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China se abre al mundo

El acuerdo comercial suscrito por China y Estados Unidos constituye un evento histórico. La pregunta es ¿resistirá el comunismo chino su ingreso a la OMC?

27 de diciembre de 1999

Ningún país jamás se ha arruinado por comerciar, escribió Benjamin Franklin. ¿Pero qué ocurrirá con los sistemas de gobierno? Ese es el gran interrogante planteado por el acuerdo comercial suscrito la semana pasada por China y Estados Unidos, el cual le abre a China las puertas para su ingreso a la Organización Mundial del Comercio (OMC).

El acuerdo también plantea muchas otras cuestiones. ¿Podrá Bill Clinton hacerlo ratificar por el Congreso? En caso afirmativo, ¿podrá lograrse que China se pliegue a las reglas de juego de la OMC, o será que su obstruccionismo termina por fragmentar la organización? ¿Cuenta China con la resistencia necesaria para cumplir sus promesas de apertura de mercados, o será que la resistencia de los miembros de la línea dura depone a los reformadores conducidos por el presidente Jiang Zemin y el primer ministro Zhu Rongji? ¿Serán soportables los necesarios ajustes iniciales para los ciudadanos chinos comunes y corrientes o se atizarán los conflictos sociales? Todos son serios interrogantes. Pero la pregunta fundamental es si el comunismo chino saldrá fortalecido con el ingreso del país a la OMC —tal como probablemente lo esperan los dirigentes chinos— o si saldrá arruinado, como probablemente lo hubiera deseado Benjamín Franklin.

Hasta el momento parecería que China va a cambiar en el mejor de los sentidos, pero en cualquier caso este es un acuerdo trascendental que mejorará considerablemente las perspectivas económicas de China aunque el gobierno cumpla tan sólo la mitad de lo prometido. Las medidas de liberalización que China ha ofrecido son radicales y las más importantes de ellas entrarán en vigencia en el momento del ingreso a la OMC, a comienzos del año entrante.

No todos recibirán los cambios con beneplácito. En particular los agricultores pobres de China, la mayoría de los cuales se ganan precariamente la vida laborando una diminuta parcela, quienes van a enfrentar la competencia del eficiente sector agroindustrial norteamericano. Las industrias estatales ya no podrán esconderse tras los elevados aranceles y las demás barreras con las cuales han contado tradicionalmente. Las comercializadoras estatales tampoco tendrán dominio sobre las importaciones. El sector de las telecomunicaciones se abrirá a los extranjeros. Los bancos foráneos, actualmente muy limitados, serán liberados. En suma, el sector estatizado, ese bastión del poder del Partido Comunista, se verá minado por doquier.

¿Por qué razón habrán firmado los líderes chinos un compromiso que representa semejante amenaza? Parte de la respuesta es que no todos lo firmaron. El tratado ha sido una victoria para los ‘reformadores’: el señor Jiang, quien parece creer que cosechará en China las glorias sembradas en el extranjero, y el señor Zhu, quien sí cree en los méritos propios de la pertenencia. Sin embargo ninguno de los dos es precisamente un liberal defensor del libre mercado. Parecen haber sido ganados por dos argumentos: uno es que la pertenencia a la OMC constituye un avance grande para que China ocupe en las reuniones internacionales el lugar destacado que la mayoría de los chinos considera que les pertenece; el otro, que es de índole mucho más práctica, es que China se beneficiará con la creación de nuevos empleos y la afluencia de inversión extranjera.

En última instancia, el Partido Comunista ha realizado sendos cálculos respecto a la mejor manera de mantenerse en el poder. Los miembros del partido consideran que generar prosperidad es una manera de ganar legitimidad. En ese sentido, la adhesión a la OMC es una apuesta. Pero dicha apuesta puede resultar decepcionante. El Partido Comunista está acostumbrado a mantenerse por encima de la ley. En la OMC tendrá que ceder soberanía: hacia arriba en favor de un cuerpo supranacional que opera en función de reglas muy claras, y hacia abajo en favor de los consumidores y las empresas privadas. La cesión de poder se hará a expensas del complejo estatal-industrial, que constituye la principal base de apoyo del partido. En la medida en que la pertenencia a la OMC requiera un reforzamiento del imperio de las leyes, podría muy bien ocurrir un día que un juez se atreva a fallar en contra de decisiones del partido.

El partido, a su vez, necesitará plantearles nuevas exigencias a sus súbditos. En particular, tendrá que encontrar nuevas fuentes de recaudos tributarios para financiar los fracasos de las industrias estatizadas. Con el tiempo también serán necesarios nuevos impuestos para atender los gastos de bienestar social, cuya ausencia se hace sentir cada vez más y se volverá más notoria aún con el ajuste de la economía a las tensiones provenientes del libre comercio. Y es posible que se generen demandas para una representación más amplia, especialmente si la prensa se vuelve más osada. El ingreso de China a la OMC encierra el potencial de cambio de un sistema que luce cada día más obsoleto.

La expectativa de un cambio benigno en la política china ciertamente explica parte del júbilo expresado por los negociadores norteamericanos la semana pasada. Seguramente también se emocionaron al sentir que han piloteado las relaciones sino-norteamericanas a buena distancia de los arrecifes que las han amenazado seriamente en el pasado. A fin de cuentas ambas esperanzas pueden resultar frustradas. Por una parte, el nuevo acuerdo resolverá muchos temas contenciosos, como el acceso a los mercados para los norteamericanos y el recurrente tormento anual de hacer aprobar por el Congreso un estatus comercial normal para China. Sin embargo también hará emerger nuevas disputas.

Además sería un error suponer que con toda seguridad surgirá un régimen político más benigno con el ingreso de China al orden mundial. Muchos chinos consideran que el crecimiento económico equivale a mayor poderío nacional. El crecimiento le permite a China incrementar sus fuerzas militares y proyectarse como una potencia regional. Este es un argumento que probablemente el señor Jiang esté utilizando con sus generales. En otros términos, es posible que el incremento en la prosperidad haga crecer el chauvinismo chino.

En otras palabras, es muy pronto para creer que de nuevo Estados Unidos y China se han convertido en socios estratégicos. En las décadas venideras China estará inclinada a casar rivalidades estratégicas y las relaciones entre ambos países deben construirse sobre ese supuesto. De todos modos es mejor lograr que China ingrese al orden del comercio mundial que dejarla por fuera alimentando resentimientos. Era una oportunidad muy favorable y, sabiamente, Estados Unidos la tomó. n