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El Presidente Álvaro Uribe en la rueda de Prensa llevada a cabo en la Casa de Nariño el martes 9 de octubre.

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Contra todos

Las rabietas del Presidente no afectan su popularidad, pero son peligrosas para su imagen internacional y les ponen los pelos de punta a los colombianos.

13 de octubre de 2007

No por conocidas, las salidas de casillas del presidente Álvaro Uribe dejan de ser noticia. Por sus consecuencias políticas y por insólitas, rabietas como la de la semana pasada siguen generando la misma conmoción que las que dejaron atónitos a los colombianos a comienzos de la era Uribe. El temperamento del primer mandatario afecta de manera directa el estado de ánimo nacional.

Y eso que el libreto ya no tiene nada de novedoso: ante alguna acusación que lo involucra, a él o a alguien cercano, el mandatario se toma los medios de comunicación -con énfasis en la televisión y la radio- para repetir casi textualmente las mismas frases hirientes y agresivas contra sus retadores de turno, poner a todo el mundo a hablar de lo mismo y dividir a la opinión pública entre los que elogian su carácter y los que critican su falta de actitud presidencial.

La versión de la semana pasada tiene algunos elementos adicionales. Las causas de la rabieta, por ejemplo, fueron varias. La publicación en SEMANA de comprometedoras grabaciones de conversaciones telefónicas de políticos amigos del gobierno detenidos en la cárcel. Un editorial de The New York Times que pedía la postergación o el congelamiento del TLC como instrumento de presión para que el gobierno de Uribe se comprometa con los derechos humanos de los sindicalistas. Declaraciones del vicepresidente Francisco Santos que puyaron la paciencia del fácilmente exaltable presidente Hugo Chávez al pedirle "moderación verbal" en el tema del intercambio. Todo esto después de otra pataleta, una semana atrás, activada por afirmaciones sobre supuestos contactos suyos con el cartel de Medellín, relatados en el promocionado libro de Virginia Vallejo.

Con tanto tema espinoso flotando en el ambiente, el pataleo de Uribe y su ofensiva mediática alimentaron el lugar común de los suspicaces de siempre: que se trataba de una cortina de humo para desviar la atención de los problemas. Sin embargo, el seguimiento de los berrinches presidenciales conduce a la conclusión de que nada agota la impaciencia de Uribe como las denuncias sobre supuestas cercanías suyas con los fenómenos delincuenciales con los que se ha tropezado durante su carrera política: el narcotráfico que contaminó a Medellín cuando Uribe hizo sus pinitos, y el paramilitarismo que estuvo en boga cuando ejerció la gobernación de Antioquia.

La mayoría de las anteriores camorras de Uribe con periodistas o con contradictores políticos, tiene ese mismo denominador común. En la primera campaña, en 2002, se paró de la mesa en medio de una entrevista con Joseph Contreras, de Newsweek, que lo interrogaba sobre sus supuestos lazos familiares con el clan Ochoa. En la segunda, en 2006, se enfrentó con el director de SEMANA, Alejandro Santos, después de que esta revista publicó versiones sobre presión paramilitar a favor de su candidatura presidencial cuatro años atrás. A comienzos de este año se fue con todo contra el senador Gustavo Petro, del Polo Democrático, porque en una entrevista en El Tiempo habló de amistades non sanctas de Santiago Uribe, su hermano, con los Ochoa del cartel de Medellín. El martes pasado arremetió contra Daniel Coronell, quien en su última columna retomó y reiteró algunas de las afirmaciones de Virginia Vallejo en su reciente libro. Y, por último, se fue contra El Tiermpo, por cuestionar en su actitud y las causas de sus molestias.

