Home

Economía

Artículo

RELATO DE UNA SOBREVIVIENTE

Ana María Escallón ,quien vivió el accidente del avión de Spantax en Málaga, relata para SEMANA su experiencia.

8 de noviembre de 1982

Era la mañana del lunes 13 del mes de septiembre. Nos encontrabamos en Madrid donde debíamos tomar el vuelo 995 de Spantax que nos llevaría a Nueva York. En todo lo que nos rodeaba había cierta incertidumbre ya que analizando el itinerario el sábado anterior, nos dimos cuenta que el viaje que debía demorarse 7 horas 20 minutos en realidad tomaba cerca de 11 horas. Existían en nuestras mentes presentimientos y dudas acerca de la calidad de la empresa de aviación y los aviones en que deberiamos realizar el viaje.
Comenzamos ese día muy temprano, como a las 5 12 AM., cancelamos la cuenta del hotel y se nos olvidó que habíamos dado un depósito. El taxista que nos condujo al aeropuerto, viejo típico español, hablador y acostumbrado a tratar con turistas, nos cobró el doble de la tarifa normal. En el muelle internacional del aeropuerto de Madrid nunca encontramos el despacho de Spantax. Afortunadamente nos encontramos en el casi desértico aeropuerto con un maletero que nos informó que deberíamos ir al muelle nacional, el que, afortunadamente, no quedaba lejos. Por supuesto salimos dispuestos a pagar nuevamente la estafa de un nuevo taxista. El agobio del viaje aumentó cuando encontramos que la empresa no tenía despacho propio, sino un aviso improvisado que colgaba medio doblado debajo de un inmenso letrero de Iberia. Todo tenía un sabor extraño, y un sentido irregular. La cola para recibir nuestras maletas y asignar nuestros asientos, fue interminable. Sin desayuno nuestra irritabilidad aumentaba segundo a segundo. Cuando llegó nuestro turno, todo parecía caótico. Nuestros pasajes que deberían estar emitidos y listos para sernos entregados allí mismo como habían prometido reiteradamente en días anteriores, no lo estaban y en cambio, en forma brusca y grosera, querían que fuéramos a otro despacho. Después de una larga discusión, logramos registrarnos en el vuelo. Nos alejamos hacia la salida número 6 temerosos de haber sido víctimas de cualquier acción mezquina por parte de aquel funcionario que tan mal nos había tratado, que por gracia propia, no le fuimos simpáticos. Nos cercioramos que nos hubieran dado puestos juntos, que los números estuvieran correctos y que los tiquetes para reclamar nuestras maletas estuvieran en orden. En fin tratábamos de remediar algo que ya era inevitable.
El dicho aquel de que "no por mucho madrugar amanece más temprano" lo vivíamos plenamente ya que el avión salió una hora más tarde de lo previsto. Esa larga espera en una sala no muy grande nos permitió identificar algunos de nuestros compañeros de viaje. Jóvenes norteamericanos que habían estado estudiando español en Madrid; dos o tres de aquellas madres con chiquitines de brazos que mira uno con cierto temor y resignación para que el pequeño no llore mucho, como es debido durante gran parte del viaje; un niño de nueve años que miraba incansablemente por la ventana embobado en sus sueños infantiles y de vez en cuando retornaba donde su madre haciendo todos los ruidos posibles como sintiéndose piloto de un avión que viaja a unas velocidades increíbles; hombres de negocios que son fumadores compulsivos, una familia de 8 personajes peculiares a quienes miramos detenidamente por su situación de inmigrantes latinos a los Estados Unidos que viven en Nueva York bajo la presión infinita de ser una comunidad sin pueblo, perdiendo su identidad y lo más lamentable, sin lengua propia; dos músicos jóvenes que se negaban a entregar sus instrumentos para que fueran junto con el equipaje, pero en la entrada de la sala había un despachador convenciéndolos de que los instrumentos musicales no cabían porque en la parada que el avión haría en Málaga se iba a llenar de tal forma que era imposible llevar semejante equipaje de mano.
A las diez de la mañana abordamos el avión, un DC-10 que inspeccioné detalladamente, y que, como siempre, me pareció inseguro, y con su desagradable olor a caucho sintético nuevo. Nos tocaron los asientos números 23J y 23K. Ricardo se sentó en la ventana, y yo, totalmente aterrorizada y resignada porque ya todo estaba fuera de mi control, me senté en el asiento de la mitad. De manera tortuosa, como de costumbre preferí no ver lo que podría pasar por la ventanilla durante el viaje, sino que siempre le doy rienda suelta a mi imaginación, temerosa del destino. Nuestra compañera de viaje, quien tenía una actitud muy tranquila, era una mujer joven, de pantalones y vestido negro, se sentó con mucho cuidado, sacó el diario y se dedicó a leerlo. El viaje de Madrid a Málaga duró unos 50 minutos y a pesar de mi infinito terror no noté grandes irregularidades. Durante el vuelo descubrimos que nuestra vecina era también colombiana, médica de la universidad del Rosario que estaba haciendo su especialización en Dermatología en Madrid. Su nombre es Patricia De Castro de Marroquín. Llegamos a Málaga y los viajeros que íbamos en tránsito nos tuvimos que bajar del avión. Pisar tierra firme fué algo muy especial, pues había una sensación de seguridad única y cierta complacencia en el cotidiano caminar.
