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El llano colombiano.

Novela de José Eustasio Rivera

‘La vorágine’: cuarta parte

"Los tiples y las maracas no descansaban, y, a falta de cohetes, disparábamos los revólveres. Hubo cantos, botellas, almuerzo a rodo. Luego, al sacar nuevas damajuanas de aguardiente, pronunció Barrera un falaz discurso, empalagoso de promesas y cariño, y nos suplicó que llevásemos nuestras armas a un solo bongo, no fuera que tanto júbilo provocara alguna desgracia".

José Eustasio Rivera
17 de marzo de 2017

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Junto al fogón que fulgía en la arena, nos envolvíamos en el humo, para esquivar la plaga. Ya sería la medianoche cuando Helí Mesa resumió su brutal relato, que escuchaba yo sentado en el suelo, hundida la cabeza entre las rodillas.

—Si ustedes hubieran visto el caño Muco el día del embarco, habrían pensado que aquella fiesta no tenía fin. Barrera prodigaba abrazos, sonrisas, enhorabuenas, satisfecho de la mesnada que iba a seguirlo. Los tiples y las maracas no descansaban, y, a falta de cohetes, disparábamos los revólveres. Hubo cantos, botellas, almuerzo a rodo. Luego, al sacar nuevas damajuanas de aguardiente, pronunció Barrera un falaz discurso, empalagoso de promesas y cariño, y nos suplicó que llevásemos nuestras armas a un solo bongo, no fuera que tanto júbilo provocara alguna desgracia. Todos le obedecimos sin protesta.

«Aunque muy bebido, me siguió la corazonada de que por aquí no hay monte apropiado para organizar caucherías, y estuve a punto de volverme a buscar mi rancho, a rejuntarme con la indiecita que dejé. Pero como hasta la niña Griselda hacía burlas a mis recelos, resolví gritar como todos al embarcarme: ‘¡Viva el progresista señor Barrera! ¡Viva nuestro empresario! ¡Viva la expedición!’.

»Ya les referí lo que aconteció después de una marcha de horas, apenas caímos al Vichada. El “Palomo” y el “Matacano” estaban acampados con quince hombres en un playón, y cuando arribábamos, nos intimaron requisa a todos, diciendo que habíamos invadido territorios venezolanos. Barrera, director de la jungla, nos ordenó: ‘Compatriotas queridos, hijos amados, no os resistáis. Dejad que estos señores esculquen bongo por bongo, para que se convenzan de que somos gente de paz.

»Aquellos hombres entraron pero no salieron: se quedaron en popa y en proa como centinelas. Seguros de que íbamos desarmados, nos mandaron permanecer en un solo sitio, o dispararían sobre nosotros. Y descalabraron a los cinco que se movieron.

»Entonces clamó Barrera que él seguiría adelante, hacia San Fernando del Atabapo, a protestar contra el abuso y a reclamar del coronel Funes una crecida indemnización. Iba en el mejor bongo, con las mujeres aludidas, y con las armas y las provisiones. Y se fue, se fue, sordo a los llantos y a los reproches.

»Aprovechando la borrachera que nos vencía, nos filiaba el Palomo y nos amarraba de dos en dos. Desde ese día fuimos esclavos y en ninguna parte nos dejaban desembarcar. Tirábamos el mañoco en unas ‘coyabras’, y arrodillados, lo comíamos por parejas, como perros en yunta, metiendo la cara en las vasijas, porque nuestras manos iban atadas.

»En el bongo de las mujeres van los chicuelos, a pleno sol, mojándose las cabecitas para no morir carbonizados. Parten el alma con sus vagidos, tanto como las súplicas de las madres, que piden ramas para taparlos. El día que salimos al Orinoco, un niño de pechos lloraba de hambre. El Matacano, al verlo lleno de llagas por las picaduras de los zancudos, dijo que se trataba de la viruela, y, tomándolo de los pies, volteólo en el aire y lo echó a las ondas. Al punto, un caimán lo atravesó en la jeta, y poniéndose a flote, buscó la ribera para tragárselo. La enloquecida madre se lanzó al agua y tuvo igual suerte que la criaturilla. Mientras los centinelas aplaudían la diversión, logré zafarme las ligaduras, y, rapándole el grazt al que estaba cerca, le hundí al Matacano la bayoneta entre los riñones, lo dejé clavado contra la borda, y, en presencia de todos, salté al río.

»Los cocodrilos se entretuvieron con la mujer. Ningún disparo hizo blanco en mí. ¡Dios premió mi venganza y aquí estoy!».

* * *

Las manos de Helí Mesa me reconfortaron. Estrechélas, ansioso, y me transmitían en sus pulsaciones la contracción con que le hincaron al capataz el temerario acero en su carne odiosa. Aquellas manos, que sabían amansar la selva, también desbravaban los ríos con el canalete o con la palanca, y estaban cubiertas de dorado vello, como las mejillas del indomable joven.

—¡No me felicite usted —decía—, yo debí matarlos a todos!

—¿Y entonces, para qué mi viaje? —le repliqué.

—Tiene usted razón. A mí no me han robado mujer ninguna, pero un simple sentimiento de humanidad me enfurece el brazo. Bien sabe mi Teniente que seguiré siendo subalterno suyo, como en Arauca. Vamos, pues, a buscar a los forajidos, a libertar a los enganchados. Estarán en el río Guainía, en el «siringal» de Yaguanarí. Dejando el Orinoco, pasarían por el Casiquiare, y quién sabe qué dueño tengan ahora, porque allí dizque abundan los compradores de hombres y mujeres. El Palomo y El Matacano eran socios de Barrera en este comercio.

—¿Y tú crees que Alicia y Griselda vivan esclavas?

—Lo que sí garantizo es que valen algo, y que cualquier pudiente dará por una de ellas hasta diez quintales de goma. En eso las avaluaban los centinelas.

Me retiré por el arenal a mi chinchorro, sombrío de pesar y satisfacción. ¡Qué dicha que las fugitivas conocieran la esclavitud! ¡Qué vengador el latigazo que las hiriera! Andarían por los montes sórdidos, desgreñadas, enflaquecidas, portando en la cabeza los calderos llenos de goma, o el tercio de leña verde o los peroles de fumigar. La venenosa lengua del sobrestante las aguijaría con indecencias y no les daría respiro ni para gemir. De noche dormirían en el tambo oscuro, con los peones, en hedionda promiscuidad, defendiéndose de pellizcos y manoseos, sin saber quiénes las forzaban y poseían, en tanto que la guardia pasaría número, como indicando el turno a la hombrada lúbrica: ¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!...

De repente, con el augurio de tales visiones, el corazón empezó a crecerme dentro del pecho hasta postrarme en sofocadora impotencia. ¿Alicia llevaría en sus entrañas martirizadas a mi hijo? ¿Qué tormento más inhumano que mi tormento podía inventarse contra varón alguno? Y caí en un colapso sibilador y mi cabeza desangrábase bajo mis uñas.

Insensiblemente reaccioné de modo perverso. Barrera la habría reservado para su lecho y para su negocio, porque aquel miserable era capaz de tener concubina y vivir de ella. ¡Qué salaces depravaciones, qué voluptuosos refinamientos le habría enseñado! ¡Y de haberla vendido, bien, muy bien! ¡Diez quintales de caucho la repagaban! ¡Ella se entregaría por una sola libra!

Quizás no estaba de peona en los siringales, sino de reina en la entablada casa de algún empresario, vistiendo sedas costosas y finos encajes, humillando a sus siervas como Cleopatra, riéndose de la pobreza en que la tuve, sin poder procurarle otro goce que el de su cuerpo. Desde su mecedora de mimbre, en el corredor de olorosa sombra, suelta la cabellera, amplio el corpiño, vería desfilar a los cargadores con los bultos de caucho hacia las balandras, sudorosos y desgarrados, mientras que ella, ociosa y rica, entre los abanicos de las «iracas», apagaría sus ojos en bochorno, al son de una victrola de sedantes voces, satisfecha de ser hermosa, de ser deseada, de ser impura.

¡Pero yo era la muerte y estaba en marcha!...

* * *

En la ranchería autóctona de Ucuné nos regaló un cacique tortas de cazabe y discutió con el Pipa el derrotero que debíamos seguir: cruzar la estepa que va del Vichada al caño del Vúa, descender a las vegas del Guaviare, subir por el Inírida hasta el Papunagua, atravesar un istmo selvoso en busca del Isana bramador, y pedirle a sus corrientes que nos arrojen al Guainía, de negras ondas.

Este trayecto, que implica una marcha de meses, resulta más corto que la ruta de los caucheros por el Orinoco y el Casiquiare. Carenamos la embarcación con «peramán», y nos dimos a navegar sobre las enlagunadas sabanetas, arrodillados en la canoa, en martirizadora incomodidad, con perros y víveres, sacando, por turnos, en una concha, el agua impertinente de las lluvias.

El mulato Correa seguía con fiebre, ovillado entre la curiara, bajo el bayetón llanero que otros días le sirvió para defenderse de los toros perseguidos. Cuando le oí decir que inclinaba la cabeza sobre el pecho para escuchar un tenaz gorgojo que le iba carcomiendo el corazón, lo abracé con lástima:

—¡Animo, ánimo! ¡No pareces el hombre que conocí!

—Blanco, ésa es la verdá. El que yo era quedó en los yanos.

Quejóseme de que el Pipa le quería «apretar la maturranga» porque él se resistió a prestarle el tiple. Llamé al marullero y lo sacudí.

—Si vuelves a asustar a este pobre muchacho con tantas mentiras te amarraré desnudo en un hormiguero.

—No me crea usted de tan mala índole. Cierto que les apreté la maturranga a los fugitivos, pero a este socio se le ha encajao que el maleficio es para él. Convénzase de lo que oye —sacó de su mochila un manojo de paja, liada con alambre por la mitad, como si fuera escoba inútil, y la desenrolló, exponiendo—: Todas las noches la retorcía, pensando en el Barrera, para que sienta el estrangulamiento en la cintura y vaya trozándose hasta dividirse. ¡Ah, si yo le pudiera clavar las uñas! Conste, pues, que se salva por los miedos de este mulatito ignorante —y diciendo esto, arrojó lejos la hechicería.

