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CAMILO: EL CADAVER DE LA IZQUIERDA

A veinte años de su muerte, del cura Camilo Torres no queda casi ni el recuerdo

17 de marzo de 1986

Bob Dylan cantaba: "No se necesita un meteorólogo para saber que los tiempos están cambiando". Era la época del concilio Vaticano II, y soplaban en la Iglesia vientos de renovación teológica y de compromiso social. De la China llegaban consignas: "El poder nace del fusil", "basta una chispa para incendiar la pradera". En Cuba habían triunfado Fidel Castro y su puñado de revolucionarios de la Sierra Maestra, y al amparo de la Revolución cubana empezaban a brotar en América Latina grupos de guerrilleros que enarbolaban la novedosa tesis del "foquismo". Hace veinte años, no sólo en América Latina sino en el mundo entero, la guerrilla era hermosa y heroica y limpia. En Colombia las FARC practicaban la autodefensa campesina, el ELN no había empezado todavía a devorarse a sí mismo, estaba aún fresca la sangre de las guerrillas románticas de Tulio Bayer y Federico Arango, la Universidad Nacional era un hervidero político.
Gobernaba Guillermo León Valencia, entre la milimetría frentenacionalista y la opereta. Hace veinte años, un curita joven, noble, un tanto ingenuo, se hacía matar en el sitio de Patiocemento, en las selvas de Santander, por las fuerzas de la III Brigada que mandaba el entonces coronel Alvaro Valencia Tovar. Se llamaba Camilo Torres.
De Camilo Torres nadie se acuerda mucho hoy. Todos los quince de febrero salen todavía a las calles pequeños grupos dispersos a conmemorar la fecha de su muerte --aunque el sacerdote Everardo Ramírez señala en su libro "Camilo, su proyección política", que "al año de su muerte apenas si se pudieron reunir quinientos desganados estudiantes de la Universidad Nacional" para conmemorar el aniversario del hombre que "en menos tiempo desató el mayor movimiento de masas de que se tenga noticia en el país". Lo desató, es verdad --las mismas masas que habían seguido al MRL y que después engrosarían la Anapo-- pero de modo muy fugaz: los pocos meses que duró su heterogéneo movimiento del Frente Unido, que cobijaba desde los comunistas hasta la Democracia Cristiana, y en el que él aspiraba a encauzar a la inmensa muchedumbre de los "no alineados", de los marginados de la política, de los abstencionistas.
Toda la trayectoria de Camilo Torres Restrepo, quien murió cuando acababa de cumplir 37 años, fue fugaz. Tras las fiestas juveniles de la alta sociedad bogotana, el seminario, la ordenación sacerdotal y los estudios de sociología en Lovaina, vino el regreso a Colombia en 1959. Cinco años de capellanía en la Universidad Nacional, donde fundó la Facultad de Sociología, y de estudios sobre la realidad colombiana. Un año de disputas con la jerarquía eclesiástica, que culminaron con su "reducción al estado laical" (colgó los hábitos). Nueve meses de política abierta, en plaza pública, a la cabeza del Frente Unido. Cuatro meses en el monte con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Un solo enfrentamiento militar, en el que perdió la vida. Había ido al combate armado solamente con un revólver, porque en el ELN un guerrillero debe "recuperar su fusil" del enemigo muerto.
Por recuperar el de un subteniente caído en Patiocemento murió Camilo Torres. Por rescatar a Camilo murieron dos guerrilleros más. Y desde entonces la sangre no ha dejado de correr en la guerrilla colombiana, la sangre propia y la del adversario, hasta culminar en ese terrible espectáculo de degradación política y moral que son las 164 ejecuciones del Frente Ricardo Franco en Tacueyó. Y por una cruel paradoja, fue precisamente la muerte de ese cura idealista y políticamente algo ingenuo la que desencadenó ese proceso de descomposición de la lucha armada en Colombia. Pues Camilo era --como diría en su libro "La guerrilla por dentro" Jaime Arenas, el hombre que lo llevó a la lucha guerrillera-- la más clara figura que haya dado la revolución colombiana: "Ningún revolucionario ha actuado en la forma tan pura y sincera como Camilo actuó y ninguno buscó tan desesperadamente la unidad popular, sin pretensiones de jefatura ni ambiciones hegemónicas de grupo, como él". Pero la crisis interna provocada en el seno del ELN por su muerte y por la negativa de su jefe Fabio Vásquez a reconocer el error de haberlo enviado al sacrificio, estuvo en el origen de los primeros arreglos de cuentas sangrientos entre los militantes de ese grupo, que todavía no han cesado, y de los cuales el asesinato de Ricardo Lara Parada es el más reciente ejemplo. Las dimensiones de la guerra no han hecho sino crecer mientras los grupos guerrilleros se entregaban a la autofagia: todos contra todos, y todos contra sí mismos. Lo que se creyó entonces que sería casi un paseo militar --en carta a Fabio Vásquez, Camilo hablaba de la inminente "marcha sobre las ciudades", y se decía capaz de garantizar "al menos la neutralidad del Ejército"-- se convirtió en un desangre prolongado que no da trazas de cesar.
