo de que desciendan al Isana. Después haremos lo que se pueda para escaparnos. Mientras tanto, nuestro cónsul estará en viaje y lo avistaremos en el Río Negro. Dos meses de espera, porque la madona les presta su lancha a los emisarios y la tomarán desde San Felipe.

—Óyeme: el viejo Silva dice que no quiere dejarte solo, que no puede admitir favores que provengan de esa mujer, quien lo tuvo esclavo tras de haber sido concubina de Lucianito.

—¡Si eso quedó arreglado desde ayer! ¡Se irá don Clemente con el mulato y dos bogas más! Ya les tengo firmados los pasaportes. Los víveres listos. ¡Sólo me falta escribir la correspondencia!

Alarmado por este informe, corrí luego a buscar al anciano Silva y le rogué con acento apremiante, provocando sus lágrimas:

—¡No se detenga por mis peligros! ¡Váyase, por Dios, con los huesos de su pequeño! ¡Piense que, si se queda, descubren todo y no saldremos jamás de aquí! ¡Guarde ese llanto para ablandar el alma de nuestro cónsul y hacer que se venga inmediatamente a devolvernos la libertad! Regrese con él y viajen de día y de noche, en la seguridad de hallarnos pronto, porque para entonces estaremos en el Guainía. Búsquenos usted en el Yaguanarí, en el barracón de Manuel Cardoso; y si le dicen que nos internamos en la montaña, coja nuestra pista, que muy en breve nos encontrará. Desde ahora le repito las mismas súplicas de Coutinho y de Souza Machado, cuando, perdidos en la floresta, le besaban los pies: «Apiádese de nosotros. Si usted nos abandona, moriremos de hambre».

Después, estrechando contra mi pecho al mulato Antonio Correa:

—¡Vete, pero no olvides que merecemos la redención! ¡No nos dejen botados en estos montes! ¡Nosotros también queremos regresar a nuestras llanuras, también tenemos madre a quien adorar! ¡Piensa que si morimos en estas selvas, seremos más desgraciados que el infeliz Luciano Silva, pues no habrá quien repatrie nuestros despojos!

Y aunque el Váquiro, ebrio, y la madona concupiscente me esperaban para yantar, me encerré en la oficina del patrón, y, en compañía de don Ramiro Estévanez, redacté para nuestro cónsul el pliego que debía llevar don Clemente Silva, una tremenda requisitoria, de estilo borbollante y apresurado como el agua de los torrentes.

* * *

Esa noche, el Váquiro, deteniéndose en el umbral, interrumpía nuestra labor con impertinencias:

—¡Pida cachaza, pida tabaco y tiros de winchester!

A su vez, el Catire Mesa, provisto de una antorcha, se presentaba a repetir:

—La canoa está lista, pero no hay quien entregue el quintal de caucho que deben llevar como dinero para cubrir los costos del viaje.

Y la madona, con fastidiosa desfachatez, entraba en el cuartucho mal iluminado, me interrogaba familiarmente, me servía pocillos de café tinto, que ella misma endulzaba, a sorbos, dándome por servilleta la punta de su delantal.

En presencia del casto Ramiro, apoyó la mejilla en mi hombro, viendo correr la pluma sobre las páginas, a la resinosa luz del candil, admirada de mi destreza en trazar signos que ella no entendía, tan diferentes del alfabeto árabe.

—¡Quién supiera escribir tu idioma! Angel mío, ¿qué pones ahí?

—Le estoy diciendo a la casa Rosas que tienes un caucho maravilloso.

Ramiro, indignado, se retiró.

—Amor, no le digas eso, porque me pedirá que se lo dé en pago.

—¿Acaso le debes?

—¡La deuda no es mía, pero... quisiera que me ayudaras!...

—¿Te obligaste como fiadora?

—Sí.

—Pero el deudor te daba lotes de caucho.

—Eran para mí, no para la deuda.

—¡Y lo mató un árbol! ¿No es verdad que lo mató un árbol, el de la ciencia del bien y del mal?

—¡Oh! ¿Tú sabes? ¿Tú sabes?

—¡Recuerda que he vivido en el Vaupés!

La madona, desconcertada, retrocedía, pero yo, sujetándola por los brazos, la obligué a hablar.

—¡No te afanes, no te desesperes! ¿Es tuya la culpa de que el muchacho se matara? ¡No me niegues que se suicidó!