La sección internacional del aeropuerto no era vieja, pero tampoco era nueva. En ese lugar estuvimos alrededor de una hora, distraídos observando la infinidad de negocios, tiendas y las mil curiosidades típicas y horrendas que hay siempre en los lugares turísticos. Por un altavoz una señorita de voz ronca llamó nuestro vuelo. Lo inevitable había llegado. Siempre he sentido un miedo, pero el de ese día era especial, y aumentaba gradualmente. Empezamos a darnos cuenta que toda la gente que estaba en el aeropuerto se dirigía al mismo lugar que nosotros. Sin fuerzas para caminar, y hacer una cola interminable, nos sentamos a ver la fila avanzar y dilatar hasta el último momento aquella sensación de que posiblemente lo irremediable puede estar a punto de llegar y no está al alcance de nuestras manos el remediarle. Observábamos atónitos a la gente pasando y comentábamos que igual que los colombianos que llegan de San Andrés o de Miami los gringos también viajan llevando cinco paquetes de "delicados y valiosos recuerdos" en las manos, consistentes en un inmenso maletín de mano obligatorio, dos bolsas grandes plásticas en donde se llevan las compras de última hora con los zapatos que no cupieron en la maleta y una caja de cartón atada con pita "prestada" en donde van las cosas que se rompen. Un personaje curioso nos distrajo la atención, era un hombre moreno, de mirada inteligente con cierta gracia y que en las manos llevaba una grabadora, a la cual le hablaba constantemente, después de estar observando paso a paso lo que pasaba a su alrededor. El espíritu aventurero nos decía que podía ser un cubano que volvía a su tierra natal secuestrando el avión y hasta nos parecía divertido visitar la isla caribeña, aunque no estuviera en nuestro itinerario. Detrás y delante de él vimos muchos viejitos que hacían parte de una excursión de cerca de doscientos turistas "gringos" que venían de un viaje por España. La gente fumaba y reía inadvertida. Al muchacho que estaba delante de nosotros le comenté que yo creía que nunca lo íbamos a lograr... no me explico por qué no terminé la frase ya que yo estaba pensando en el horario. El avión se suponía que salía a las 11:10 AM., y eran las 11:05 AM.
Asombradamente la fila se movió con cierta rapidez y el momento de embarcarnos llegó. Nos tocaron los mismos puestos, sobre el ala derecha del avión. Nuestra compañera de viaje, nos recibió con una sonrisa, actitud que nos hizo amable el momento. Nos sentamos, nos amarramos los cinturones de seguridad y oímos distraídos, la regular instrucción de vuelo, que siempre le confirman a uno la posibilidad de que un accidente está cerca. Más aún, hubo una frase que nos llamó la atención y era algo así como... "en caso de tener que abandonar el avión lo haríamos en forma tranquila y ordenada". El avión procedió a desplazarse hasta la pista. Todo parecía normal. El avión estaba a punto de comenzar a tomar pista. Misteriosamente paró. Sentimos cuando las turbinas del avión tomaban toda esa fuerza inexplicable que hace posible que un aparato de más de 200 toneladas logre ese despegue liviano que es, para una mente temerosa, hasta inexplicable. Simultáneamente tomamos la velocidad infinita.
A medida que la velocidad aumentaba y los segundos pasaban empezamos a sentir una extraña vibración, la estructura interna del avión parecía muy frágil. Seguíamos en tierra; el avión no levantaba. Algo extraño sucedía, había un silencio trágico, todos tratábamos de no respirar, de hacernos más livianos, de conseguir altura. Súbitamente el avión empezó a frenar con todas sus fuerzas. La cercanía del desastre fue evidente cuando se terminó la pista y la vibración aumentaba. El aparato era más frágil, saltábamos por campo abierto. Nadie decía nada. Sólo se esperaba el impacto final.
Sentimos un primer impacto que fue muy leve, no nos detendría una valla que delimitaba el aeropuerto. Sentíamos el corazón latiendo muy rapidamente; ya respirar no era suficiente, había frío, las manos y las piernas no tenían fuerza y la lengua tenía una extraña pesadez.
La velocidad no disminuía, el aparato parecía subir, ya un terror funesto agobiaba el alma. En segundos hubo un nuevo obstáculo en el camino; habíamos subido una colina por donde cruzaba la autopista Málaga-Torremolinos y levantamos al aire dos camiones y un carro. Llegó el descenso y el golpe final. Se desmoronaba la estructura interna encima de nosotros, maletines, bolsos caían del cielo, no había gravedad, los asientos se doblaban como cauchos, los salvavidas saltaban, la gente comenzaba a gritar, los anteojos de Ricardo volaban.