A veces llevábamos en «guando» la canoa, por las costas de los raudales, o la cargábamos en hombros, como si fuera la caja vacía de algún muerto incógnito a quien íbamos a buscar en remotas tierras.

—Esta curiara parece un féretro —dijo Fidel.

Y el mulato sibilino respondió:

—Bien pué ser pa nosotros mesmos.

Aunque ignorados ríos nos ofrecían pródiga pesca, la falta de sal nos mermó el aliento y a los zancudos se sumaron los vampiros. Todas las noches agobiaban los mosquiteros, rechinando, y era indispensable tapar los perros. Alrededor de la hoguera el tigre rugía, y hubo momentos en que los tiros de nuestros fusiles alarmaron las selvas, siempre interminables y agresivas.

Una tarde, casi al oscurecer, en las playas del río Guaviare advertí una huella humana. Alguien había estampado sobre la greda el contorno de un pie, enérgico y diminuto, sin que su vestigio reapareciera por ninguna parte. El Pipa, que cazaba peces con las flechas, acudió a mi llamamiento, y en breve todos mis camaradas le hicieron círculo a la señal, procurando indagar el rumbo que hubiera seguido. Pero Helí Mesa interrumpió la cavilación con esta noticia:

—¡He aquí el rastro de la indiecita Mapiripana!

Y esa noche, mientras volteaba una tortuga en el asador, remató sus polémicas con el Pipa:

—No sigas argumentándome que ha sido «El Poira» el que anduvo anoche por estas playas. El Poira tiene pies torcidos, y como carga en la cabeza un brasero ardiente que no se le apaga ni al sumergirse en los remansos, se ve dondequiera el hilo de ceniza indicadora. Tracemos en este arenal una mariposa con el dedo del corazón, como exvoto propicio a la muerte y a los genios del bosque, pues voy a contar la historia de la indiecita Mapiripana.

A excepción de los maipureños, todos obedecimos.

* * *

«La indiecita Mapiripana es la sacerdotisa de los silencios, la celadora de manantiales y lagunas. Vive en el riñón de las selvas, exprimiendo las nubecillas, encauzando las filtraciones, buscando perlas de agua en la felpa de los barrancos, para formar nuevas vertientes que den su tesoro claro a los grandes ríos. Gracias a ella, tienen tributarios el Orinoco y el Amazonas.

»Los indios de estas comarcas le temen, y ella les tolera la cacería a condición de no hacer ruido. Los que la contrarían no cazan nada; y basta fijarse en la arcilla húmeda para comprender que pasó asustando los animales y marcando la huella de un solo pie, con el talón hacia adelante, como si caminara retrocediendo. Siempre lleva en las manos una parásita y fue quien usó primero los abanicos de palmera. De noche se la siente gritar en las espesuras, y en los plenilunios costea las playas, navegando sobre una concha de tortuga, tirada por “bufeos”, que mueven las aletas mientras ella canta.

»En otros tiempos vino a estas latitudes un misionero, que se emborrachaba con vino de palmas y dormía en el arenal con indias impúberes. Como era enviado del cielo a derrotar la superstición, esperó que la indiecita bajara cierta noche de los remansos del Chupave, para enlazarla con el cordón del hábito y quemarla viva, como a las brujas. En un recodo de estos playones, tal vez en esa arena donde ustedes están sentados, veíala robarse los huevos de “terecay”, y advirtió al fulgor de la luna llena que tenía un vestido de telarañas y apariencias de viudita joven. Con lujurioso afán empezó a seguirla, mas se le escapaba en las tinieblas; llamábala con premura, y el eco engañoso respondía. Así lo fue internando en las soledades hasta dar con una caverna donde lo tuvo preso muchos años.

»Para castigarle el pecado de la lujuria, chupábale los labios hasta rendirlo, y el infeliz, perdiendo su sangre, cerraba los ojos para no verle el rostro, peludo como el de un mono orangután. Ella, a los pocos meses, quedó encinta y tuvo dos mellizos aborrecibles: un vampiro y una lechuza. Desesperado el misionero porque engendraba tales seres, se fugó de la cueva, pero sus propios hijos lo persiguieron, y de noche, cuando se escondía, lo sangraba el vampiro, y la lechuza lo reflejaba, encendiendo sus ojos parpadeantes, como lamparillas de vidrio verde.

»Al amanecer proseguía la marcha, dando al flácido estómago alguna ración de frutas y “palmitos”. Y desde la que hoy se conoce con el nombre de Laguna Mapiripana, anduvo por tierra, salió al Guaviare, por aquí arriba, y, desorientado, remontólo en una canoa que halló clavada en un varadero; pero le fue imposible vencer el chorreón de Mapiripán, donde la indiecita había enfurecido el agua, metiendo en la corriente enormes piedras. Descendió luego a la hoya del Orinoco y fue atajado por los raudales del Maipures, obra endemoniada de su enemiga, que hizo también los saltos del Isana, del Inírida y del Vaupés. Viendo perdida toda esperanza de salvación, regresó a la cueva, guiado por los foquillos de la lechuza, y al llegar vio que la indiecita le sonreía en su columpio de enredaderas florecidas. Postróse para pedirle que lo defendiera de su progenie, y cayó sin sentido al escuchar esta cruel amonestación: ‘¿Quién puede librar al hombre de sus propios remordimientos?’.

»Desde entonces se entregó a la oración y a la penitencia y murió envejecido y demacrado. Antes de la agonía, en su lecho mísero de hojas y líquenes, lo halló la indiecita tendido de espaldas agitando las manos en el delirio, como para coger en el aire a su propia alma; y al fenecer, quedó revolando entre la caverna una mariposa de alas azules, inmensa y luminosa como un arcángel, que es la visión final de los que mueren de fiebres en estas zonas».

* * *

Nunca he conocido pavura igual a la del día que sorprendí a la alucinación en mi cerebro. Por más de una semana viví orgulloso de la lucidez de mi comprensión, de la sutileza de mis sentidos, de la finura de mis ideas; me sentía tan dueño de la vida y del destino, hallaba tan fáciles soluciones a sus problemas, que me creí predestinado a lo extraordinario. La noción del misterio surgió en mi ser. Gozábame en adiestrar la fantasía y me desvelaba noches enteras, queriendo saber qué cosa es el sueño y si está en la atmósfera o en las retinas.

Por primera vez mi desvío mental se hizo patente en el hosco Inírida, cuando oí a las arenas suplicarme: «No pises tan recio, que nos lastimas. Apiádate de nosotras y lánzanos a los vientos, que estamos cansadas de ser inmóviles».

Las agité con braceo febril, hasta provocar una tolvanera, y Franco tuvo que sujetarme por el vestido porque no me arrojara al agua al escuchar las voces de las corrientes: «¿Y para nosotras no hay compasión? Cógenos en tus manos, para olvidar este movimiento, ya que la arena impía no nos detiene y le tenemos horror al mar».

Apenas toqué las ondas se fugó la demencia, y comencé a sufrir la tortura de que mi propio ser me causara recelo.

A veces, por distraer la preocupación, empuñaba el remo hasta quedar exhausto, procurando indagar en las miradas de mis amigos el estado de mi salud. Con frecuencia los sorprendía haciéndose guiños de desconsuelo, pero me estimulaban así: «No te fatigues mucho: hay que saber lo que son las fiebres».

Sin embargo, yo comprendía que se trataba de algo más grave, y hacía esfuerzos poderosos de sugestión para convencerme de mi normalidad. Enriquecía mis discursos con amenos temas, resucitaba en la memoria antiguos versos, complacido de la viveza de mi razón, y me hundía luego en lasitudes letárgicas, que terminaban de esta manera: «Franco, dime, por Dios, si me has oído algún disparate».

Poco a poco mis nervios se restauraron. Una mañana desperté alegre y me di a silbar un aire de amor. Más tarde me tendí sobre las raíces de una caoba, y, de cara a los grumos, me burlé de la enfermedad, achacando a la neurastenia mis aprensiones pretéritas. Mas, de pronto, empecé a sentir que estaba muriéndome de catalepsia. En el vahído de la agonía, me convencí de que no soñaba. ¡Era lo fatal, lo irremediable! Quería quejarme, quería moverme, quería gritar, pero la rigidez me tenía cogido y solo mis cabellos se alborotaban, con la premura de las banderas durante el naufragio. El hielo me penetró por las uñas de los pies, y ascendía progresivamente, como el agua que invade un terrón de azúcar; mis nervios se iban cristalizando, retumbaba mi corazón en su caja vítrea y el globo de mi pupila relampagueó al endurecerse.

Aterrado, aturdido, comprendí que mis clamores no herían el aire; eran ecos mentales que se apagaban en mi cerebro, sin emitirse, como si estuviera reflexionando. Mientras tanto, proseguía la lucha tremenda de mi voluntad con el cuerpo inmóvil. A mi lado empuñaba una sombra la guadaña y principió a esgrimirla en el viento, sobre mi cabeza. Despavorido esperaba el golpe, mas la muerte se mantenía irresoluta, hasta que, levantando un poco el astil, lo descargó a plomo en mi cráneo. La bóveda parietal, a semejanza de un vidrio ligero, tintineó, al resquebrajarse y sus fragmentos resonaron en el interior, como las monedas entre la alcancía.

Entonces la caoba meció sus ramas y escuché en sus rumores estos anatemas: «Picadlo, picadlo con vuestro hierro, para que experimente lo que es el hacha en la carne viva. ¡Picadlo aunque esté indefenso, pues él también destruyó los árboles y es justo que conozca nuestro martirio!».

Por si el bosque entendía mis pensamientos, le dirigí esta meditación: «¡Mátame, si quieres, que estoy vivo aún!».

Y una charca podrida me replicó: «¿Y mis vapores? ¿Acaso están ociosos?».

Pasos indiferentes avanzaron en la hojarasca. Franco acercose sonriendo y con la yema de su dedo índice me tentó la pupila estática: «¡Estoy vivo, estoy vivo! —le gritaba dentro de mí—. Pon el oído sobre mi pecho y escucharás las pulsaciones».