La historia de Camilo Torres es la de un fracaso. Lo normal en este continente "que sólo tiene héroes muertos", como dice Gabriel García Márquez en la película documental que hace diez años Francisco Norden le dedicó al cura revolucionario. Y no se trata solamente del fracaso evidente de su acción inmediata en la guerrilla, sino del fracaso de su otra doble influencia de líder revolucionario y de sacerdote cristiano comprometido con la transformación de su Iglesia. Su movimiento político, el Frente Unido, se disolvió en tres meses. Como señala a SEMANA el biógrafo de Camilo, Walter J Broderick, "el multitudinario movimiento popular que encabezó Camilo no se acabó con su muerte sino antes: con su ida al monte. Y las cosas siguieron iguales".
Camilo Torres de lograr la unión de las dispersas fuerzas de la izquierda colombiana y su fortalecimiento con la gran masa de los que él llamaba "no alineados" se pulverizó entonces, y en los veinte años transcurridos ha vuelto a pulverizarse diez veces más. Si la guerrilla armada ha perdido buena parte del prestigio heroico que tuvo en tiempos del cura guerrillero, también la izquierda en general sigue enfrascada en el mismo dilema que Camilo pretendió zanjar de una vez por todas yéndose al monte: elecciones o abstención "beligerante y revolucionaria". Ya no existe, como hace veinte años, el telón de fondo del conflicto chino-soviético. Pero la disyuntiva pro-PC y anti-PC que ha dividido siempre a la izquierda colombiana sigue en pie, traducida además en el enfrentamiento armado entre las FARC y los demás grupos guerrilleros.
En el campo de la universidad, a cuyo activismo político Camilo Torres contribuyó en notable medida desde su cargo de capellán y desde la Facultad de Sociología, el proceso ha sido igualmente melancólico. De la agitación política acabó cayéndose poco a poco en un desorden lindante con la delincuencia común, para terminar --por el camino del cierre y de la militarización casi constante-- en el marasmo de pantano que hoy reina en ella: una universidad anestesiada. Y otro tanto puede decirse de lo que se refiere a la renovación de la Iglesia, que para Camilo Torres fue siempre la más grande esperanza: no la Iglesia oficial, sino la nueva Iglesia del compromiso con los pobres. La hoguera de renovación que había empezado a arder con Vaticano II en América Latina produjo, tras el ejemplo de Camilo, no sólo grupos progresistas como el de Golconda y movimientos como la Teología de la Liberación sino pronunciamientos institucionales como el de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (Celam) de Medellín, en 1968. Pero todo eso fue apagado a baculazos por Juan Pablo II y monseñor Alfonso López Trujillo en la Conferencia de Puebla en 1979.
Durante años, el aniversario de la muerte de Camilo Torres fue motivo para ruidosas manifestaciones, que poco a poco fueron disolviéndose en la indiferencia. Pero no eran manifestaciones por Camilo, sino por aspectos de Camilo. Así como en los últimos meses de su vida diversos grupos habían querido monopolizar para ellos solos su carisma indiscutible de líder popular, fortalecido aún más por su sotana de sacerdote --y el Partido Comunista tiraba para un lado, y el ELN para otro-- también después de muerto continuó la rebatiña por el símbolo. A las calles se echaban los distintos grupos enarbolando su imagen en grandes pancartas, todos a una, encabezados por su madre, doña Isabelita Restrepo de Torres. Pero cada pancarta llevaba un rótulo distinto, de acuerdo con la frase de Camilo que conviniera al grupo respectivo. "El deber de todo cristiano es ser revolucionario", decían las de los cristianos radicales. Las de los partidarios de la lucha armada proclamaban: "Por la toma del poder para el pueblo, hasta la muerte". Las de los abstencionistas afirmaban: "Por una abstención activa, beligerante y revolucionaria". Y en los años siguientes surgieron grupos heterogéneos, de los cuales aún subsisten algunos, que reclamaban todos la herencia indivisa del "pensamiento de Camilo": "Comandos Camilistas", "Movimiento Camilista M-L de Colombia", "Comité Distrital Camilista", "Núcleo 15 de febrero". Tenían las tendencias más variadas, trotskistas, abstencionistas, marxistas-leninistas, foquistas, y sólo los unía su propio combate por quedarse con la propiedad del mártir, convertido así en una colcha de retazos, pero en la cual no estuvieran cosidos los retazos.