La última ira del Presidente tuvo otros dos detonantes. Por un lado, la Corte Suprema de Justicia llamó a indagatoria, sin escucharlo en versión libre, al senador Mario Uribe Escobar, primo y cercano colaborador del primer mandatario a lo largo de toda su carrera política. Y fue precisamente en desarrollo de las diligencias judiciales de la Corte en este caso, cuando apareció la confusa versión sobre la supuesta presión del magistrado auxiliar Iván Velásquez, para que un paramilitar detenido -José Orlando Moncada Zapata, alias 'Tasmania'- declarara contra el presidente Uribe.

Las rabietas del Presidente polarizan a la opinión. Un grupo mayoritario las justifica como reacción justa contra calumnias motivadas políticamente y las valora como expresiones de un mandatario con carácter y con autoridad. Y considera que las denuncias no son otra cosa que la deformación de contactos inevitables y jamás buscados con los fenómenos delincuenciales que pululan en Colombia. En la otra esquina, se cuestionan las salidas de casillas de Uribe porque considera que obstruyen la acción de la justicia y de los medios para investigar los fenómenos de corrupción política.

La división de reacciones le conviene a Uribe porque la mayoría se alinea con él y porque alimenta su imagen positiva en las encuestas. Sin embargo, más allá de los efectos políticos de corto plazo, la gran pregunta es cuáles son las consecuencias a la larga. Más aun cuando las pugnas ya no son con retadores provenientes de la oposición liberal o del Polo, sino con un peso pesado como la Corte Suprema de Justicia. Las primeras clasifican en la categoría de peleas políticas y de pulsos normales entre el gobierno y la oposición. La última tiene sabor a crisis institucional.

Un choque de trenes entre el jefe del Estado y la Corte Suprema de Justicia no le conviene a nadie. Y si se produce en momentos en que el máximo tribunal de administración judicial tiene en sus manos investigaciones de decenas de políticos aliados con el Presidente, peor. Se convierte en todo un papayazo para los críticos que quieren pintar a Uribe como un mandatario inescrupuloso y empeñado en inundar todas las órbitas del poder. Es legítimo que el Presidente de la República, en épocas de paz, busque conformar una Corte afín a su pensamiento, o que formule propuestas para remediar problemas como el clientelismo judicial. Pero otra cosa, muy distinta y peligrosa, es embestir contra ella días después de la apertura de un proceso formal contra un familiar tan cercano como Mario Uribe. La oportunidad no podía ser peor. La pelea entre el Presidente y la Corte ha subido demasiado de tono, y ya pone en tela de juicio la colaboración armónica que ordena la Carta.

Las salidas insólitas del Presidente también pueden tener un efecto nocivo en el campo internacional. Afuera no se reproduce la misma polarización de las encuestas nacionales, sino se tiende a construir un consenso en contra. El cambio de la posición de The New York Times es muy diciente. Hace meses apoyaba el TLC con Colombia. La semana pasada calificó de "sobrerreacción" la furia de Uribe contra el libro de Virginia Vallejo y las acusaciones al periodista Gonzalo Guillén por haber sido su supuesto autor fantasma. Ahora, en un nuevo editorial, le pide al Congreso que no apruebe el TLC. Más que un caso aislado, la nueva actitud del influyente diario de Nueva York puede ser la punta del iceberg: la visión internacional sobre el gobierno se está deteriorando. Y las actuaciones contra la Corte, contra los medios o contra la oposición legítima, ante los ojos de la comunidad internacional son mal recibidas. En el mejor de los casos, son sinónimo de tropicalismo, caudillismo y repúblicas bananeras. En el peor, señales de un talante antidemocrático.

Uribe, en fin, abrió demasiados frentes de pelea al mismo tiempo. Lo cual es más propio de un político en medio de la batalla, que del jefe del Estado, que debería estar por encima de rencillas menores, salvaguardar la dimensión de su investidura y actuar como presidente de todos los colombianos. Incluso de sus enemigos. El carácter peleonero funciona en las encuestas, pero la obsesión por la popularidad puede impedir la visión sobre sus peligrosos efectos secundarios. n