Extraño a mis súplicas mudas, llamó a mis compañeros para decirles sin una lágrima: «Abrid la sepultura, que está muerto. Era lo mejor que podría sucederle». Y sentí con angustia desesperada los golpes de la pica en el arenal.

Entonces, en un esfuerzo sobrehumano, pensé al morir: «¡Maldita sea mi estrella aciaga, que ni en vida ni en muerte se dieron cuenta de que yo tenía corazón!».

Moví los ojos. Resucité. Franco me sacudía:

—¡No vuelvas a dormir sobre el lado izquierdo, que das alaridos pavorosos!

¡Pero yo no estaba dormido! ¡No estaba dormido!

* * *

Los maipureños que vinieron del Vichada con Helí Mesa parecían mudos. Adivinar su edad era empresa tan aleatoria como calcularles los años a los «careyes». Ni el hambre, ni la fatiga, ni las contrariedades alteraron el pasivo ceño de su indolencia. A semejanza de los ánades pescadores, que exhiben en la playa su pareja gris, acordes en el vuelo y en el descanso, siempre juntos, señeros y tristes, convivían aquellos indígenas, entendiéndose a medias voces y apartándose de nosotros en las quedadas, para acomodarse en mellizo grupo a sorber el pocillo de yucuta, después de encender las fogatas, de recoger las puyas de pescar, y de fornir anzuelos y guarales.

Nunca los vi mezclarse con los guahibos de Mucucuana ni celebrarle al Pipa sus anécdotas y carantoñas. Ni pedían ni daban nada. El Catire Mesa era su intermediario y con él sostenían lacónicos diálogos, exigiendo la entrega de la curiara —que era su única hacienda—, pues ansiaban tornar a su río.

—Ustedes deben acompañarnos hasta el Isana.

—No podemos.

Cuando entrábamos al Inírida, el mayor de ellos me encareció, en tono mitad de súplica y amenaza:

—Déjanos regresar al Orinoco. No remontes estas aguas que son malditas. Arriba, caucherías y guarniciones. Trabajo duro, gente maluca, matan los indios.

Esto me confirmaba viejos informes que el Pipa nos dio para que desistiéramos de acercarnos a las barracas del Guaracú.

Por la tarde hice que Franco los interrogara más ampliamente, y, aunque remisos al cuestionario, dijeron que en el istmo del Papunagua vivía una tribu cosmopolita, formada por prófugos de siringales desconocidos, hasta del Putumayo y del Acajú, del Apoporis y del Macaya, del Vaupés y del Papurí, del Ti–Paraná (río de la sangre), del Tui–Paraná (río de la espuma), y tenían corredores entre la selva, para cuando fueran patrullas armadas a perseguirlos; que, desde años atrás, unos guayaneses de poca monta establecieron una fábrica cerca al Isana, para ir avasallando a los fugitivos, y los administraba un corso llamado «El Cayeno»; que debíamos torcer rumbo, porque si dábamos con los prófugos nos tratarían como a enemigos; y si con las barracas, nos pondrían a trabajar por el resto de nuestra vida.

Destiñóse en las aguas el postrer lampo. Oscureció. Encontradas preocupaciones me combatían con el desvelo. Aquella noticia, verídica o falsa, me puso triste. En los montes se espesaba la oscuridad. ¿Qué acontecimientos se cumplirían con mi presencia más allá de esas sombras?

Hacia la media noche sentí ladridos y palabras de gresca. Frente a la canoa se destacaba el corrillo discutidor.

—¡Mátalo! ¡Mátalo!, —decía Mesa. Franco me llamó a gritos. Acudí presuroso, revólver en mano.

—Estos bandidos iban a largarse con la canoa. ¡Querer botarnos en estas selvas, a morir de hambre! ¡Dicen que el Pipa los aconsejó!

—¿Quién me calumnia? ¡Eso no es posible! ¿Seré yo capaz de malos consejos?

Los maipureños le argumentaron tímidos:

—Nos rogaste embarcar tu cama y dos carabinas.

—¡Confusión lamentable! Yo les propuse que se fugaran, por conocer sus intenciones. Dijeron que no. Resulta que sí. ¡No haberlos denunciado de cualquier modo! ¡No poder clavarles las uñas!

Cortando la discusión, decidí flagelar al Pipa y encomendé tal faena a sus cómplices. Culebreábase más que los látigos, imploraba clemencia entre plañidos y hasta llegó a invocar el nombre de Alicia. Por eso, cuando le saltó la primera sangre, lo amenacé con tirárselo a los caribes. Entonces aparentó que se desmayaba, ante el pasmo angustioso de maipureños y guahibos, a quienes advertí, enfáticamente, que en lo sucesivo dispararía sobre cualquiera que se levantara del chinchorro sin dar el aviso reglamentario.

Las semanas siguientes las malgastamos en domeñar raudales tronitosos. Mas cuando creíamos escaladas todas las torrenteras, nos trajo el eco del monte el fragor de otro rápido turbulento, que batía a lo lejos su espuma brava como un gallardete sobre el peñascal. En zumbadora rapidez enarcábase el agua, provocando una ventolina que remecía las guedejas de los bambúes y hacía vacilar el iris ingrávido, con un bamboleo de la arcada móvil entre la niebla de los hervideros.

A lo largo de ambas orillas erguía sus fragmentos el basalto roto por el río —tormentoso torrente en estrecha gorja—, y a la derecha, como un brazo que el cerro les tendía a los vórtices, sobreaguaba la hilera de rocas máximas con su serie de cascadas fulgentes. Era preciso forzar el paso de la izquierda porque los cantiles no permitían sacar en vilo la curiara. Acostumbrados a vencer estas maniobras, la sirgábamos por la cornisa de un voladero, pero al dar con el triángulo de los arrecifes, resistióse a bandazos y cabezadas en el torbellino ensordecedor, falta de lastre y de timonel. Helí Mesa, que dirigía el trajín titánico, montó el revólver al ordenarles a los maipureños que descendieran por una laja y ganaran de un salto la embarcación para palanquearla de popa y de proa. Los briosos nativos obedecieron, y dentro del leño resbaladizo, que zigzagueaba sobre las espumas, forcejearon por impelerlo hacia la chorrera; mas de repente, al reventarse las amarras, la canoa retrocedió sobre el tumbo rugiente, y antes que pudiéramos lanzar un grito, el embudo trágico los sorbió a todos.

Los sombreros de los dos náufragos quedaron girando en el remolino, bajo el iris que abría sus pétalos como la mariposa de la indiecita Mapiripana.

* * *

La visión frenética del naufragio me sacudió con una ráfaga de belleza. El espectáculo fue magnífico. La muerte había escogido una forma nueva contra sus víctimas, y era de agradecerle que nos devorara sin verter sangre, sin dar a los cadáveres livores repulsivos. ¡Bello morir el de aquellos hombres, cuya existencia apagase de pronto, como una brasa entre las espumas, al través de las cuales subió el espíritu haciéndolas hervir de júbilo!

Mientras corríamos por el peñasco a tirar el cable de salvamento, en el ímpetu de una ayuda tardía, pensaba yo que cualquier maniobra que acometiéramos aplebeyaría la imponente catástrofe; y, fijos los ojos en la escollera, sentía el dañino temor de que los náufragos sobreaguaran, hinchados, a mezclarse en la danza de los sombreros. Mas ya el borbotón espumante había borrado con oleadas definitivas las huellas últimas de la desgracia.

Impaciente por la insistencia de mis compañeros, que rondaban de piedra en piedra, grité:

—¡Franco, tú eres un necio! ¿Cómo pretendes salvar a quienes perecieron súbitamente? ¿Qué beneficio les brindarías si resucitaran? ¡Déjalos ahí, y envidiemos su muerte!

Franco, que recogía desde la margen tablones rotos de la embarcación, se armó con uno de ellos para golpearme.

—¿Nada te importan tus amigos? ¿Así nos pagas? ¡Jamás te creí tan inhumano, tan detestable!

Yo, en el estallido de su cólera, permanecía perplejo. Tuve vagas nociones del deber y busqué con la mirada mi carabina. Por sobre el eco de los torrentes me herían las palabras de la agresión, que Franco seguía emitiendo a gritos al par que manoteaba ante mi rostro. Jamás había conocido yo una iracundia tan elocuente y tumultuosa. Habló de su vida sacrificada por mi capricho, habló de mi ingratitud, de mi carácter voluntarioso, de mi rencor. Ni siquiera había sido leal con él cuando pretendí disfrazar mi condición en La Maporita: decirle que era hombre rico, cuando la penuria me denunciaba como un herrete; decirle que era casado, cuando Alicia revelaba en sus actitudes la indecisión de la concubina. ¡Y celarla como a una virgen después de haberla encanallado y pervertido! ¡Y desgañitarme porque otro se la llevaba, cuando yo, al raptarla, la había iniciado en la perfidia! ¡Y seguirla buscando por el desierto, cuando en las ciudades vivían aburridas de su virtud solícitas mujeres de índole dócil y de hermosa estampa! ¡Y arrastrarlos a ellos en la aventura de un viaje mortífero, para alegrarme de que perecieran trágicamente! ¡Todo por ser yo un desequilibrado, tan impulsivo como teatral!

Esta última frase me cayó como un martillazo. ¿Yo desequilibrado? ¿Por qué? Apresuréme a devolverle el golpe y fue feliz mi acometida.

—¡So estúpido! ¿En dónde está mi desequilibrio? ¡Lo que voy haciendo por Alicia lo hiciste ya por Griselda! ¿Crees que no lo sabía? ¡Por ella asesinaste a tu Capitán!

Y para ofenderlo con el mayor ahínco, agregué, parodiando un concepto célebre:

—¡No está lo malo en tener querida, sino en casarse con ella!

