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Las Farc sin armas

Después de 53 años y 4 días, las Farc le entregan sus fusiles a la ONU. Este hecho histórico cumple un punto de los acuerdos, pero como están los tiempos también es un acto de fe de la guerrilla. Por qué.

27 de mayo de 2017

Este miércoles será un día histórico. Cuando los guerrilleros de las Farc empiecen a dejar sus fusiles en los contenedores de la ONU habrá terminado el periodo de guerra insurgente. El largo ciclo que comenzó en los años sesenta en América Latina, y que se fue cerrando a finales del siglo pasado en todos los países, menos en Colombia. Muere así el paradigma de que las armas eran el camino para transformar la realidad de los países del continente, y que de la guerra surgiría una nueva sociedad. Por el contrario, la violencia no dejó más que víctimas, dolor, rencor y resentimiento. Por eso la dejación de las armas se ha convertido en un requisito para la construcción de la paz, y de parte de las Farc, en una rectificación política.

Al dejar las armas las Farc dejan también atrás uno de sus paradigmas fundacionales: la combinación de las formas de lucha. Desde su nacimiento, este grupo usó tanto la acción militar irregular como la acción política a través del Partido Comunista, y durante los años ochenta, con la Unión Patriótica. La combinación de armas y urnas fue nefasta y terminó dándole excusas a la extrema derecha del país para cometer el exterminio de los militantes de los candidatos y líderes comunistas. En medio de ese baño de sangre, las Farc optaron por el camino de la guerra frontal, y se alejaron de la política en su expresión pública e institucional. Destacados líderes de ese grupo, como Iván Márquez o Jesús Santrich, dejaron sus puestos en el Congreso o en la administración pública y se fueron al monte. Durante los últimos 20 años libraron una guerra sin cuartel, cruel y degradada.

Así, las Farc tomaron la ruta contraria a la de las demás guerrillas colombianas y del continente, que abdicaron de la violencia y buscaron un lugar en la vida política, con aportes muy significativos como el que han hecho Pepe Mujica en Uruguay, Dilma Rousseff en Brasil o el propio Antonio Navarro Wolff en Colombia. En los años noventa construyeron un poderoso ejército irregular y acumularon un increíble arsenal. El tamaño de la apuesta que las Farc hicieron por la guerra está representado no solo en los casi 7.000 fusiles que entregarán a partir de ese miércoles, sino en las 900 caletas cuyas coordenadas ya están en manos de la ONU y que se han convertido en uno de los grandes obstáculos para ejecutar el cronograma del desarme total; este debería cumplirse justamente el miércoles, día 180 después de que entrara en vigencia el acuerdo de paz.

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Dados los retrasos en casi toda la logística previa, las enormes dificultades para garantizar la amnistía pactada y la lenta implementación de los acuerdos, el desarme tampoco se ha hecho como quedó pactado en el papel. Pero estas dificultades no cambian los acuerdos, y la entrega de las armas es el hecho más tangible que tiene hasta ahora el proceso de paz. 

Ahora, esta no es la primera guerrilla que se desarma, aunque sin duda es la más importante en la historia reciente de Colombia, y la más numerosa. Los desarmes en el país han sido agridulces. Muchos de ellos han terminado en reciclajes de la violencia porque se hicieron en procesos de paz que no fueron sostenibles ni duraderos. Y en otros casos, las retaliaciones y venganzas han golpeado a los desarmados. Guadalupe Salcedo, legendario guerrillero del llano, murió baleado en una calle después del armisticio, en el año 1957, que puso fin a la violencia bipartidista. También murió acribillado en un avión el líder del M-19 Carlos Pizarro en 1990, apenas unas semanas después de haber entregado las armas en Santo Domingo, Cauca. Tampoco tuvo un final feliz el desarme de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), dado que sus principales líderes fueron extraditados a Estados Unidos. 

