Home

Libros

Artículo

Caverna El Águila, en el municipio de Bolívar, Santander. | Foto: Juan Carlos Higuera

Libros

Un fragmento de “Bajotierra” de Robert Macfarlane

Su amor por las montañas lo llevó a reflexionar por qué hay personas dispuestas a sufrir lesiones e incluso a morir por escalar esos paisajes. De ahí surgió “Montañas de la mente.” El interrogante del nuevo libro es: ¿por qué, desde hace siglos, los humanos se sienten atraídos por la oscuridad y los vacíos de la Tierra?

Robert Macfarlane
22 de enero de 2021

Primera sala

La entrada al subsuelo se inicia en el tronco hendido de un viejo fresno.

Ola de calor a finales de verano, aire bochornoso. Las abejas zumban soñolientas por encima de la hierba del prado. Maíz enhiesto, dorado; hileras de heno recién segadas, verdes; grajos en los campos de rastrojos, negros. Más abajo, en alguna parte, un fuego invisible desprende una columna de humo. Un niño arroja piedras de una en una a un caldero de metal, pin, pin, pin.

Se abre un camino entre los campos más allá de una colina que se destaca en el este, señalada por una fila de nueve túmulos funerarios, nueve protuberancias de la tierra como vértebras de una columna. Tres caballos en una chispeante nube de moscas, ganado inmóvil, salvo por algún balanceo de rabo o movimiento brusco de cabeza.

Se salta la cancela de un murete de piedra caliza; se sigue por la orilla del río hasta una hondonada cubierta de matorrales en la que crece el viejo fresno. La copa prospera hacia el cielo. Las largas ramas se inclinan alrededor y rozan el suelo. Las raíces se hunden en la tierra a gran profundidad.

Las golondrinas viran y se lanzan como dardos entre destellos de plumas. Los vencejos cruzan el aire a media altura. Un cisne vuela alto hacia el sur, crujen sus alas. Este mundo superior es muy hermoso.

El tronco del fresno se escinde cerca de la base formando una fisura irregular de la anchura justa para permitir el paso de una persona por el corazón hueco del árbol… que lleva al espacio oscuro que se abre debajo. Los bordes de la fisura están alisados y pulidos debido a la cantidad de gente que ha recorrido antes este camino para entrar en el subsuelo por el viejo árbol.

Debajo del fresno se despliega un laberinto.

Se baja entre raíces hasta un pasadizo de piedra que se hunde en la tierra con una inclinación pronunciada. Los colores se reducen a grises, marrones y negro. Corre un aire frío. Por arriba, piedra maciza, pura materia. La superficie es casi inimaginable.

Se entra en el pasadizo; crece el laberinto. A los lados serpentean profundas bifurcaciones. Es fácil desorientarse. La noción del espacio se enturbia… y también la del tiempo. Este se mueve de otra forma aquí, bajo tierra. Se espesa, se remansa, fluye, se precipita, se ralentiza.

El pasadizo describe una curva, luego otra, se estrecha… y desemboca en un espacio sorprendente. Es una sala. El sonido se amplifica, resuena. Al principio las paredes parecen desnudas, pero después sucede algo extraordinario. La piedra empieza a revelar escenas del subsuelo, alejadas unas de otras en la historia, pero unidas por ecos.

En una cueva, dentro de un desplome cárstico, una figura aspira una bocanada de polvo rojizo de ocre, apoya la mano en la pared de la cueva —los dedos están separados; la palma se enfría al contacto— y a continuación se sopla con fuerza el ocre del dorso de la mano. Se produce una efusión de polvo… y, al retirarse la mano, la pálida huella queda enmarcada en la piedra, que se ha cubierto de rojo. La mano se desplaza, se sopla más polvo y se deja otra silueta clara. La calcita cubrirá estas huellas, las sellará en la roca. Sobrevivirán más de treinta y cinco mil años. ¿Señales de qué? ¿De alegría? ¿De advertencia? ¿De arte? ¿De vida en la oscuridad?

Hace unos seis mil años, en el suelo arenoso del norte de Europa, entierran con delicadeza el cadáver de una mujer joven fallecida en el parto junto con su hijo. A su lado depositan una blanca ala de cisne y, sobre el ala, el cuerpo del hijo; así el pequeño descansa en paz doblemente arropado: por las plumas de cisne y por los brazos de su madre. Un túmulo de tierra redondeado señala el lugar del entierro: la mujer, el niño y el ala de cisne.

Trescientos años antes de la fundación del Imperio romano, en una isla del Mediterráneo, un grabador termina de acuñar una moneda de plata. La cara de la moneda representa un laberinto cuadrado con una sola entrada en el borde superior y un camino complicado hasta el centro. Las paredes del laberinto —igual que el borde de la moneda— tienen un ligero relieve y están pulidas y brillantes. En el centro del laberinto ha grabado la figura de un ser con cabeza de toro y piernas de hombre: el Minotauro, que aguarda en la oscuridad lo que pueda suceder.