Mientras lo hería con risotadas de sarcasmo, apoyóse en la roca enhiesta. Hubo un instante en que creí que fuera a caer. Mi voz lo había traspasado como una lanza. Entonces escuché revelaciones abrumantes:

—Yo no le di muerte a mi Capitán. Lo apuñaló la Griselda misma. Aquí está el «Catire». Mesa, que fue a darme el aviso. Es verdad que en la sala oscura hice tiros, sin saber cómo. La mujer me quitó el revólver y encendió luz, advirtiéndome con frase heroica: «Éste apagó la vela para venírseme por las malas, y aquí lo tienes». ¡Estaba revolcándose en su propia sangre!

«La Griselda, por culpable que resultara, se había redimido con su bravura. Le quité el puñal y me di preso, declarando ser el autor de todo. Pero el Capitán evitó el escándalo. ¡No acusó a nadie!

»Digan éstos que me oyen, cómo me expoliaba el Juez de orocué. Quiso sumariar mi amancebamiento, pero vaciló ante la idea de que pudiéramos ser casados. Por eso la Griselda, que es mujer viva, no perdía ocasión de predicar nuestro matrimonio. En esa mentira se apoyaba nuestra conveniencia. ¡Juro que he dicho la verdad!».

Tanta sorpresa me causaron aquellos hechos, que sentía un mareo de confusión e incertidumbre. Fidel seguía desnudando su corazón y descubriendo dramas íntimos, penas de hogar, hastíos de convivencia con la homicida, proyectos de anhelada separación. Todos los días cultivó el deseo de que la mujer lo abandonara, ahorrándole así la vergüenza de repudiarla sin motivo justificable. Mas ella, por desgracia, no le había sido infiel, y de tal manera se dio a considerarlo y atenderlo, que lo ligó indestructiblemente con una lástima cariñosa, superior al más grave desvío. Para ella había organizado, a fuerza de sudores, la fundación de La Maporita. Quería dejarle un pasar mediano, mientras prescribía la deserción, para después volverse a Antioquia. Mas cuando se dio cuenta de que Barrera la anhelaba, se encendió en celos. Tal vez sin mi ejemplo pernicioso se hubiera resignado a dejarla libre; pero yo le contagié mi furor y ahora seguía mis pasos hacia el desastre. Y ya era imposible la reflexión. ¡No podía volverse atrás! ¡Ni viva ni muerta admitiría a la desertora; pero tampoco iba a causarle daño! ¡En verdad no sabía qué hacer!

No guardo otra memoria de su discurso: aunque lo oía no lo escuchaba. El velo del pasado se descorrió a mis ojos. Olvidados detalles se esclarecieron y me di cuenta de inadvertidas circunstancias. ¡Con razón la niña Griselda quería emigrar! ¡Por algo elevó sus alaridos de consternación el día que empuñé mi cuchillo contra Millán para impedir que arrebatara la mercancía a don Rafael! El relampagueo del arma lúcida le representaría la escena terrible, cuando sobre la sangre del seductor encendió la vela, señalándolo: «Quiso venírseme por las malas, y aquí lo tienes». Recordé asimismo sus sentencias contra los hombres y hasta el estribillo con que morigeraba mis atrevimientos: «¡Si no has de yevarme, no seas indino! ¿Qué tás pensando? ¡Con vos he sido mujer chancera, pero con otros... me hice valé!». Y, estremecida, descargaba el puño sobre mi pecho como para clavarme el hierro vengador.

Y de esa mujer sonriente y salvaje había hecho Alicia su asesora, su confidente. En su alma reconcentrada e inexperta iba desarrollándose un carácter nuevo, bajo la influencia peligrosa de la amiga. Pensando tal vez que yo la repudiaría en cualquier momento, puso su esperanza en el amparo de la patrona, a quien imitaba hasta en sus defectos, sin admitir mis reconvenciones, para darme a entender que no estaba sola y que podía yo abandonarla cuando quisiera.

Cierta vez la niña Griselda, ausente yo, le daba clases de tiro al blanco. Sorprendílas con el revólver humeante y permanecieron impasibles, como si estuvieran con la costura.

—¿Qué es esto, Alicia? ¿A tal punto has perdido la timidez?

Sin responderme, encogióse de hombros, pero su compañera dictaminó sonriendo:

—¡Es que las mujeres debemos saber de tóo! ¡Ya no hay garantía ni con los maríos!

Helí Mesa vino a interrumpir mi meditación con esta súplica:

—¡Una amistad como la de ustedes resiste choques! Este altercado no tiene importancia. Las manos del Teniente no se han manchado. Puede estrecharlas.

Mientras oprimía las de Fidel, le ordené al Catire:

—¡Dame también las tuyas, que por justicieras se mancharon!

El Pipa y los guahibos se fugaron aquella noche.

* * *

«Amigos míos, faltaría a mi conciencia y a mi lealtad si no declarara en este momento, como anoche, que sois libres de seguir vuestra propia estrella, sin que mi suerte os detenga el paso. Más que en mi propia vida pensad en la vuestra. Dejadme solo, que mi destino desarrollará su trayectoria. Aún es tiempo de regresar a donde queráis. El que siga mi ruta va con la muerte.

»Si insistís en acompañarme, que sea corriendo el mundo por cuenta propia. Seremos solidarios por la amistad y el provecho común; pero cada cual afrontará por separado su destino. De otra manera, no aceptaré vuestra compañía.

»Decís que desde la boca de esta corriente en el Guaviare sólo se gasta media jornada en bajar al pueblo de San Fernando. Si no teméis que el coronel Funes pueda prenderos como sospechosos, desandad las orillas de estos rápidos, haceos una balsa de platanillos y dejadla rodar hacia el Atabapo. Vuestra despensa está en los montes: leche de seje, tallos de “manaca”.

»Por mi parte, sólo os demando que me ayudéis a ganar la opuesta margen. Aseveraban los maipureños que el Papunauga abre su delta a pocos kilómetros de este salto y que allí moran los indios “puinabes”. Con ellos quiero atreverme hasta el Guainía. Y ya sabéis lo que pretendo, aunque parezcan cosas de loco».

Así amonesté a mis compañeros la mañana que amanecimos en el Inírida abandonados sobre unas rocas.

El Catire Mesa respondió por todos:

—Los cuatro formaremos un solo hombre. No hemos nacido para reliquias. ¡A lo hecho, pecho!

Y me precedió por la orilla abrupta, buscando el punto mejor para aventurarnos en la travesía, sin llevar otro equipo que los chinchorros y las armas.

Claramente, desde aquel día, tuve el presentimiento de lo fatal. Todas las desgracias que han sucedido se me anunciaron en ese momento. Sin embargo, avancé indomable por la playa arriba, mirando a veces, con íntimo afán la contraria costa, seguro de que mis plantas no volverían a hollar nunca el suelo que invadían. Cuando mis ojos encontraban los de Fidel, sonreíamos silenciosos.

—Mejor que el Pipa se picuriara —exclamó Correa—. Ese bandío endemoniao y repelente, era peligroso. ¡Cómo fregó con la cantaleta de que saliéramos al Guainía por el arrastraero del caño Neuquén! ¡Toos estos montes le metían mieos! Pero más el coronel Funes.

—Dices bien —le repuse—. Siempre temía que en cualquier raudal saliera a atacarnos la indiada prófuga que se guarece en este desierto, donde son sus defensas chorros y espesuras.

—Y dale que dale con la «fregancia» de que veía humos en los riscos. Y no admitía que eran vapores de otras cascáas.

—Pero es innegable que ha andado gente por aquí —observó Mesa—. Miren la poyata del remanso: espinas de pescado, fogones, cáscaras.

—Algo más raro aún —agregó Franco—. Latas de salmón, botellas vacías. No se trata de indios solamente. Éstos son gomeros recién entrados.

Al escuchar tales palabras pensé en Barrera, mas afirmó el Catire, cual si adivinara mis cavilaciones:

—Tengo plena evidencia de que nuestra gente está en el Guainía. Por lo demás, los rastros son pocos. No han pisoteado el arenal veinte personas, y todas las huellas son de pies grandes. Éstos han sido venezolanos. Conviene tirarnos a la orilla para buscar más señas. En la línea oscura de aquellos montes se ve un claro. Tal vez el estuario del río Papunagua.

Y aquella tarde, tendidos de pecho en una balsa y braceando en la espuma por falta de remos, pasamos a la opuesta riba, sobre la onda apacible que ensangrentaba el sol.

* * *

Mi dureza contra el vigía fue bestial. Lo hubiera matado al menor intento de resistencia. Cuando bajaba con trémulos pies los escalones del palo oblicuo que servía de escalera al zarzo, lo empujé para que cayera; y al mirarlo de bruces, inofensivo, atolondrado, lo agarré por el pelo para verle la cara. Era un anciano de elevada estatura, que me miraba con tímidos ojos y erguía los brazos sobre la cabeza por impedir que lo macheteara. Sus labios se estremecían con suplicantes balbuceos:

—¡Por Dios! ¡No me mate usted, no me mate usted!

Al escuchar tal imploración, percibiendo la semejanza que la ancianidad venerable da a los hombres, me acordé de mi anciano padre, y, con alma angustiada, abracé al cautivo para levantarlo del suelo en que yacía. En mi propio sombrero le ofrecí agua.

—Perdóneme —le dije—; no me había dado cuenta de su vejez.

Mientras tanto mis compañeros, que sitiaban el barracón para garantizar mi acometida, saquearon el zarzo, antes que pudiera contenerlos. Persona alguna hallábase en él. Bajaron con la carabina del prisionero.

—¿De quién es este máuser? —le gritó Franco.

—Mío, señor —dijo el aludido con voz agitada.

—¿Y qué hace usted aquí armado de máuser?

—Me dejaron enfermo hace días.

—¡Usted es centinela de los raudales! ¡Y si lo niega, lo fusilamos!

El hombre, vuelto hacia Franco, quería postrarse:

—¡Por Dios, no me mate! ¡Piedad de mí!

—¿Dónde están —pregunté— las personas que lo dejaron?

—Se fueron antier para el alto Inírida.

—¿Qué cadáveres han guindado sobre los peñascos cimeros del río?

—¿Cadáveres?

—¡Sí, señor; sí señor! Los encontramos esta mañana porque los zamuros los denunciaron. Cuelgan de unas palmeras, desnudos, amarrados con alambres por las mandíbulas.