Con el paso de los años, sin embargo, los camilistas fueron desapareciendo, absorbidos unos por la guerrilla y otros por el establecimiento, convertidos en cadáveres en el monte o en diplomáticos en las embajadas, y el fervor por Camilo acabó quedando casi de manera hegemónica en manos del ELN. Al cual, sin embargo, del ejemplo de Camilo sólo queda el hecho de que hoy es un cura, el cura Pérez, el jefe máximo de la organización. Fuera de eso, de Camilo Torres Restrepo subsiste poco. Dos películas, una de Francisco Norden y otra de Carlos Alvarez, y un puñado de libros: el de Broderick, el de Everardo Ramírez, uno del general Valencia Tovar...
Todo eso es historia habitual en Colombia. Una historia llena de generaciones perdidas, de esperanzas frustradas, de reformas postergadas, de revoluciones prometidas, de símbolos manipulados, de mártires enterrados. Podría pensarse que, como dice monseñor Darío Castrillón, obispo de Pereira, "Camilo fue un mito creado en el exterior, porque aquí en el país no pasó nada". Pero si los análisis de Camilo Torres siguen vigentes, y sus propuestas siguen siendo las mismas que se discuten hoy, es precisamente porque en el país no ha pasado nada.--


Juicios póstumos
SEMANA consultó a varias personalidades que lo conocieron de cerca, su opinión sobre Camilo a 20 años de su muerte.
Orlando Fals Borda, fundador con Camilo Torres de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional: "Camilo se fue para el monte porque en esa época la guerrilla era un símbolo de ética y moral revolucionaria. Pero habría que analizar su pensamiento sociológico y político desde el punto de vista de la búsqueda de una sociedad pluralista y no desde el punto de vista guerrillero. Sobre todo hoy, cuando la guerrilla no convence, no muestra eficacia".
Pedro Acosta Borrero, editor del periódico Frente Unido que dirigía Camilo Torres: "Cuando Camilo murió, prácticamente murió una esperanza. Habría que preguntarse si hoy tienen vigencia todavía las consignas que impulsaba el Frente Unido y qué pasó con la izquierda y qué es la izquierda hoy, para entender que pasó con Camilo".
Javier Giraldo, sacerdote jesuita miembro del Cinep: "Lo central de Camilo es que captó lo esencial del cristianismo y le dio una interpretación al amor al prójimo, haciéndolo históricamente eficaz".
Eduardo Umaña Luna, compañero de cátedra en la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional: "Fue en cierto modo víctima de un momento particular de la historia colombiana: como él era todo bondad, se dejó cercar por los grupos de izquierda y finalmente, también debido a sus arranques, tomó la determinación de irse para el monte".
General (r) Alberto Andrade Anaya:
"Camilo perdió la dimensión que tenía. Cometió una equivocación muy grande, porque él había logrado llegar muy hondo en el corazón de los universitarios. Pero se impacientó y dejó la lucha pública para irse al monte, y ese es un medio apabullante".
Alonso Ojeda Awat, compañero de Camilo en el ELN: "Camilo significó una esperanza y 20 años después de muerto sigue siendo esa esperanza significada en otros hombres".
Orlando Caliz, fundador del antiguo Movimiento Camilista (M-L): "El país no ha entendido aún la importancia de Camilo en la lucha por la democracia y la independencia nacional, y por eso han pasado 20 años sin pena ni gloria después de su muerte heroica. Los revolucionarios no aprendieron de él. No le han sabido sacar partido a su pensamiento. Sin reclamarse marxista, Camilo fue el luchador más consecuente que ha tenido el país, por los ideales proletarios".

Ante todo, un cura
Por Walter J. Broderick
(Autor de "Camilo, el cura guerrillero")
Camilo se ha convertido en un símbolo universal con repercusiones casi sin límites. Pero dentro de Colombia esas repercusiones tal vez son demasiado limitadas. O lo han sido hasta ahora. Se habla del "mito de Camilo", de su presencia en la entraña del pueblo, de su memoria impresa en el alma colectiva. Personalmente me parece muy difícil encontrar evidencias de esa presencia. Sospecho que, en Colombia, el tal "mito de Camilo" sea un mito. El verdadero mito de Camilo existe más bien en otras latitudes y nos ha llegado, como tantas cosas, con el sabor excitante de algo importado.