Seguíamos sentados, el cuerpo no respondía. Hubo un sonido profundo, extraño, avasallador al lado derecho, volteamos instantáneamente y vimos por la ventana que el avión estaba completamente en llamas. Sentíamos un calor agobiante, nos levantamos sin saber en qué momento nos quitábamos los cinturones de seguridad en busca de la salida que no estaba muy lejos. Llegamos a la puerta de emergencia que estaba en el ala derecha. Tratábamos de abrirla desesperadamente. La azafata perdió el control gritaba angustiada... "esto no abre, esto no abre"... miramos hacia atrás y observamos que las llamas entraban por las puertas traseras que las ayudantes de vuelo abrían. A ellas, se las consumieron las llamas en un instante. El pánico invadió el cuerpo, las puertas no abrían, la sensación de asfixia aumentó al vernos rodeados de un humo negro muy pesado que avanzaba y nos envolvía. La intuición de la muerte llegó. No quería morir, no era el momento. Había un inmenso afán de sobrevivir, pero las puertas no abrían... la gente gritaba, ya no eran gritos de miedo, eran de dolor.
Vimos cómo asombrosamente la puerta de emergencia sobre el ala izquierda, al otro lado del avión y que estaba muy lejos de nosotros, a unos 10 pasos, se abría. Un rayo de luz entró en aquella confusión y en él radicamos nuestra esperanza, en alcanzar aquella salida del infierno.
El temor a una explosión aumentaba segundo a segundo, avanzar entre aquel tumulto era casi imposible, nos redeaba gente herida. El tiempo se detuvo y cada instante de angustia eran horas eternas en pasar. Nuestros desesperados pasos estaban totalmente inertes. Llegó el momento que entre frenetismo, y empujones logré llegar a la puerta. Salí por la presión que los otros hacían contra mí, me volteé para cerciorarme de que Ricardo estaba conmigo, ya que él me había ayudado todo el tiempo, pero ya no era así, estaba totalmente sola parada en el ala del avión. Impaciente y desesperada miré el pequeño orificio por el cual había vuelto a renacer y me pareció imposible que un ser más lo lograra. Había piernas, manos, cabezas, por el suelo se arrastraba una mujer que había logrado sacar solamente su tronco pero estaba aprisionada entre la puerta mal abierta y una multitud de miembros humanos. Vi asombrada salir a una mujer con su rostro totalmente negro por el humo que me gritaba estoy quemada. Instantes después salió Ricardo, sentí una inmensa tranquilidad, saltamos al piso que estaba en llamas y corrimos, corrimos sin parar.
Unos cien metros habríamos recorrido cuando pensamos en volvernos y mirar lo que atrás de nosostros estaba pasando. Ver aquel avión en llamas, como en una continua explosión nos infundió un pánico terrible, era totalmente evidente que estuvimos muy cerca de perecer, vimos qué cerca habíamos estado de la muerte.
Seguimos caminando momentos después por una carretera sin pavimentar, nos encontramos con Patricia, nuestra compañera, sentimos gran alivio al verla... empezamos a llorar.
Buscábamos intranquilos los rostros que habíamos grabado durante el viaje. El primer rostro que encontramos en el camino era la madre del pequeño piloto soñador... El se había perdido. Infinidad de ancianos lloraban, la mayoría de ellos estaban maltratados, y no podían caminar. En vano buscamos una señora de edad, quien se había demorado en abordar el avión en Madrid, ella no corrió con nuestra suerte.
Queríamos huir de aquel drama, nos alejábamos con la esperanza de no volver a mirar hacia atrás, con la ilusión de que fuera solo una pesadilla.
Curiosos llegaban a mirar, a preguntar, uno caminaba absorto en medio de ellos, queriendo callar sus interrogantes, queriendo olvidar...
Adelante encontramos una de las madres de pequeños que corría y golpeaba a todo el mundo, nunca supimos el destino de sus dos pequeños, solo estaba ella con su inmenso sufrimiento.--