—¡Sí, se mató! ¡Pero no lo cuentes a tus amigos! ¡Tenía tantas deudas! ¡Quería que me quedara en los siringales viviendo con él! ¡Imposible! ¡O que nos casáramos en manaos! Un absurdo. ¡Y en el último viaje, cuando pernoctamos en el raudal, lo desengañé, le exigí que me dejara, que se volviera! Empezó a llorar. ¡Él sabía que yo cargaba el revólver entre el corpiño! Inclinóse sobre mi hamaca, como oliéndome, como palpándome. ¡De pronto, un disparo! ¡Y me bañó los senos en sangre!

La madona, sacudida por el relato, fue ganando la puerta, con las manos sobre la blusa, como si quisiera tapar la mancha caliente. ¡Y me quedé solo!

Entonces sentí ascender palabras de llanto, juramentos, imprecaciones, que salían del caney próximo. Don Clemente Silva y mis camaradas me rodearon enfurecidos:

—¡Me los botaron! ¡Ah, miserables! ¡Me los botaron!

—¡Cómo! ¡Será posible!

—¡Los huesos de mi hijo, de mi hijo desventurado, los tiraron al río, porque la madona, esa perra cínica, les tenía escrúpulos! ¡Ahora sí, cuchillo con estas fieras! ¡Mátelos a todos!

Momentos después, sobre la canoa desatracada, vi erguirse en la sombra el perfil colérico del anciano. Entré en el agua para abrazarlo una y otra vez, y escuché sus postreras admoniciones:

—¡Mátelos, que yo vuelvo! ¡Pero perdone a la pobre Alicia! ¡Hágalo por mí! Como si fuera María Gertrudis.

Y se fue la canoa, y comprendíamos que los viajeros agitaban los brazos hacia nosotros en la lobreguez del cauce siniestro. Llorando, repetimos las palabras de Lucianito: «¡Adiós, adiós!».

Arriba, el cielo sin límites, la constelada noche del trópico.

¡Y las estrellas infundían miedo!

* * *

Va para seis semanas que, por insinuación de Ramiro Estévanez, distraigo la ociosidad escribiendo las notas de mi odisea, en el libro de caja que el Cayeno tenía sobre su escritorio como adorno inútil y polvoriento. Peripecias extravagantes, detalles pueriles, páginas truculentas forman la red precaria de mi narración, y la voy exponiendo con pesadumbre, al ver que mi vida no conquistó lo trascendental y en ella todo resulta insignificante y perecedero.

Erraría quien imaginara que mi lápiz se mueve con deseos de notoriedad, al correr presuroso en el papel tras de las palabras para irlas fijando sobre las líneas. No ambiciono otro fin que el de emocionar a Ramiro Estévanez con el breviario de mis aventuras, confesándole por escrito el curso de mis pasiones y defectos, a ver si aprende a apreciar en mí lo que en él regateó el destino, y logra estimularse para la acción, pues siempre ha sido provechosísima disciplina para el pusilánime hacer confrontaciones con el arriscado.

Todo nos lo hemos dicho y ya no tenemos de qué conversar. Su vida de comerciante en Ciudad Bolívar, de minero en no sé qué afluente del Carona, de curandero en San Fernando del Atabapo, carece de relieve y de fascinación; ni un episodio característico, ni un gesto personal, ni un hecho descollante sobre lo común. En cambio, yo sí puedo enseñarle mis huellas en el camino, porque si son efímeras, al menos no se confunden con las demás. Y tras de mostrarlas quiero describirlas, con jactancia o con amargura, según la reacción que producen en mis recuerdos, ahora que las evoco bajo las barracas del Guaracú.

Si el Váquiro deletreara las apreciaciones que me suscita, se vengaría soltándome, libre de ropas, en la isla del purgatorio, para que las plagas dieran remate a las sátiras y al satírico. Pero el general es más ignorante que la madona. Apenas aprendió a dibujar su firma, sin distinguir las letras que la componen, y está convencido de que la rúbrica es elevado emblema de sus títulos militares.

A ratos escucho el taloneo de sus cotizas y penetra en el escritorio a charlar conmigo.

—Calculo que la curiara va más abajo del raudal de Yuruparí.

—¿Y no habrán tenido dificultades?... El Petardo Lesmes...

—¡Pierda cuidado! Anda por el Inírida, y en esta semana debe regresar.

—Señor general, ¿él cumple ciertas órdenes de usted?

—Lo mandé perseguir a los indios del caño Pendare, pa aumentar los trabajadores. Y busté, joven Cova, ¿qué es lo que escribe tanto?

—Ejercito la letra, mi general. En vez de aburrirme matando zancudos.

—Eso tá bien hecho. Por no haber practicao, se me olvidó lo poco que sé. Afortunadamente, tengo un hermano que es un belitre en cosas de pluma. Dicen que era de malas pa la ortografía, pero cuando me vine lo vi «jalarse» hasta medio pliego sin diccionario.