—Es que el Coronel Funes vive en guerra con el Cayeno. Hace una semana que los vigías vieron remontar una embarcación. Y como el Cayeno tiene correos, le llegó el aviso al día siguiente. Trajo desde el Isana veinticinco hombres y asaltó a los navegantes.

—Esa embarcación —repuso el Catire— fue la de las huellas en los playones. Ésos eran los humos que observaba el Pipa.

—Díganos usted qué gente era ésa.

—Unos secuaces del coronel que venían de San Fernando a robar caucho y cazar indios. Todos murieron. Y es costumbre colgarlos para escarmiento de los demás.

—¿Y el Cayeno dónde se halla?

—Hace lo que los otros venían a hacer.

El viejo agregó después de una pausa:

—¿Y la tropa de ustedes, dónde está? ¿Por dónde vino sin que la vieran?

—Una parte esculca los montes; otra ya remonta el Papunagua. El Cayeno asesinó nuestra descubierta mientras forzábamos los raudales.

—Señor, dígale a su gente que si da con tambos desiertos no utilice el mañoco que en ellos encuentre. Ese mañoco tiene veneno.

—¿También los mapires que están aquí?

—También. El mañoco que sirve lo tenemos oculto.

—Tráigalo, y coma usted en nuestra presencia.

Cuando el anciano se movió para obedecerme, le miré las canillas llenas de úlceras. Dióse cuenta de mis miradas y con acento humilde encareció:

—Abran ustedes mismos el «mapire». Verdaderamente, provoco asco.

Y al recibir la afrechosa harina que le ofreció el mulato en una totuma, empezó a ingerirla, sin velar sus lágrimas. Por reanimarlo, le dije solícito:

—No se aflija usted si la vida es dura. Déjenos saborear sus provisiones. ¡Usted es alguien! Ya seremos buenos amigos.

* * *

Aquella noche incendiaban la sombra los relámpagos y la selva crujía con rumores tétricos. Hasta cuando el viento lluvioso apagó la hoguera, estuve escuchando la conversación de mis camaradas con el inválido; pero me vencía el pesado sueño y perdí la ilación de la conferencia. El viejo se llamaba Clemente Silva y decía ser pastuso. Dieciséis años había vagado por los montes, trabajando como cauchero, y no tenía ni un solo centavo.

En un momento que desperté, exponía en el tono explícito de quien hace constar un favor:

—Yo vi las avanzadas de ustedes. Tres nadadores cruzaban el río. Temeroso de que el Cayeno regresara, callé. Y hoy cuando había resuelto coger la trocha...

—Hola —interrumpí, enderezándome en el chinchorro—. ¿Cuántas personas vio usted? ¿Y cuándo?

—Tengo seguridad de lo que digo: Tres nadadores, hace dos días. Serían las siete de la mañana. Por más señas, traían sus ropas amarradas en la cabeza. Ha sido milagro que el Cayeno no los capturara. Pasan tantas cosas en este infierno...

—Buenas noches. Sé quienes son. No conversemos más.

Así dije, para evitar posibles indiscreciones de mis compañeros. Pero ya no pude dormir, pensando en el Pipa y los indígenas. Ante los peligros que nos rodeaban me sentía nervioso, alicaído; mas formé la resolución de acabar con aquella vida de sobresaltos, sucumbiendo de cualquier modo, con mis rencores y caprichos, antes que cejar en mis propósitos. ¿Por qué don Clemente Silva no me descerrajó un tiro, si con esa ilusión lo asalté? ¿Por qué se retardaba el Cayeno con las cadenas y los suplicios? ¡Ojalá me guindara de un árbol, donde el sol pudriera mis carnes y el viento me agitara como un péndulo!

—¿Dónde está don Clemente Silva? —le pregunté al Catire Mesa cuando amaneció.

—Lavándose la cara en la zanjita.

—¿Y por qué lo dejaron solo? Si se fugara...

—No hay ningún temor. Franco anda con él. Toda la madrugada estuvo quejándose de la pierna.

—¿Y tú qué opinas de ese pobre viejo?

—Es nuestro paisano y no lo sabe. Creo que se le debe confesar todo y pedirle ayuda.

Cuando bajé a la fuente, me enternecí al ver que Fidel le lavaba las llagas al afligido. Éste, al sentir mis pasos, avergonzóse de su miseria y alargó hasta el tobillo el pantalón. Con turbado acento me contestó los buenos días.

—¿Estas lacraduras de qué provienen?

—Ay, señor, parece increíble. Son picaduras de sanguijuelas. Por vivir en las ciénagas picando goma, esa maldita plaga nos atosiga, y mientras el cauchero sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él. La selva se defiende de sus verdugos, y al fin el hombre resulta vencido.

—A juzgar por usted, el duelo es a muerte.

—Eso sin contar los zancudos y las hormigas. Está la «veinticuatro», está la «tambocha», venenosas como escorpiones. Algo peor todavía: la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como fiebre. El ansia de riquezas convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones. El peón sufre y trabaja con deseo de ser empresario que pueda salir un día a las capitales a derrochar la goma que lleva, a gozar de mujeres blancas y a emborracharse meses enteros, sostenido por la evidencia de que en los montes hay mil esclavos que dan sus vidas por procurarle estos placeres, como él lo hizo para su amo anteriormente. Sólo que la realidad anda más despacio que la ambición y el beri–beri es mal amigo. En el desamparo de vegas y estradas, muchos sucumben de calentura, abrazados al árbol que mana leche, pegando a la corteza sus ávidas bocas, para calmar, a fuerza de agua, la sed de la fiebre con caucho líquido; y allí se pudren como las hojas, roídos por ratas y hormigas, únicos millones que les llegaron, al morir.

»El destino de otros es menos precario: a fuerza de ser crueles ascienden a capataces, y esperan cada noche, con libreta en mano, a que entreguen los trabajadores la goma extraída para sentar su precio en la cuenta. Nunca quedan contentos con el trabajo y el rebenque mide su disgusto. Al que trajo diez litros le abonan sólo la mitad, y con el resto enriquecen ellos su contrabando, que venden en reserva al empresario de otra región, o que entierran para cambiarlo por licores y mercancías al primer “chuchero” que visite los siringales. Por su parte, algunos peones hacen lo propio. La selva los arma para destruirlos, y se roban y se asesinan, a favor del secreto y la impunidad, pues no hay noticia de que los árboles hablen de las tragedias que provocan».

—¿Y usted por qué soporta tantas desdichas? —repliqué indignado.

—Ay, señor, la desgracia lo anula a uno.

—¿Y por qué no se vuelve a su tierra? ¿Qué podemos hacer para libertarlo?

—Gracias, señor.

—Por ahora es preciso curar sus llagas. Permítame que le haga remedios.

Y aunque el viejo, asombrado, se resistía, remánguele hasta la corva el pantalón, y me arrodillé para examinarlo.

—Fidel, ¿estás ciego? ¡En estas úlceras hay gusanos!

—¡Gusanos! ¡Gusanos!

—Sí, hay que buscar «otoba» para matárselos.

El viejo comentaba, quejándose:

—¿Será posible? ¡Qué humillación! ¡Gusanos! ¡Gusanos! ¡Y fue que un día me quedé dormido y me sorprendieron los moscones!

Cuando lo condujimos a la barraca, repetía:

—¡Engusanado, engusanado y estando vivo!

* * *

—Sepa usted, —le dije esa tarde— que soy por idiosincrasia el amigo de los débiles y de los tristes. Aunque supiera que usted iba a traicionarnos mañana mismo, sería respetada su invalidez de hoy. No sé si tengan crédito mis palabras, pero piense que podríamos ultimarlo sólo por ser cómplice de un bandido como el Cayeno. Me ruega usted que le diga adónde queremos conducirlo preso y se le permita lavar sus trapos para morir con ropa limpia; pues bien, ni lo mataremos ni lo apresaremos. Antes, le pido que se encargue de nuestra suerte, porque somos paisanos suyos y venimos solos.

El anciano púsose de pie para convencerse de que no soñaba. Sus ojos incrédulos nos medían con insistencia, y, tendiendo los brazos hacia nosotros, exclamó:

—¡Sois colombianos! ¡Sois colombianos!

—Como lo oye, y amigos suyos.

Paternalmente nos fue estrechando contra su pecho, sacudido por la emoción. Después quiso hacernos preguntas promiscuas acerca de la patria, de nuestro viaje, de nuestros nombres. Mas yo le interrumpí de esta manera:

—Ante todo, jure usted que contaremos con su lealtad.

—¡Lo juro por Dios y por su justicia!

—Muy bien. ¿Pero qué piensa hacer con nosotros? ¿Cree que el Cayeno nos matará? ¿Será necesario matarlo a él?

Y agregué, para ayudarlo en su desconcierto:

—O mejor: ¿el Cayeno puede volver aquí?

—No lo creo. Se fue para Caño Grande a robar caucho y cazar indios. No tiene interés ninguno en regresar pronto a sus barracones del Guaracú, donde está la «madona», que ha venido a cobrarle.

—¿Quién es esa madona de que habla?

—Es la turca Zoraida Ayram, que anda por estos ríos negociando corotos con los «siringueros» y tiene en Manaos una pulpería de renombre.

—Oiga usted. Es indispensable que nos conduzcan al Guaracú, para hablar con la señora Zoraida Ayram antes que regrese el Cayeno.

—La conozco mucho y fuí su sirviente. Ella me trajo al Río Negro desde el Putumayo. Me trataban allí tan mal, que me eché a sus pies rogándole que me comprara. Mi deuda valía dos mil soles: la pagó con mercaderías, me llevó a Manaos y a Iquitos, sin reconocerme jornal ninguno, y luego me vendió por seis contos de reis a su compatriota Miguel Pezil, para los gomales de Naranjal y Yaguanarí.

—Hola, ¿qué dice usted? ¿Conoce el siringal de Yaguanarí?

Franco, el Catire y el mulato prorrumpieron:

—¡Yaguanarí!... ¡Yaguanarí!... ¡Para allá vamos!

—¡Sí, señores! Y, según decía la madona, llegaron hace un mes a dicho lugar veinte colombianos y varias mujeres a picar goma.

