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El primer ministro electo de Canadá, Justin Trudeau. | Foto: EFE

POLÍTICA

El viraje canadiense: la centro izquierda recupera el poder

Justin Trudeau, un heredero político, encarna el cambio en el país norteamericano. Pero su desempeño es una incógnita.

Mauricio Sáenz (*)
22 de octubre de 2015

El lunes los canadienses dieron un timonazo a la izquierda cuyas implicaciones aún están por verse. Pero aunque eligieron a un político de apenas 43 años, no escogieron de ningún modo a un desconocido. Justin Trudeau, quien asumirá en breve los destinos del país más al norte del continente americano, es famoso desde el primer dia de su vida, pues nació cuando su padre, Pierre Elliot Trudeau, era el primer ministro más rimbombante de la historia de ese país.

Trudeau, fallecido en 2000, efectivamente puso a Canadá en el mapa político mundial cuando la gobernó casi ininterrumpidamente entre 1968 y 1984 con su combinación de mente brillante, arrogancia sin límites y una vida personal agitada, todo lo contrario de lo que se esperaba hasta entonces de ese país de dirigentes usualmente más bien grises.

Su hijo comparte con él su atractivo y su simpatía, pero no su tendencia a mirar por encima del hombro a sus interlocutores ni su estilo de playboy. Tampoco ha dejado de desmarcarse de las ejecutorias de su padre, cuyas políticas estatistas costaron tanto que dejaron al país endeudado por décadas.

Tal vez por eso pudo capitalizar su popularidad hereditaria para superar la usual campaña negativa de los conservadores, según la cual aún no estaba preparado para el cargo. Los electores esta vez no mordieron el anzuelo y le dieron el beneficio de la duda a ese muchacho que logró sembrar en ellos la idea de que “una visión positiva, optimista y esperanzadora no es un sueño iluso, sino una poderosa fuerza por el cambio”.

Con su triunfo el joven Trudeau sacó del puesto a Stephen Harper, en el poder desde 2006, el gobernante más antiguo del G-7. Y recuperó las mayorías para su partido, que parecía muerto después de tres derrotas consecutivas. En la última de las cuales, en 2011, ni siquiera alcanzó el segundo lugar, superado por los Nuevos Demócratas.

A juzgar por sus promesas de campaña, el gobierno de Trudeau será muy diferente del de su predecesor. Para empezar, promete dejar atrás el secretismo que imperó con Harper, y su estilo pugnaz y beligerante tanto en los asuntos internos como en su manejo de la política exterior. Entre esos aspectos, está dispuesto a modificar las duras leyes antiterrorismo que impuso el PM saliente luego de que un pistolero atacó el edificio del parlamento el año pasado. Y rechaza una disposición según la cual las mujeres musulmanas tienen prohibido usar la jihab o velo islámico en la ceremonia para recibir la nacionalidad del país.

Pero su disposición al cambio va mucho más allá. En lo internacional, ha anunciado que dejará de lado el énfasis en las soluciones militares alineadas con Estados Unidos, para que Canadá participe de nuevo en misiones multilaterales del tipo de las realizadas por las Naciones Unidas. El martes, en una conferencia de prensa, anunció que retirará sus aviones de la alianza que bombardea a ISIS en Irak y Siria, y que limitará su participación a entrenar a las fuerzas locales que combaten a ese grupo terrorista. Ese anuncio recordó que también ha decidido no llevar adelante la compra de los nuevos cazabombarderos F-35, con el argumento de que su país no necesita ese armamento ultrasofisticado que, con un precio aproximado de 150 millones de dólares por unidad, resulta ruinoso.

En la misma línea, Trudeau anunció una política más generosa ante el problema de los refugiados sirios, en parte por la conexión canadiense con el caso del niño que apareció muerto en una playa de Turquía luego de que Canadá le negó la entrada a su familia. Sostiene que recibirá de inmediato 25.000 refugiados y que dedicará 100 millones de dólares canadienses a su reubicación. Y en cuanto a Israel, su gobierno probablemente pondrá una mayor distancia con Tel Aviv. Algunos en ese país ya rechazan que haya relativizado en algunas charlas espontáneas la condición única del Holocausto judío, lo que es visto en Israel como un insulto inaceptable.

En temas domésticos, Trudeau ha dicho estar dispuesto a legalizar la marihuana para todos los efectos, lo que no le costó pocas críticas, sobre todo teniendo en cuenta que sin problemas reconoció haberla fumado cuando ya era miembro del parlamento.

Y en el anuncio más importante, dijo que dejará atrás la práctica conservadora de mantener un presupuesto balanceado. A cambio, aplicará una política de tres años de déficit controlado en busca de estimular el crecimiento de la economía, para, entre otras cosas, duplicar la inversión en infraestructura. Todo ello combinado con una fuerte alza de impuestos para el uno por ciento más rico, quienes ganan, como él mismo, más de 200.000 dólares al año, para bajárselos al resto de los canadienses.

El triunfo de Trudeau plantea más interrogantes que respuestas. En lo personal, hay quienes temen que la aparente falta de preparación del nuevo primer ministro sea más que una apariencia. Al fin y al cabo ha tenido que dedicar buena parte de su trabajo político (que comenzó en 2007) a disipar la idea de que es un heredero con más pinta que sustancia, una especie de John John Kennedy. Pero no se ha ayudado en esa tarea con su tendencia a posar sin camisa y exhibir un impresionante tatuaje o en situaciones jocosas, y a hacer comentarios imprudentes. Para algunos, su desenfado es una muestra de que traerá aires refrescantes, pero otros se preocupan. Y todavía resuena la pulla que le propinó Tom Mulcair, el líder de los Nuevos Demócratas, cuando se refirió a su ausencia en los foros económicos: “No le gustan los debates, porque no tiene a su equipo para que le escriba sus líneas”.

Más allá de esa discusión, que probablemente quede zanjada muy pronto por el desempeño del nuevo primer ministro, no es una coincidencia que Justin Trudeau haya triunfado en Canadá a tiempo que surgen en Estados Unidos y el Reino Unido personajes como el precandidato demócrata Bernie Sanders, el líder laborista Jeremy Corbyn y el español Pablo Iglesias, que tienen en común situarse más allá del nivel aceptable en la izquierda de sus países.

La creciente popularidad de estos últimos, independientemente de sus posibilidades para alcanzar el poder, parece reflejar una tendencia que se abre paso por varios países: el cansancio con el imperio del mercado y el regreso de alguna nueva mutación del viejo estado de bienestar. Los líderes de centro izquierda del resto del mundo miran esa corriente con expectativa.