Con este historial de violencia es normal que entre las filas guerrilleras haya incertidumbre. Máxime cuando nadie sabe si Colombia será capaz de reconciliarse o se mantendrá en la espiral de las venganzas que ha vivido en el pasado. Sin embargo, esta historia no se puede repetir.  

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Que este desarme sea sostenible y que los hombres y mujeres de esa guerrilla nunca vuelvan a empuñarlas depende, en buena medida, de que el Estado cumpla sus compromisos de manera transparente y de que la sociedad genere a su vez confianza en el cumplimiento de la dejación de las armas y desmovilización total de la guerrilla.

Las Farc, que durante medio siglo lucharon a brazo partido para destruir al Estado, hoy ponen su vida, su seguridad física y jurídica en manos de él. Este es un acto de confianza propio de un proceso de paz y las instituciones no pueden ser inferiores a ese reto. No se trata solo de la seguridad personal de los exguerrilleros. Durante medio siglo el Estado no ha podido tener una completa soberanía sobre el territorio justamente porque las Farc dominaban amplias zonas del país. Por eso su desarme es la prueba ácida para que la Policía, el Ejército, la Justicia y también las autoridades civiles demuestren un total control del territorio. Sobre esta capacidad hoy pesan varios interrogantes. Los asesinatos selectivos de líderes sociales, en el último año, sin guerra, superan los 120. Colombia sigue siendo un país sin monopolio de la fuerza por parte del Estado, y los feudos otrora controlados por las Farc hoy son copados por grupos criminales vinculados a economías ilícitas, sobre todo del narcotráfico y la minería ilegal. Y está el ELN, que aunque mantiene abierto el diálogo con el gobierno en Ecuador, en varias regiones del país se expande y conserva su accionar violento como si las conversaciones no existieran.

El desarme es uno de los compromisos asumidos por las Farc, pero no el único. Todavía tendrán que aportar verdad en los tribunales y la comisión de la verdad; tendrán que reparar a sus víctimas de manera material, con la entrega de bienes, y también de manera simbólica y moral con actos de perdón y reconocimiento. Otro de sus grandes compromisos será garantizar que la mayoría de sus miembros entren a la civilidad con éxito. Que la dejación de armas sea definitiva.

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Pero si las Farc cumplen con su parte, el Estado también tiene que cumplir con la suya, muy a pesar de las dificultades propias de la democracia. La dejación de armas se produce en el momento de más alta incertidumbre política y jurídica. El fallo de la Corte Constitucional, que abre la puerta para hacer cambios a lo pactado en La Habana, ha causado estupor en las filas guerrilleras. El futuro de las Farc y el del proceso de paz han quedado en manos de la clase política, en un contexto de fuerte división en el país y de radicalización de los opositores del gobierno. 

Esos nubarrones deben despejarse con actos de confianza que les permitan a los colombianos valorar esta paz en toda su dimensión. Actos que den el mensaje de que el fin de la guerra es irreversible y de que los acuerdos se cumplirán cabalmente. Posiblemente el mayor de estos actos de confianza es la dejación de las armas. Esta le inyecta una dosis grande de esperanza, credibilidad y seriedad al proceso de paz. También sienta las bases para que la implementación del acuerdo de La Habana supere la retórica propia de la política y de un país santanderista, y se convierta en una realidad tangible.

La dejación de armas no es fácil para los guerrilleros. El fusil, con toda la carga negativa que tiene para los colombianos, ha sido para ellos compañía, protección, poder, estatus. También ha sido fuente de identidad. Un guerrillero sin fusil deja de serlo. Por eso 6.800 miembros de las Farc que dejen sus fusiles en estos días, y reciban a cambio su amnistía, serán de aquí en adelante excombatientes, militantes políticos, vestirán de civil, y si no tienen cuentas pendientes con la justicia tendrán en el futuro vidas tan normales como la de cualquier colombiano. El país entero debe contribuir a que su reincorporación salga bien. Porque de eso depende en buena medida que la paz sea, como reza el acuerdo, duradera y sostenible.