—¡Veinte! ¡Tan solo veinte! ¡Si eran setenta y dos!

Hubo un grave silencio de indecisión. Nos mirábamos unos a otros, fríos y pálidos. Y repetíamos inconscientes:

—¡Yaguanarí! ¡Yaguanarí!

* * *

—Como ya les dije —agregó don Clemente Silva, después que le relatamos nuestra odisea—, no puedo suministrar otros informes. Conozco a Barrera de oídas, pero sé que tiene negocios con Pezil y con el Cayeno, y que tratan de liquidar la compañía porque la madona reclama el pago de un dinero y se niega a conceder más prórrogas. Entiendo que Barrera se había obligado a sacar de Colombia un personal de doscientos hombres; mas se apareció con un número exiguo, pues ha venido abonando a sus acreedores deudas viejas con caucheros de los que trae. Por lo demás, los colombianos no tenemos precio en estas comarcas: dicen que somos insurrectos y volvedores. Comprendo perfectamente el deseo de ponerse al habla con la madona; pero es preciso tener paciencia. Mi turno de vigía sólo se me vence el sábado próximo.

—Y si su relevo nos sorprendiera, ¿qué diría?

—No hay cuidado. Él bajará por el Papunagua y nosotros regresaremos por la «pica» nueva, dejándole un fogón prendido para que vea que estuve aquí. Desde este zarzo se domina el río y se divisan los navegantes. No comprendo cómo me capturaron ustedes.

—Veníamos perdidos por esta ribera. Y como los perros encontraron huellas humanas... Mas ese detalle poco importa. ¿Con que será preciso esperar?

—Y aparecer en las barracas a la hora que el «Váquiro» esté ausente, inspeccionando en las entradas a los caucheros. Ese capataz es muy malgeniado. Cuando yo les señale los caneyes, se presentan ustedes, solos, a quejarse de que traían, para vender, mañoco fresco y unos gendarmes se lo arrebataron. (Allá se sabe ya que esos gendarmes eran de Funes y que el Cayeno los acuchilló). Agreguen que les «trambucaron» en los raudales la curiara, y tuvieron ustedes que venirse por las orillas y los montes, hasta que yo les puse la mano. Adviertan que, como venían a pedir auxilio, los llevé a la trocha de Guaracú, y que ustedes llegan, acatando mis instrucciones, a implorar garantías. Este discurso agradará, porque aumenta el crédito de la empresa y desmiente a sus detractores.

—Cuente usted con que la novela tendrá más éxito que la historia.

—Yo llegaré luego para hacer resaltar la circunstancia de que ustedes se fueron solos y no desconfiaron.

—¿Y si nos ponen a trabajá? —observó Correa.

—Mulato, —sentencié—, no tengas miedo ¡Venimos a jugar la vida!

—En cuanto a eso, no sabría qué aconsejarles. El Cayeno es cauteloso y cruel como un cazador. Cierto que ustedes nada le deben y que van de paso hacia el Brasil. Pero si se le antoja decir que se picurearon de otras barracas...

—Explique, don Clemente. Poco sabemos de estas costumbres.

—Cada empresario de caucherías tiene caneyes, que sirven de viviendas y bodegas. Ya conocerán los del Guaracú. Esos depósitos o barracas jamás están solos, porque en ellos se guarda el caucho con las mercancías y las provisiones y moran allí los capataces y sus barraganas.

«El personal de trabajadores está compuesto, en su mayor parte, de indígenas y enganchados, quienes, según las leyes de la región, no pueden cambiar de dueño antes de dos años. Cada individuo tiene una cuenta en la que se le cargan las baratijas que le avanzan, las herramientas, los alimentos, y se le abona el caucho a un precio irrisorio que el amo señala. Jamás cauchero alguno sabe cuánto le cuesta lo que recibe ni cuánto le abonan por lo que entrega, pues la mira del empresario está en guardar el modo de ser siempre acreedor. Esta nueva especie de esclavitud vence la vida de los hombres y es transmisible a sus herederos.

»Por su lado, los capataces inventan diversas formas de expoliación: les roban el caucho a los siringueros, arrebátanles hijas y esposas, los mandan a trabajar a caños pobrísimos, donde no pueden sacar la goma exigida, y esto da motivos a insultos y latigazos, cuando no a balas de winchester. Y con decir que fulano se picureó o que murió de fiebre, se arregla el cuento.

»Mas no es justo olvidar la traición y el dolo. No todos los peones son palomas blancas: algunos solicitan enganche sólo para robarse lo que reciben, o salir a la selva por matar a algún enemigo o sonsacar a sus compañeros para venderlos en otras barracas.

»Esto dio pie a un convenio riguroso, por el cual se comprometen los empresarios a prender a todo individuo que no justifique su procedencia o que presente el pasaporte sin la constancia de que pagó lo que debía y fue dado libre por su patrón. A su vez, las guarniciones de cada río cuidan de que tal requisito se cumpla inexorablemente.

»Mas esta medida es fuente inexhausta de abusos y secuestros. ¿Si el amo se niega a expedir el salvoconducto? ¿Si el capturador despoja de él a quien lo presenta? Réstame aún advertir a ustedes que es frecuentísimo el último caso. El cautivo pasa a poder de quien lo cogió, y éste lo encentra en sus siringales, a trabajar como preso prófugo, mientras se averigua “lo conveniente”. Y corren años y años, y la esclavitud nunca termina. ¡Esto es lo que me pasa con el Cayeno!

»¡Y he trabajado dieciséis años! ¡Dieciséis años de miseria! ¡Mas poseo un tesoro que vale un mundo, que no pueden robarme, que llevaré a mi tierra si llego a ser libre: un cajoncito lleno de huesos!».

* * *

—Para poder contarles mi historia —nos dijo esa tarde— tendría que perder el pudor de mis desventuras. En el fondo de cada alma hay algún episodio íntimo que constituye su vergüenza. El mío es una mácula de familia: ¡mi hija María Gertrudis «dio su brazo a torcer»!

Había tal dolor en las palabras de don Clemente, que nosotros aparentábamos no comprender. Franco se cortaba las uñas con la navaja. Helí Mesa escarbaba el suelo con un palillo, yo hacía coronas con el humo del cigarro. Tan sólo el mulato parecía invaído en la punzante narración.

—Sí, amigos míos —continuó el anciano—. El miserable que la engañaba con promesas de matrimonio, la sedujo en mi ausencia. Mi pequeño Luciano abandonó la escuela y fue a buscarme al pueblo vecino, donde yo ejercía un modesto empleo, para contarme que los novios hablaban de noche por el solar y que su madre lo había reñido cuando le dio noticia de ello. Al oír su relato perdí el aplomo, regañélo por calumniador, le exalté la virtud de María Gertrudis y le prohibí que siguiera oponiéndose con celos y malquerencias al matrimonio de los jóvenes, que ya habían cambiado argollas. Desesperado, el pequeñuelo empezó a llorar y me declaró que estaba resuelto a perder la tierra antes que la deshonra de la familia lo hiciera sonrojarse ante sus compañeros de escuela primaria.

«Montado en una borrica, se lo envié a mi esposa con un peón, que llevaba cartas para ésta y María Gertrudis, llenas de admoniciones y consejos. ¡Ya María Gertrudis no era hija mía!

»Calculen ustedes cuál sería mi pena en presencia de mi deshonor. Medio loco, olvidé el hogar por perseguir a la fugitiva. Acudí a las autoridades, imploré el apoyo de mis amigos, la protección de los influyentes; todos me hacían tragar las lágrimas obligándome a referir detalles pérfidos, y, al final, con gestos de lástima, me recriminaban así: ‘La responsabilidad es de los padres. Hay que saber educar a los hijos’.

»Cuando, humillado por la tortura, volví a casa, me esperaba un nuevo dolor: la pizarra de Lulianito pendía del muro, cerca al pupitre, donde la brisa agitaba las páginas de un libro descuadernado; en el cajón vi los premios y los juguetes: la cachucha que le bordó la hermana, el reloj que le regalé, la medallita de la mamá. Reteñidas en la pizarra, bajo una cruz, leí estas palabras: ‘¡Adiós, adiós!’.

»Más que la parálisis, mató la pena a mi pobre esposa. Sentado a la orilla del lecho, la veía empapar en llanto la almohada, procurando infundirle el consuelo que no he conocido jamás. A veces me agarraba del brazo y lanzaba su grito demente: ‘¡Dame mis hijos! ¡Dame mis hijos!’ Por aliviarla acudí al engaño: inventéle que había logrado hacer casar a María Gertrudis y que Lulianito estaba interno en el instituto. Saboreando su pesadumbre la encontró la muerte.

»Un día, viendo que nadie, ni parientes ni amigos me acompañaban, llamé por el cercado a mi vecina para que viniera a cuidar a la enferma, mientras me ausentaba en busca del médico. Cuando regresé, vi que mi esposa tenía en las manos la pizarra de Lucianito y que la remiraba, convencida de que era el retrato del pequeñuelo. ¡Así acabó! Al colocarla en el ataúd sollocé esta frase: ‘¡Juro por Dios y por su justicia que traeré a Luciano, vivo o muerto, a que acompañe tu sepultura!’ La besé en la frente y puse sobre el pecho de la infeliz la pizarra yerta, para que llevara a la eternidad la cruz que su propio hijo había estampado».

—Don Clemente, no resucite esos recuerdos que hacen daño. Procure omitir en su narración todo lo sagrado y lo sentimental. Háblenos de sus éxodos en la selva.

Por un momento estrechó mi mano, murmurando:

—Es cierto. Hay que ser avaros con el dolor.

«Pues bien: seguía las huellas de Lucianito hacia el Putumayo. fue en Sibundoy donde me dijeron que había bajado con unos hombres un muchachito pálido, de calzón corto, que no representaba más de doce años, sin otro equipaje que un pañuelo con ropa. Negóse a decir quién era, ni de dónde venía, pero sus compañeros predicaban con regocijo que iban buscando las caucherías de Larrañaga, ese pastuso sin corazón, socio de Arana y otros peruanos que en la hoya amazónica han esclavizado más de treinta mil indios.

