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Sabato, el guía

SEMANA reproduce en exclusiva para Colombia un pasaje de ‘La Resistencia’, el nuevo libro de Ernesto Sabato.

24 de julio de 2000

Ernesto Sabato anunció el año pasado, en su libro Antes del fin, que no escribiría más. Quería con ese libro, a sus casi 90 años de edad, dejar plasmadas sus memorias y un mensaje de esperanza a los jóvenes. Sin embargo quiso extender sus palabras de aliento y optimismo a una sociedad sumergida en el “vértigo”. Este es el propósito de su libro La Resistencia: “Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera”. El libro, editado por Seix Barral, llegará pronto a Colombia. Los siguientes son algunos apartes:

“La pertenencia del hombre a lo simple y cercano se acentúa aún más en la vejez cuando nos vamos despidiendo de proyectos, y más nos acercamos a la tierra de nuestra infancia, y no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo pedazo de tierra en que transcurrió nuestra niñez, en que tuvimos nuestros juegos y nuestra magia, la irrecuperable magia de la irrecuperable niñez. Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras, un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en el ser humano adquieren increíble magnitud, sobre todo cuando el hombre que va a morir sólo puede defenderse con el recuerdo, tan angustiosamente incompleto, tan transparente y poco carnal, de aquel árbol o de aquel arroyito de la infancia; que no sólo están separados por los abismos del tiempo sino por vastos territorios.

“Así nos es dado ver a muchos viejos que casi no hablan y todo el tiempo parecen mirar a los lejos, cuando en realidad miran hacia dentro, hacia lo más profundo de su memoria. Porque la memoria es lo que resiste al tiempo y a sus poderes de destrucción, y es algo así como la forma que la eternidad puede asumir en ese incesante tránsito. Y aunque nosotros (nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestra dura experiencia) hayamos ido cambiando con los años; y también nuestra piel y nuestras arrugas van convirtiéndose en prueba y testimonio de ese tránsito, hay algo en el ser humano, allá adentro, allá en regiones muy oscuras, aferrado con uñas y dientes a la infancia y al pasado, a la raza y a la tierra, a la tradición y a los sueños, que parece resistir a ese trágico proceso resguardando la eternidad del alma en la pequeñez de un ruego.

“Se ha necesitado una crisis general de la sociedad para que estas sencillas pero humanas verdades resurgieran con todo su vigor. Estaremos perdidos si no revertimos, con energía, con amor, esta tendencia que nos constituye en adoradores de la televisión, los chicos idiotizados que ya no juegan en los parques. Si hay Dios, que no lo permita.

“Vuelven a mi memoria imágenes de hombres y mujeres luchando en la adversidad, como aquella indiecita embarazada, casi una niña, que me arrancó lágrimas de emoción en el Chaco porque en medio de la miseria y las privaciones, su alma agradecía la vida que llevaba en ella.

Qué admirable es a pesar de todo el ser humano, esa cosa tan pequeña y transitoria, tan reiteradamente aplastada por terremotos y guerras, tan cruelmente puesta a prueba por los incendios y naufragios y pestes y muertes de hijos y padres. Sí, tengo una esperanza demencial, ligada, paradójicamente, a nuestra actual pobreza existencial, y al deseo, que descubro en muchas miradas, de que algo grande pueda consagrarnos a cuidar afanosamente la tierra en la que vivimos.

“Con todo, mientras digo esto, algo como una visión tremenda me hace sentir que ya pasó la gran pesadilla, que ya hemos comprendido que toda consideración abstracta, aunque se refiera a problemas humanos, no sirve para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza.

“Ya muy cansado, en esta noche de noviembre, la araucaria me trae a la memoria el amor que mi amigo Tortorelli tenía por sus árboles. Era conmovedor, llegaba hasta a abrazar alguno que le recordaba la época en que él mismo había sido guardabosques. Tuvimos la emoción de recorrer con él, por la Patagonia, lugares tan impresionantes como los bosques petrificados, los de arrayanes, y aquellos otros donde se yerguen árboles milenarios. Nos decía, acariciando el tronco de esas formidables araucarias y coihues todavía vivos: ‘Piensen por un momento que cuando surgió el Imperio Romano y cuando se derrumbó, cuando los griegos y los troyanos combatían por Helena, este árbol ya estaba aquí, y siguió estando cuando Rómulo y Remo fundaron Roma, y cuando nació Cristo. Y mientras Roma llegaba a dominar el mundo, y cuando cayó. Y así pasaron imperios, guerras interminables, Cruzadas, el Renacimiento, y la historia entera de Occidente hasta hoy. Y ahí lo tienen todavía’. También nos dijo que los vientos húmedos del Pacífico precipitan casi toda su agua del lado chileno, de modo que un incendio de este lado es fatal, porque los árboles mueren y el desierto avanza inexorablemente. Entonces, nos llevó hasta el límite de la estepa patagónica y nos mostró los cipreses, casi retorcidos por el sufrimiento que, como dijo, ‘cubrían la retaguardía’. Duros y estoicos, como una legión suicida, daban el último combate contra la adversidad”.