Un bote durante una tormenta en altamar. | Foto: Gettyimages

OPINIÓN

“Colombia es agua por todos lados”

Lo dice el escritor bogotano Gonzalo Mallarino, quien recuerda en este texto todos los ríos, mares y corrientes peligrosas, que han marcado su vida e inspirado sus ficciones.

Gonzalo Mallarino*
29 de marzo de 2019

Una imagen imborrable para nosotros es la de los vapores que subían por el río Magdalena, hasta el puerto de Honda. Veo las fotos y los grabados antiguos. En la cubierta, las mujeres de trajes anchos mirando las orillas. Y los hombres de cuello de pajarita y sombrero panamá. Pienso ahora en los besos trémulos de Florentino Ariza a Fermina Daza, en la cabina de un vapor de aquellos, llena de perfumes y de velos, en El amor en los tiempos del cólera.

Y el trajín de los puertos marítimos, desde que empezamos nuestro comercio con el mar. Y los primeros astilleros, ya en los tiempos modernos, los primeros diques flotantes, los primeros barcos de la flota nacional. El ARC Caldas, al que una ola inmensa se le metió por la chimenea y le apagó una de las calderas. El golpe del agua barrió de la cubierta a un oficial y ocho marinos. Después se supo que un hombre se salvó y estuvo a la deriva diez días. Es el protagonista de Relato de un náufrago, de García Márquez, otra vez.

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De niño, pasábamos en lancha frente a la isla de Tierra Bomba y los leprosos nos decían adiós desde el lazareto. Y muchos años después, con Carmen, mi mujer, y los hijos chiquitos, encallamos frente al Canal del Dique viniendo de las islas de San Bernardo. Unos pescadores nos ayudaron. Sentimos mucho miedo del mar.

Y el río, los ríos. Hay dos ríos personales a los que quiero. El que cruzaba Santa Rita, mi barrio de la infancia en Cali, y al que bajaban a lavar las mujeres negras. Y el río de la juventud en Sasaima, donde besé las trenzas rubias de mi prima María Teresa. Yo creo que a todos los colombianos nos recorre un río por dentro.

Ahora veo al capitán Ahab, del Moby Dick de Melville, en su persecución obsesionante y cargada de odio. Veo el naufragio del Narciso, en la novela de Conrad. Recuerdo con cariño al viejo Simbad, en los relatos del gallego Álvaro Cunqueiro. Pienso en el terrible mar de ciertas sentencias de T.S. Eliot. Y en las ‘naves cóncavas’ de los griegos y el mar Egeo, al que vi con estos ojos. Sentí el ruido dulce que hacían las piedrecillas rojas y volcánicas, en una playa.

También estoy sintiendo el calor y la sed terrible de Ultramarine, en la novela de Malcolm Lowry. Y recuerdo con tristeza al poeta Hart Crane, que saltó por la borda y se arrojó a las aguas del Golfo de México. Su padre, qué ironía, era un hombre muy rico, dueño de una fábrica de dulces y caramelos, el inventor del los famosos Life Savers. No pudo salvar a su propio hijo del mar y de la angustia.

*Escritor