»En Mocoa sentí la primera vacilación: los viajeros habían pasado, pero nadie pudo decirme qué senda del cuadrivio siguieron. Era posible que hubieran ido por tierra al Caño Guineo, para salir al Putumayo un poco arriba del puerto de San José, y bajar el río hasta encontrar el Igaraparaná; tampoco era improbable que hubieran tomado la trocha de Mocoa a Puerto Limón, sobre el Caquetá, para descender por esa arteria al Amazonas y remontar éste y el Putumayo en busca de los cauchales de “La Chorrera”. Yo me decidí por la última vía.

»Por fortuna, en Mocoa me ofreció curiara y protección un colombiano de amables prendas, el señor Custodio Morales, que era colono del río Cuimañí, indicóme el peligro de acometer los rápidos de Araracuara, y me dejó en Puerto Pizarro para que siguiera, al través de los grandes bosques, por el rumbo que va al puerto de La Florida, en el Caraparaná, donde los peruanos tenían barracas.

»Solo y enfermo emprendí ese viaje. Al llegar solicité enganche y abrí una cuenta. Ya me habían dicho que a mi pequeño no se le conocía en la región, pero quise convencerme y salí a trabajar goma.

»Era verdad que en mi cuadrilla no estaba el niño, pero podía hallarse en otras. Ningún cauchero oyó jamás su nombre. A veces se alegraba mi reflexión al considerar que Lucianito no había palpado la bruta inmoralidad de esas costumbres; mas ¡cuán poco me duraba el consuelo! Era seguro que se encontraba en remotos cauchales, bajo otros amos, educándose en la crueldad y la villanía, enloquecido de humillación y de miseria. Mi capataz principió a quejarse de mi trabajo. Un día me cruzó la cara de un latigazo y me envió preso al barracón. Toda la noche estuve en el cepo, y, en la siguiente, me mandaron para “El Encanto”. Había logrado lo que pretendía: buscar a Lucianito en otros gomales».

Don Clemente Silva enmudeció. Tocábase la frente con las manos estremecidas, como si aún sintiera en su rostro el culebreo del látigo infame. Y agregó después:

—Amigos, esta pausa abarca dos años. De allí me picurié para La Chorrera.

* * *

«Recuerdo que la noche de mi llegada celebraban el Carnaval. Frente a los barandales del corredor discurría borracha una muchedumbre clamorosa. Indios de varias tribus, blancos de Colombia, Venezuela, Perú y Brasil, negros de las Antillas, vociferaban pidiendo alcohol, pidiendo mujeres y chucherías. Entonces, desde una trastienda, aventábanles triquitraques, botones, potes de atún, cajas de galletas, tabaco de mascar, alpargatas, franelas, cigarros. Los que no podían coger nada, empujaban, por diversión, a sus compañeros sobre el objeto que caía, y encima de él arracimábase el tumulto, entre risotadas y pataleos. Del otro lado, junto a las lámparas humeantes, había grupos nostálgicos, escuchando a los cantores que entonaban aires de sus tierras: el bambuco, el joropo, la “cumbia–cumbia». De repente, un capataz velludo y bilioso se encaramó sobre una tarima y disparó al viento su winchester. Expectante silencio. Todas las caras se volvieron al orador. ‘Caucheros —exclamó éste—, ya conocéis la munificencia del nuevo propietario. El señor Arana ha formado una compañía que es dueña de los cauchales de La Chorrera y los de El Encanto. ¡Hay que trabajar, hay que ser sumisos, hay que obedecer! Ya nada queda en la pulpería para regalaros. Los que no hayan podido recoger ropa, tengan paciencia. Los que están pidiendo mujeres, sepan que en las próximas lanchas vendrán cuarenta, oídlo bien, cuarenta, para repartirlas de tiempo en tiempo entre los trabajadores que se distingan. Además, saldrá pronto una expedición a someter a las tribus «andoques» y lleva encargo de recoger «guarichas» donde las haya. Ahora, prestadme todos atención: cualquier indio que tenga mujer o hija debe presentarla en este establecimiento para saber qué se hace con ella.

»Inmediatamente otros capataces tradujeron el discurso a la lengua de cada tribu, y la fiesta siguió como antes, coreada por exclamaciones y aplausos.

»Yo me escurría por entre la gente, temeroso de hallar a mi hijo. fue la primera vez que no quise verlo. Sin embargo, miraba a todas partes y resolví preguntar por él: señor, ¿usted conoce a Luciano Silva? Dígame, ¿entre esta gente habrá algún pastuso? ¿Sabe usted, por casualidad, si Larrañaga o Juanchito Vega viven aquí?

»Como mis preguntas producían hilaridad, me atreví a penetrar en el corredor. Los centinelas me rechazaron. Un hombre vino a advertirme que el aguardiente lo repartían en las barracas. Y era verdad: por allí desfilaba la multitud presentando jarros y totumas al vigilante que hacía la distribución. Un cuadrillero venático quería chancearse: vertió petróleo en una ponchera y lo ofreció a unos indios. Como ninguno aceptó el engaño, les tiró encima la vasija llena. No sé quién “rastrilló” sus fósforos; pero al momento una llamarada crepitante achicharró a los indígenas, que se abalanzaron sobre el tumulto con alaridos locos, coronados de fuego lívido, abriéndose paso hacia las corrientes, donde se sumergieron agonizando.

»Los empresarios de La Chorrera asomaron a la baranda, con los naipes de póker en las manos. “¿Qué es esto? ¿Qué es esto?”, repetían. El judío Barchilón tomó la palabra: “¡Hola, muchachos, no sean patanes! ¡Van a quemarnos el ‘ensoropado’ de los caneyes!”. Larrañaga calcó la orden de Juancho Vega: “¡No más diversión! ¡No más diversión!”.

»Y al sentir el hedor de la grasa humana, escupieron sobre la gente y se encerraron impasibles.

»Así como el caballo entra en los corrales y a coces y mordiscos aparta las hembras de su rodeo, integraron los capataces sus cuadrillas a culatazos y las empujaron a cada barraca, en medio de un bullicio atormentador.

»Yo alcancé a gritar con toda la fuerza de mis pulmones: ‘¡Lucianito! ¡Lucianito, aquí está tu padre!’».

* * *

«Al día siguiente, mi paciencia se puso a prueba. Eran casi las dos y los empresarios continuaban durmiendo. Por la mañana, cuando las cuadrillas salieron a los trabajos, se me presentó un negrote de Martinica, afilando en la vaina de su machete la hoja terrible.

»—¡Hola! —me dijo—, ¿vos por qué te quedás aquí?

»—Porque soy “rumbero» y voy a salir a exploración.

»—Vos parecés picure. Vos estabas en El Encanto.

»—Y aunque así fuera, ¿no son de un solo dueño ambas regiones?

»—Vos eras el sinvergüenza que escribía letreros en los árboles. Agradecé que te perdonaban.

»Púsele fin al riesgoso diálogo porque vi al tenedor de libros abriendo la puerta de la oficina. Ni siquiera volvió a mirarme cuando le di el saludo, pero avancé hasta el mostrador.

»—Señor Loaiza —le dije con miedosa lengua—, quiero saber, si fuera posible, cuánto vale la cuenta de un hijo mío.

»—¿Un hijo tuyo? ¿Querés comprarlo? ¿Te dijeron ya que lo vendían?

»—Para hacer mis cálculos... Se llama Luciano Silva.

»El hombre plegó un gran libro y tomando su lápiz hizo números. Las rodillas me temblaban de emoción, ¡al fin encontraba el paradero de Lucianito!

»—Dos mil doscientos soles —afirmó Loaiza—. ¿Qué recargo te piden sobre esa suma?

»—¿Recargo?... ¿Recargo?

»—Naturalmente. No estamos para vender el personal. Por el contrario, la empresa busca gente.

»—¿Podría decirme usted dónde está ahora?

»—¿Tu muchacho? Fíjate con quién tratás. Eso se les pregunta a los cuadrilleros.

»Por desgracia mía, el negrote entró en ese instante.

»—Señor Loaiza —exclamó—, no pierda palabras con este viejo. Es un picure de El Encanto y de La Florida, flojo y destornillado, que en vez de picar los árboles, grababa letreros en las cortezas con la punta del cuchillo. Vaya usted a los siringales y se convencerá. Por todas las estradas la misma cosa: ‘Aquí estuvo Clemente Silva en busca de su querido hijo Luciano’. ¿Ha visto usted vagabundería?

»Yo, como un acusado, bajé los ojos.

»—¡Hombres —prorrumpí—, bien se conoce que ustedes nunca han sido padres!

»—¿Qué opinan de este viejo tan descocado? ¡Cómo habrá sido de mujeriego cuando hace gala de reproductor!

»Así me respondieron, desenfrenando carcajadas; pero yo me erguí como un mástil, y mi mano debilitada, abofeteó al contabilista. El negro, de un puntapié, me tiró boca abajo contra la puerta. ¡Al levantarme, lloré de orgullo y satisfacción!».

* * *

«En la pieza vecina se alzó una voz trasnochada y amenazante. No tardó en asomar, abotonándose el piyama, un hombre gordote y abotagado, pechudo como una hembra, amarillento como la envidia. Antes que hablara, apresuróse el contabilista a informarle lo sucedido:

»—¡Señor Arana, voy a morir de pena! ¡Perdone usted! Este hombre que está presente vino a pedirme un extracto de lo que está debiéndole a la compañía, mas apenas le enuncié el saldo, se lanzó a romper el libro, lo trató a usted de ladrón y amenazó con apuñalarme.

»El negro hizo señal de asentimiento; permanecí aturrullado de indignación; Arana enmudecía más. Pero con mirada desmentidora consternó a los dos infames, y me preguntó, poniéndome sus manos en los hombros:

»—¿Cuántos años tiene Luciano Silva, el hijo de usted?

»—No ha cumplido los quince.

»—¿Usted está dispuesto a comprarme la cuenta suya y la de su hijo? ¿Cuánto debe usted? ¿Qué abonos le han hecho por su trabajo?

»—Lo ignoro, señor.