El impacto de Camilo empezó a sentirse, inmediatamente después de su muerte, en regiones tan lejanas y disímiles como Europa, Australia y Asia. Allí donde existiera alguna comunidad cristiana buscando un compromiso con el cambio, un compromiso político, ahí la gente quería saber de Camilo. La problemática cristianismorevolución estaba en la agenda del día. Era el momento también de una renovación importante en el seno de la Iglesia Católica, y a Camilo hay que entenderlo, sobre todo, en ese contexto católico. El mismo se consideraba, antes que nada, cristiano. Todo su obrar político y guerrillero fue, para él, una acción sacerdotal.
En su momento tuvo una influencia incalculable, porque rompió tajantemente con la dicotomía cristianismoviolencia. Los seguidores del evangelio de Cristo habían sido excluidos del ejercicio de la violencia, aunque la Iglesia Romana la había ejercido de mil maneras durante la mayor parte de su historia. Los teólogos --incluyendo los de la recién nacida Teología de la Liberación, todavía en pañales-- se enfrascaban en debates sobre la forma no-violenta de participar en el proceso revolucionario, querían casar el marxismo con el evangelio, o mejor, encontrar un sentido al cristianismo que no dejara a sus adeptos en el andén de la historia. Camilo, con su acción, asestó un golpe certero a todas estas discusiones. No se detuvo para pensarlo muchas veces; sintió la necesidad urgente de una acción, de un testimonio; se había formado en un ambiente católico belga-francés donde la palabra clave era témoinage.
En una palabra, pues, el aporte fundamental de Camilo es su testimonio. Su decisión obró un cambio radical en los cristianos, no porque fuera un pensamiento nuevo, una formulación original. Fue simplemente una salida, una resolución del problema. Los teólogos vendrían después a discutirlo, justificarlo... o condenarlo. No importaba. Camilo era dueño de sus actos.
A los dos años, en 1968, los obispos del continente se habían reunido en Medellín para el histórico encuentro de Celam, donde pusieron sus firmas a documentos de una audacia insólita. Hablaban por ejemplo de la "violencia institucional" del sistema capitalista. Se trataba de ponencias formuladas por teólogos liberacionistas como el peruano Gustavo Gutiérrez, y muchos obispos parecen haberlas firmado sin darse cuenta de todas las implicaciones. Sea como fuera, el espíritu de Camilo rondaba indudablemente por los pasillos del seminario de Medellín mientras se redactaban las conclusiones de la reunión de Celam.
Camilo estuvo presente, también, en el movimiento de sacerdotes llamado del "Tercer Mundo" en Argentina en los años 60, y en el grupo de los Cristianos para el Socialismo en Chile. En Colombia, el movimiento de Golconda se inspiró en la acción de Camilo. No pocos han sido los sacerdotes entregados a las luchas armadas de liberación en el Brasil y en Centroamérica; pero Camilo fue el primero. La valiente acción de los curas ministros sandinistas --los hermanos Cardenal, el padre D'Escoto y otros-- debe mucho a la ruptura histórica que efectuó Camilo.
Colombia es, tal vez, uno de los últimos sitios donde se va a apreciar la verdadera dimensión de Camilo. Primero, porque la Iglesia jerárquica en este país es de un peso enorme. Salvo el inesperado relámpago del obispo Gerardo Valencia Cano en los tiempos de Golconda, la Iglesia colombiana se ha mostrado acomodada y reaccionaría. Monseñor Builes es mucho más representativo que su discípulo Valencia.
Pero existe otra razón por la cual Camilo no ha sido correctamente valorado en Colombia: se ha vuelto, de alguna manera, propiedad exclusiva del Ejército de Liberación Nacional. Es comprensible. Entre las pocas opciones de lucha armada que se le presentaban a Camilo en su momento, el ELN le ofreció el contexto más romántico y, diría yo, el más religioso. Romántico, porque consistía en un grupo de muchachos dando los primeros pasos idealistas en una lucha frontal contra todo y contra todos, y religioso, porque la vida selvática del grupo armado se asemejaba a una vida monacal --el ascetismo, la disciplina, el retiro del mundo y sus pompas y el silencio del monte después de la algarabía de los políticos. Además,todo se celebraba en fiestas que parecen calcadas de un almanaque eclesiástico: la Proclama de Camilo el 7 de enero de 1966 conmemoraba el primer aniversario de la toma de Simacota, que a su turno conmemoraba una lucha estudiantil de Antonio Larrotta en 1959. La coyuntura política del momento pesaba menos que la celebración de un acto heroico del pasado.
Sí, indudablemente el valor de Camilo es religioso y no político. El día que dejen de hablar de su "pensamiento político", los colombianos verán cómo Camilo, en un momento determinado, iluminó el mundo occidental con un chispazo fulminante y fugaz, y que fue una acción redentora.