—¿Su hermano también estuvo en San Fernando del Atabapo?

—¡No, no! Ni pa qué.

—¿Mi paisano Esteban Ramírez era amigo suyo?

—¡Cuántas veces le he repetido que sí y que sí! Juntos nos le fugamos al indio Funes, porque sabrá busté que el Tomás es indio. Si nos coge, nos despescueza. Y como yo conocía al Cayeno, resolvimos venir a buscarlo. Remontamos el río Guainía, desde Maroa, y por el arrastradero de los caños Mica y Rayao pasamos al Inírida. Y aquí nos ve, establecidos en el isana.

—General, mi paisano agradece tanto...

—A él le consta que si me vine no fue de miedo, sino por no «empuercarme» matando al Funes. Busté sabe que ese bandido debe más de seiscientas muertes. Puros racionales, porque a los indios no se les lleva el número. Dígale a mi paisano que le cuente las matazones.

—Ya me las contó. Ya las anoté.

* * *

En el pueblecito de San Fernando, que cuenta apenas sesenta casas, se dan cita tres grandes ríos que lo enriquecen: a la izquierda, el Atabapo, de aguas rojizas y arenas blancas; al frente, el Guaviare, flavo; a la derecha, el Orinoco, de onda imperial. ¡Alrededor, la selva, la selva!

Todos aquellos ríos presenciaron la muerte de los gomeros que mató Funes el 8 de mayo de 1913.

Fue el siringa terrible —el ídolo negro— quien provocó la feroz matanza. Sólo se trata de una trifulca entre empresarios de caucherías. Hasta el Gobernador negociaba en caucho.

Y no pienses que al decir «Funes» he nombrado a persona única. Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico.

La costumbre de perseguir riquezas ilusas a costa de los indios y de los árboles; el acopio paralizado de chucherías para peones, destinadas a producir hasta mil por ciento; la competencia del almacén del Gobernador, quien no pagaba derecho alguno, y al vender con mano oficial recogía con ambas manos; la influencia de la selva, que pervierte como el alcohol, llegaron a crear en algunos hombres de San Fernando un impulso y una conciencia que los movió a valerse de un asesino para que iniciara lo que todos querían hacer y que le ayudaron a realizar.

Ni creas que delinquía el Gobernador al pegar la boca a la fuente de los impuestos, con un pie en su despacho y el otro en la tienda. Tan contraria actitud se la imponían las circunstancias, porque aquel territorio es como una heredad cuyos gastos paga el favorito que la disfruta, inclusive su propio sueldo. El Gobernador de esa comarca es un empresario cuyos subalternos viven de él; siendo sus empleados particulares, tienen una función constitucional. Uno se llama Juez, otro Jefe Civil, otro Registrador. Les imparte órdenes promiscuas, les fija salarios y los remueve a voluntad. Los tiempos del Pretor, que impartía justicia en las plazas públicas, reviven en San Fernando bajo otra forma: un funcionario plenipotente legisla, gobierna, y juzga por conducto de parciales asalariados.

Y no es raro ver en la población a individuos que, llegados de lueñes tierras, se detienen frente a un ventorro y dicen al ventero con urgida voz: «Señor Juez, cuando se desocupe de pesar caucho, hágame el favor de abrir la oficina para presentar nuestras demandas», y se les responde: «Hoy no los atiendo. En esta semana no habrá justicia: el Gobernador me tiene atareado en despachar mañoco para sus barranqueros del Beripamoni».

Esto allí es legal, correcto y humano. Cualquiera tiene derecho de preocuparse por las entradas del patrón: las rentas son el termómetro de los sueldos. Bolsillo flojo, pago mezquino.

El gobernador, Roberto Pulido, competidor comercial de sus gobernados, no había establecido impuestos estúpidos; sin embargo, fraguábase la conjura para suprimirlo. Su mala estrella le aconsejó dictar un decreto en el cual disponía que los derechos de exportar caucho se pagaran en San Fernardo, con oro o con plata, y no con pagarés girados contra el comercio de Ciudad Bolívar. ¿Quién tenía dinero listo? Los guardadosos. Mas éstos no lo ahorraban para prestarlo: compraban goma barata a quien tuviera necesidad de pagar tarifas de exportación. Al principio, los mismos conspiradores entraron en competencia en este negocio; luego sacaron de allí el pretexto para estallar: decir que Pulido dictó su decreto, aprovechando la carencia de numerario, para hacerse vender la goma a precio irrisorio, por intermedio de compinches confabulados. ¡Y lo mataron, lo saquearon y lo arrastraron, y en una sola noche, desaparecieron setenta hombres!

* * *

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