»—¿Quiere darme por las dos cuentas cinco mil soles?

»—Sí, sí, pero aquí no tengo dinero. Si usted quisiera la casita que poseo en Pasto... Larrañaga y Vega son paisanos míos. Ellos podrían darle informes, ellos fueron mis condiscípulos.

»—No le aconsejo ni saludarlos. Ahora no quieren amigos pobres. Dígame —agregó sacándome al patio—, ¿usted no tiene goma con qué pagar?

»—No, señor.

»—¿Ni sabe cuáles son los caucheros que me la roban? Si me denuncia algún escondite, nos dividiremos la que allí haya.

»—No, señor.

»—¿Usted no podría conseguirla en el Caquetá? Yo le daría compañerazos para que asaltara barracones.

»Disimulando la repulsión que me producían aquellas maquinaciones rapaces, pasé de la astucia a la doblez. Aparenté quedar pensativo. Mi sobornador estrechó el asedio:

»—Me valgo de usted porque comprendo que es honrado y que sabrá guardarme la reserva. Su misma cara le hace el proceso. De no ser así, lo trataría como a picure, me negaría a venderle a su hijo y a uno y a otro los enterraría en los siringales. Recuerde que no tienen con qué pagarme y que yo mismo le doy a usted los medios de quedar libres.

»—Es verdad, señor. Mas eso mismo obliga mi fe de hombre reconocido. No quisiera comprometerme sin tener la seguridad de cumplir. Me gustaría ir al Caquetá, por lo pronto, como rumbero, mientras estudio la región y abro alguna trocha estratégica.

»—Muy bien pensado, y así será. Eso queda al cuidado suyo, y el hijo de usted a mi cuidado. Pida un winchester, víveres, una brújula y llévese un indio como carguero.

»—Gracias, señor, pero mi cuenta se aumentaría.

»—Eso lo pago yo, ése es mi regalo de Carnaval».

* * *

«El pasaporte que me dio el amo hacía rabiar de envidia a los capataces. Podía yo transitar por donde quisiera y ellos debían facilitarme lo necesario. Mis facultades me autorizaban para escoger hasta treinta hombres y tomarlos de las cuadrillas que me placieran, en cualquier tiempo. En vez de dirigirme hacia el Caquetá, resolví desviarme por la hoya del Putumayo. Un vigilante de las entradas del caño Eré, a quien llamaban “El Pantero» por sobrenombre, me puso preso y envió en consulta el salvoconducto. La respuesta fue favorable, pero me reformaron la atribución: en ningún caso podía escoger a Luciano Silva.

»La citada orden echó por tierra mis planes, porque yo buscaba a mi hijo para llevármelo. Muchas veces, al sentir el estruendo de los cauchales derribados por las peonadas, pensaba que mi chicuelo andaría con ellas y que podía aplastarlo alguna rama. Por entonces se trabajaba el caucho negro tanto como el “siringa”, llamado “goma borracha” por los brasileños; para sacar éste, se hacen incisiones en la corteza, se recoge la leche en petaquillas y se cuaja al humo; la extracción de aquel exigía tumbar el árbol, hacerle lacraduras de cuarta en cuarta, recoger el jugo y depositarlo en hoyos ventilados, donde lentamente se coagulaba. Por eso era tan fácil que los ladrones lo traspusieran.

»Cierto día sorprendí a un peón tapando su depósito con tierra y hojas. Circulaba ya la falsa especie de que yo ejercía fiscalización por cuenta del amo, leyenda que me puso en grandes peligros porque me granjeó muchas odiosidades. El sorprendido cogió el machete para destroncarme, pero yo le tendí mi winchester, advirtiéndole:

»—Te voy a probar que no soy espía. No contaré nada. Pero si mi silencio te hace algún bien, dime dónde está Luciano Silva.

»—¡Ah!... ¿Silvita?... ¿Silvita?... Trabaja en Capalurco, sobre el río Napo, con la peonada de Juan Muñeiro.

»Esa misma tarde principié a picar la trocha que va desde el caño Eré hasta el Tamboriaco. En esa travesía gasté seis meses: tuve que comer yuca silvestre, a falta de mañoco. ¡Qué tan grande sería mi extenuación, cuando decidí descansar un tiempo, en el abandono y la soledad!

»En el Tamboriaco encontré peones de la cuadrilla que residían en un lugar llamado “El Pensamiento”. El capataz me invitó a remontar el caño, so pretexto de que visitara el barracón, donde me daría víveres y curiara. Esa noche, apenas quedamos solos, me preguntó:

»—¿Y qué dicen los empresarios contra Muñeiro? ¿Lo perseguirán?

»—Acaso Muñeiro...

»—Se fugó con peones y caucho, hace cinco meses. ¡Noventa quintales y trece hombres!

»—¡Cómo! ¡Cómo! ¿Pero es posible?

»—Trabajaron últimamente cerca de la laguna de Cuyabeno, volvieron a Capalurco, se escurrieron por el Napo, saldrían al Amazonas, y estarán en el extranjero. Muñeiro me había propuesto que tiráramos esa parada; pero yo tuve mi recelillo, porque está de moda entre los sagaces picurearse con los caucheros, prometiéndoles realizar la goma que llevan, prorratearles el valor y dejarlos libres. Con esta ilusión se los cargan para otros ríos y se los venden a nuevos patronos. ¡Y ese Muñeiro es tan faramallero! Y como hay un resguardo en la boca del río Mazán...

»Al oír esta declaración me descoyunté. El resto de mi vida estaba de sobra. Un consuelo triste me reconfortó: con tal que mi hijo residiera en país extraño, yo, para los días que me quedaban, arrastraría gustoso la esclavitud en mi propia patria.

»—Pero —prosiguió mi interlocutor—, también se rumorea que ese personal no se ha picureado. Piensan que usted lo llevó consigo a no sé qué punto.

»—¡Si ni siquiera he visto el río Napo!

»—Eso es lo curioso. Usted sabe muy bien que una cuadrilla cela a la otra y que hay obligación de contarle al dueño común lo bueno y lo malo. Envié posta al Encanto con este aviso: ‘Muñeiro no aparece’. Me contestaron que averiguara si usted se lo había llevado con su gente para el Caquetá, y que, en todo caso, por precaución, remitiera preso a Luciano Silva. A usted lo esperan hace tiempo y varias comisiones lo andan buscando. Yo le aconsejaría que se volviera a poner en claro estas cosas. Dígales allá que no tengo víveres y que mi personal está muriéndose de calenturas.

»Quince días más tarde regresé a El Encanto, a darme preso. Ocho meses antes había salido a la exploración. Aunque aseveré haber descubierto caños de mucha goma y ser inocente de la fuga de Juan Muñeiro y su grupo, me decretaron una novena de veinte azotes por día y sobre las heridas y desgarrones me rociaban sal. A la quinta flagelación no podía levantarme; pero me arrastraban en una estera sobre un hormiguero de “congas” y tenía que salir corriendo. Esto divirtió de lo lindo a mis victimarios.

»De nuevo volvía a ser el cauchero Clemente Silva, decrépito y lamentable.

»Sobre mis esperanzas pasaron los tiempos.

»Lucianito debía tener diecinueve años».

* * *

«Por esa época hubo para mi vida un suceso trascendental: un señor francés, a quien llamábamos el “mosiú», llegó a las caucherías como explorador y naturalista. Al principio se susurró en los barracones que venía por cuenta de un gran museo y de no sé qué sociedad geográfica; luego se dijo que los amos de los gomales le costeaban la expedición.

»Y así sería, porque Larrañaga le entregó víveres y peones. Como yo era el rumbero de mayor pericia, me retiraron de la tropa trabajadora en el río Cahuinarí para que lo guiara por donde él quisiera.

»Al través de las espesuras iba mi machete abriendo la trocha, y detrás de mí desfilaba el sabio con sus cargueros, observando plantas, insectos, resinas. De noche, en playones solemnes, apuntaba a los cielos su teodolito y se ponía a coger estrellas, mientras que yo, cerca del aparato, le iluminaba el lente con un foco eléctrico. En lengua enrevesada solía decirme:

»—Mañana te orientarás en la dirección de aquellos luceros. Fíjate bien de qué lado brilla y recuerda que el sol sale por aquí.

»Y yo le respondía regocijado:

»—Desde ayer hice el cálculo de ese rumbo, por puro instinto.

»El francés, aunque reservado, era bondadoso. Es cierto que el idioma le oponía complicaciones; pero conmigo se mostró siempre afable y cordial. Admirábase de verme pisar el monte con pies descalzos, y me dio botas; dolíase de que las plagas me persiguieran, de que las fiebres me achajuanaran, y me puso inyecciones de varias clases, sin olvidarse nunca de dejarme en su vaso un sorbo de vino y consolar mis noches con algún cigarro.

»Hasta entonces parecía no haberse enterado de la condición esclava de los caucheros. ¡Cómo pensar que nos apalearan, nos persiguieran, nos mutilaran aquellos señores de servil ceño y melosa charla que salieron a recibirlo en La Chorrera y en El Encanto! Mas cierto día en que vagábamos en una vega del Yacuruma, por donde pasa un viejo camino que une barracones abandonados en la soledad de esas montañas, se detuvo el francés a mirar un árbol. Acérqueme por alistarle, según costumbre, la cámara fotográfica y esperar órdenes. El árbol, castrado antiguamente por los gomeros, era un “siringo” enorme, cuya fortaleza quedó llena de cicatrices, gruesas, protuberantes, tumefactas, como lobanillos apretujados.

»—¿El señor desea tomar alguna fotografía? —le pregunté.

»—Sí. Estoy observando unos jeroglíficos.

»—¿Serán amenazas puestas por los caucheros?

»—Evidentemente: aquí hay algo como una cruz.

»Me acerqué congojoso, reconociendo mi obra de antaño, desfigurada por los repliegues de la corteza: ‘Aquí estuvo Clemente Silva’. Del otro lado, las palabras de Lucianito: ‘Adiós, Adiós...’.

»—¡Ay, Mosiú —murmuré—, esto lo hice yo!

»Y apoyado en el tronco me puse a llorar».

* * *

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