Seiscientos años después, en Egipto, una mujer joven posa para un retratista. Se ha ataviado con elegancia para la sesión. Tiene las cejas de color castaño oscuro y los ojos, casi negros, son grandes y oscuros también. Una diadema metálica con una cuenta de oro le sujeta el pelo hacia atrás, y lleva un pañuelo dorado y un broche. El pintor trabaja con cera caliente, pan de oro y pigmentos, que aplica sobre madera. Está creando la imagen de la muerte de la mujer. Cuando ella muera, envolverán la máscara en las mismas vendas que embalsamen el cadáver, y así la máscara sustituirá su verdadero rostro. El cuerpo se pudrirá dentro de los vendajes, pero el retrato conservará la atemporalidad. Es oportuno hacer estas cosas a tiempo, cuando uno está en su mayor esplendor. El cadáver descansará en una necrópolis: una ciudad de los muertos construida a la entrada de una depresión en el desierto, en una cámara subterránea, forrada de piedra caliza y cubierta de losas de cuarcita para desalentar a los ladrones de tumbas, cerca de las bóvedas que guardan los cadáveres momificados de más de un millón de ibis.

A finales del siglo XIX, en el subsuelo de una meseta del sur de África, los mineros se arrastran por un túnel estrecho de muchos kilómetros —el más profundo de toda la Tierra en su época— cargados con mena de una recóndita veta de oro. Algunos de ellos, que han emigrado a la zona por millares para trabajar, morirán pronto a causa de desprendimientos y accidentes. Otros fallecerán más lentamente por silicosis, porque habrán pasado años respirando el polvo de la roca allí abajo, en la oscuridad mortal. Aquí el cuerpo humano está completamente a disposición de las corporaciones propietarias de la mina y de los mercados que la gobiernan: no es más que una herramienta de extracción insignificante y no especializada, que se sustituye cuando se estropea o se gasta. La mena que extraen los hombres se machaca y se funde, y la riqueza que produce forra los bolsillos de los accionistas de países lejanos.

Poco después de la partición de la India, en una cueva al pie del Himalaya, una joven medita dieciséis horas al día a lo largo de setenta y cinco días. Está inmóvil como una piedra, solo mueve la boca murmurando mantras. Generalmente sale de la cueva por la noche; cuando el cielo está despejado se ve la Vía Láctea, que cruza el firmamento por encima de las cumbres. Bebe agua de un río sagrado recogiéndola en el cuenco de las manos y se alimenta de las bayas y la fruta que recolecta. Los mantras, la soledad y la oscuridad le procuran percepciones nuevas y experimenta un profundo cambio de visión. Cuando por fin concluye su retiro, se siente inmensa como los cielos, vieja como las montañas, informe como la luz de las estrellas.

Hace treinta años un niño y su padre, armados con un martillo de carpintero, levantan un tablón del suelo de una casa que están a punto de dejar. Han preparado una cápsula del tiempo en un frasco de mermelada. El niño lo ha llenado de objetos y mensajes: una maqueta en metal fundido de un bombardero en miniatura, el contorno de su mano izquierda dibujado en tinta roja en papel blanco, una descripción de sí mismo para quien encuentre el frasco —«Bastante alto para mi edad, pelo muy rubio, casi blanco. Miedo inmenso a la guerra nuclear»— escrita a lápiz en una hoja de cuaderno, un reloj parado con las agujas y la esfera luminosas. Le gusta rodear este reloj con las manos para ver cómo brillan los números. Echa un puñado de arroz en el frasco para que absorba la humedad, cierra la tapa de latón a fondo, lo deposita en su escondite y clava el tablón otra vez en su sitio.

En las profundidades de un volcán inactivo, sobre una falla de la corteza terrestre llamada Ghost Dance, han perforado una red de túneles. Las fisuras que facilitan el acceso cruzan unos estratos inclinados hasta alcanzar una zona de almacenamiento nivelada, que se reparte entre pasillos y cámaras. El propósito es aislar en estas cámaras residuos nucleares muy contaminantes: gránulos de uranio radiactivo en envases de hierro, envasados a su vez en cobre, que se entierran sobre la falla de Ghost Dance hasta que se extinga lo que les queda de vida, que durará millones de años. En semejante plazo de tiempo, el riesgo de accidentes es tal que los responsables del almacenamiento de estos residuos deben afrontar ahora la cuestión de cómo traspasar al futuro lejano la elevada peligrosidad que conllevan. Se trata de un riesgo que sobrevivirá no solo a sus hacedores, sino tal vez incluso a la especie de sus hacedores. ¿Cómo señalar este lugar? ¿Cómo explicar a cualesquiera seres que lleguen a este paraje solitario que lo que se guarda en este sarcófago de piedra es terriblemente dañino, carece de valor y no debe tocarse jamás?

