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| Foto: Pablo Andrés Monsalve / Semana

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Entregadas las armas, guerrilleros en Dabeiba vislumbran volver a casa

Este martes cada uno de los guerrilleros de las Farc terminará de entregar su arma de dotación. Aún restan unas caletas que buscará la ONU en compañía del Ejército, con coordenadas previamente entregadas por la guerrilla.

Daniel Rivera Marín
20 de junio de 2017

Abelito tiene una herida en la mano, se le ve aplastada, como si el piñón de una gran máquina se la hubiera tragado y hubiera escupido una masa, los puros huesos triturados. Sucedió a la una de la mañana del primero de febrero de 2013: una luz de pólvora alumbró la noche de las selvas de Córdoba. Minutos antes, Jacobo Arango, comandante del bloque quinto, había dicho que esos aviones que zumbaban como abejas venían de bombardear, pero se equivocó y cuando terminó de hablar voló por los aires y Abelito vio a cuatro, a cinco compañeros en el suelo aspirando su último aire. Se miró la mano y la vio atravesada por un metal, las piernas heridas de metralla. Se acostó en una playa de la quebrada, asimiló que no podía moverse y recordó que llevaba años sin escuchar su nombre, que no lo recordaba, que no sabía cómo se llamaba.

Perder el nombre es como perder la vida, una vida. La causa es más grande que la vida.

Primero se llega a Dabeiba y luego se sube la cordillera occidental hasta la vereda Llano Grande Chimiadó; después de cuarenta minutos se abre la montaña y en medio de la neblina que baja por el cañón para perderse en el río Negro se lee “ZVTN Jacobo Arango, La esperanza y el amor por la paz nace del legado de Manuel”, y se ve la imagen icónica del guerrillero del poncho hecha en piedras blancas entre el monte. El campamento está a medio hacer y en la recepción está Abelito, que cuenta.


Foto: Pablo Andrés Monsalve / Semana

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“Aquí hay compañeros que después de muchos años se olvidaron del nombre, porque uno no lo vuelve a usar. A mí me pasó en algunas ocasiones, me preguntaba: ‘¿Cómo es que yo me llamo?’, esa es una de las consecuencias de la guerra, la pérdida del nombre”. Abelito está concentrado en una sola cosa, aprender a navegar en el Facebook, nunca antes había tenido un celular como este y una instructora, muchacha voluntaria con acento bogotano que quiso ayudar a darle vocación de realidad a la paz, le descarga la aplicación, le pregunta cuál nombre —el nombre— quiere poner en su información de perfil. Lo que para miles es trámite del día a día —entrar a la red social, dar un toque, un me gusta, un comentario, un retuit—, aquí es la odisea del aprendizaje: el mundo de los civiles.

En la recepción del la Zona Veredal trabajan cinco guerrilleros, cada uno más amable que el anterior; se preocupan de que los visitantes tomen tinto para soportar el frío, de que almuercen bien, lo mismo que ellos: mucho arroz, una yuca, una carne bien guisada, aguapanela con leche en polvo. Las condiciones no son las mejores, pero ya la guerra fue mucho y todos coinciden en que es difícil, asustadora, horrorosa y aunque la costumbre lea cae encima a todas las cosas, ellos no quieren volver, prefieren el futuro: vivir con sus familias, que vienen de cuando en vez a los campamentos a visitarlos; cultivar alguna tierra, algún lote; quieren descansar después de esas caminadas eternas, después de la leishmaniosis; hacer política, colaborar en el partido político que pronto tendrá nombre.

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Uno de los recepcionistas, que nunca dice el nombre, que es negro y se le dificulta hablar, tiene 18 años y hace cinco entró la guerrilla, “no me tocó vivir nada, aquí hay historias muy duras”, dice. Verlo —a él, al resto— es darse cuenta de que un guerrillero no tiene la vocación de un asesino ni de un apátrida ni de un malvado, un guerrillero después de probar la guerra tiene la única vocación de vivir sin ser perseguido. Este es un hombre tímido, con un bigote breve y necesita ayuda con las tablas de multiplicar, tiene que presentarle la tarea a su profesora y presiente que resolvió mal los ejercicios, y sí, los resolvió mal. Siete por siete no es veintiuno, las multiplicaciones de dos y tres cifras no se le dan bien. “Es que nosotros nunca estudiamos, en el campo no teníamos dónde, no había escuela”.  

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Fabián Ramírez era el comandante del Bloque Sur de las Farc y por mucho tiempo fue una duda para las unidades de inteligencia de las fuerzas militares. Este día  tiene una camisa naranjada, sudadera azul, botas pantaneras, los ojos verdes. Está encargado del campamento y diseñó, con sus otros compañeros de administración, las casas, las placas deportivas, el mecanismo de aguas residuales, las huertas donde los guerrilleros siembran plantas aromáticas, cebollas, repollos, coles. Tiene un sueño, quiere convertir esta montaña por la que corrieron durante muchos años en un cerro turístico: “A la gente hay que traerla para que conozca, que unos guías turísticos nuestros, preparados, les enseñen. Hemos pensado que después de organizar este campamento podemos montar un cable transportista que vaya de montaña a montaña; allá hay una altura de 1.437 metros sobre el nivel del mar y al frente hay una diferencia de cinco metros, estamos pensando en que la gente se pueda pasear ahí en un cubículo y llegue hasta la mitad y mire las maravillas que hay aquí, que conozcan la fauna, la flora, que puedan saber las calidades de las plantas, sus calidades medicinales, que se puedan llevar semillas para resembrar”.   


Foto: Pablo Andrés Monsalve / Semana

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En un recorrido por el campamento, Fabián Ramírez habla de las esperanzas que tienen muchos de hacer vida en la región, pues la mayoría nacieron en el Urabá y tienen su familia cerca. Así, explica que hay casas acomodadas para que puedan vivir familias, solteros y guerrilleros ya viejos que no soportarían una vida de encierro. En toda la zona hay 301 guerrilleros, 42 niños, seis que nacieron después de la última marcha, “son los hijos de la paz”. El recorrido parece utópico: allí habrá un parque, más allá un jardín, en el centro de todo una cancha de fútbol, otra de básquetbol, cajones de tejo. Entre tanta esperanza está el miedo de que el gobierno no cumpla, de que todo se venga al suelo. Pero la consigna es una: recuperar la vida que se fue en la selva.

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Ezequiel no tiene manos y los muñones, que le hicieron en la enfermería del campamento del que hacía parte en el Guaviare, están un poco más arriba de las ahora inexistentes muñecas. Es de risa fácil, sin malicia y le gusta escucha rancheras y música carrilera. Fue en 1999, llevaba siete años en la guerrilla y era normal manipular explosivos, minas, pero esa se le estalló en las manos. Siempre estuvo consciente, hasta que lo durmieron y despertó sin manos.  Después de recuperarse volvió al combate, a los días de rutina en el frente. Hoy manipula el celular, chatea, toma el pocillo con destreza, come y no quiere volver a los días difíciles de la huida, del ataque: “Yo soy de Carepa y cuando entré a las Farc, hace veinticinco años, me tocó perderme porque a mi familia la amenazaron. Ellos nunca supieron nada de mí en este t

iempo y varias veces me dieron por muerto. Uno a veces en medio un bombardeo no piensa en nada, pero ahora pienso mucho en mi madre, que ya vino a visitarme, y yo sólo quiero volver a la casa”.

*Corresponsal de Semana en Medellín. 


Foto: Pablo Andrés Monsalve / Semana