Doce chicos y su entrenador de fútbol se adentran cuatro kilómetros en un sistema cavernario de una montaña y quedan atrapados debido a una súbita inundación; se encuentran en una cornisa lodosa, completamente a oscuras, ahorran la batería de los teléfonos, esperan un día tras otro a que las aguas bajen o suban… o a que milagrosamente acuda alguien a rescatarlos. El oxígeno que respiran en la sala en la que aguardan se reduce a cada hora que pasa y el nivel de dióxido de carbono aumenta. Las nubes monzónicas se arremolinan sobre la montaña, amenaza más lluvia. Fuera, millares de rescatadores de seis países se reúnen en los alrededores de la montaña. Al principio no saben si los chicos están vivos. Entran en el sistema cavernario y al cabo de tres kilómetros encuentran huellas de manos en el barro de las paredes de una sala. Nace la esperanza. Unos buzos siguen adentrándose en los pasadizos anegados. El noveno día del encierro los chicos oyen ruido proveniente del río que pasa al pie de la cornisa. Más tarde ven luces que se reflejan en el agua, burbujas que salen a la superficie, luces que ascienden. Emerge un hombre. Deslumbra a los chicos y al entrenador con la luz de la linterna frontal. Uno de los chicos saluda levantando una mano y el buzo responde con un gesto semejante. «¿Cuántos sois?», pregunta el buzo. «Trece», responde alguien. «Viene mucha gente hacia aquí», dice el buzo.

Estas son las escenas del subsuelo que se revelan en las paredes de esta sala imposible, en las profundidades del laberinto que se abre debajo del fresno hendido. Son tres funciones recurrentes en todas las épocas y culturas: cobijar lo precioso, cosechar lo valioso y eliminar lo dañino.

Cobijar (recuerdos, materia preciosa, mensajes, vidas frágiles).

Cosechar (información, riqueza, metáforas, minerales, visiones).

Eliminar (residuos, traumas, veneno, secretos).

Desde siempre hemos confiado al subsuelo tanto lo que tememos y deseamos perder de vista como lo que amamos y deseamos salvar.

Carátula del libro Bajo Tierra de Robert Macfarlane. Cortesía de Penguin Random House.
Carátula del libro Bajo Tierra de Robert Macfarlane. Cortesía de Penguin Random House. | Foto: Carátula del libro Bajo Tierra de Robert Macfarlane. Cortesía de Penguin Random House.

El Descenso

Es muy poco lo que sabemos de los mundos que existen debajo de nuestros pies. Si miramos al cielo una noche despejada, vemos la luz de una estrella que se encuentra a miles de billones de kilómetros, o distinguimos los cráteres que ha dejado el impacto de los asteroides en la cara de la luna. Si miramos al suelo, la vista se detiene en el terreno, en el asfalto, en los pies. Rara vez me he sentido tan lejos del reino humano como a solo diez metros bajo tierra, atrapado en las brillantes fauces del plano calcáreo de estratificación que conforma el suelo de un mar antiguo.

El subsuelo guarda muy bien sus secretos. Hace solamente veinte años que los ecologistas han podido demostrar que los hongos tejen unas redes en el suelo de los bosques mediante las que establecen una relación simbiótica con los árboles individuales convirtiéndolos en bosques intercomunicados… que es lo que han venido haciendo los hongos desde hace cientos de millones de años. En el municipio chino de Chongqing se descubrió que un sistema cavernario que se había explorado en 2013 tenía un microclima propio: varias capas de niebla estancada se superponían en una enorme sala central, bruma fría a la deriva en cámaras nubosas gigantescas, muy lejos del alcance del sol. En Italia descendí haciendo rapel a trescientos metros de profundidad, hasta una inmensa rotonda de piedra labrada por un río subterráneo y repleta de dunas de arena negra. Cruzar esas dunas a pie fue como arrastrarse por un desierto sin viento en un planeta sin luz.

¿Por qué descender? Es un acto antiintuitivo, va en contra del sentido común y de la tendencia del espíritu. Depositar algo deliberadamente en el subsuelo es casi siempre una estrategia para protegerlo de la vista de los demás. Extraer algo activamente del subsuelo siempre requiere un esfuerzo físico. No es fácil acceder al subsuelo, y esta característica lo ha convertido desde hace tiempo en un símbolo de lo que no se puede decir o ver abiertamente: la pérdida, el sufrimiento, las profundidades ocultas de la mente y lo que Elaine Scarry denomina «el profundo hecho subterráneo del dolor físico».[1]

Los espacios subterráneos tienen en la cultura un largo historial de lugares abominables que los asocia con «la espantosa oscuridad del interior del mundo»,[2] en palabras de Cormac McCarthy. La reacción normal a estos entornos es de temor y de aborrecimiento...

*Gracias al apoyo del British Council, Robert Macfarlane estará en conversación con Pablo Correa en el Hay Festival el viernes 29 de enero a las 3pm. A través de este enlace se puede inscribir en el evento.

Le recomendamos leer los siguientes artículos:

Noticias Destacadas