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Misión ONU (parte II)

Esta semana quedará en firme la segunda Misión Política de la Organización de Naciones Unidas para el proceso de paz. Qué va a hacer y por qué suscita temores.

8 de julio de 2017

En septiembre, cuando salgan de las zonas veredales los contenedores con las armas que entregaron las Farc, más las encontradas en las caletas, terminará la Misión de la ONU pactada en La Habana por el gobierno y la guerrilla para verificar el cese del fuego y el desarme. Sin embargo, no todos los observadores se irán a casa. Probablemente muchos de ellos se quedarán porque de inmediato entrará en funcionamiento la segunda misión política, cuyo mandato es más amplio y complejo, y su duración, un interrogante.

A finales del mes pasado, el presidente Santos le solicitó formalmente esta nueva misión al Consejo de Seguridad de la ONU y este la aprobó de inmediato, por unanimidad. Este lunes saldrá la resolución oficial, y a partir de entonces los observadores asumirán dos temas urgentes: la reincorporación de las Farc a la vida civil y la seguridad en las zonas de donde ellas han salido. Salvados los trámites burocráticos, la misión podría estar en terreno en dos meses para cumplir su mandato plenamente. Según el acuerdo, está pensada para tres años, prorrogables de ser necesario, y se dará por terminada por recomendación de la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación de la Implementación del Acuerdo Final (CSIVI), donde tienen asiento las Farc y el gobierno.

La nueva misión tiene dos grandes diferencias con la desplegada desde finales del año pasado en las zonas veredales donde se concentraron las Farc. Primero, su composición. Aunque tenga el mismo tamaño de la anterior (450 personas), será sobre todo civil y participarán policías desarmados solo en temas muy puntuales. Los observadores tendrán nacionalidades diversas y no solo de los países de la Celac, que son latinoamericanos. Se mantiene la exclusión de involucrar a países fronterizos, pero se abre la posibilidad de tener más personal colombiano.

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Segundo, el mandato es más amplio y complejo. Según el acuerdo, la ONU debe verificar la reincorporación de las Farc en lo económico, lo social y lo político. Se hace énfasis en las garantías de seguridad para el nuevo partido y para que los exguerrilleros hagan política. A eso hay que sumar que el organismo internacional debe verificar las medidas de seguridad que incluyen lucha contra el crimen organizado y, en general, la seguridad en los territorios. En otras palabras, si la primera misión estuvo enfocada en garantizar que la guerrilla cumpliera sus compromisos, en la práctica esta tendrá que verificar en mayor medida al Estado.

Hoy en día hay grandes preocupaciones entre los observadores internacionales por cada uno de estos aspectos. En la reincorporación porque, aunque los excombatientes ya dejaron sus armas, reinan en las zonas veredales grandes dudas sobre el futuro. Hay miedo a que los maten, insatisfacción por el incumplimiento de la amnistía (dos terceras partes de los presos siguen en prisión) y total incertidumbre por su futuro económico.

La reincorporación de las Farc no puede fracasar, ha dicho muchas veces el jefe de la Misión de la ONU, Jean Arnault, porque a diferencia de otros países en Colombia quedan otros grupos que pueden ser factor de reciclaje de los exguerrilleros.

El otro factor que les preocupa es la lenta y en ocasiones nula ocupación del territorio por parte del Estado, tanto con la institucionalidad civil como la militar. Para la ONU no hay peor escenario que un vacío de poder territorial, y eso podría estar ocurriendo en este momento con consecuencias muy negativas para el proceso de paz. Por eso, esta semana los ojos de ese organismo internacional se concentrarán en estos temas.

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Hay que aclarar que esta es una misión política, civil y desarmada, y no de mantenimiento de paz, de las que usan cascos azules. Se puede parecer más a las que hubo en Centroamérica una vez acordada la paz, y por tanto no se afecta la soberanía. La idea de traer a la ONU como verificadora internacional fue del propio gobierno, que convenció a las Farc de las bondades de tener a un peso pesado en esta tarea. Hoy día, para ellas la presencia de los observadores es la mayor garantía para su seguridad personal y para la del movimiento político que construyen, así como de sus bases sociales.

A pesar de que en el gobierno hay matices respecto a la Misión de la ONU, existe consenso en que estos primeros años son de relativa inestabilidad y que una misión de este tipo brinda confianza a las partes firmantes y a las comunidades. Su presencia, que por cierto será de carácter regional y local, puede funcionar como factor disuasivo contra el reciclaje de la violencia y eleva el costo político de incumplir el acuerdo. En otras palabras, es una garantía para que gobiernos futuros no hagan trizas lo logrado hasta ahora. Sin embargo, los interrogantes sobre su puesta en práctica no son pocos ni tienen respuestas fáciles.

¿Cuándo se acaba?

La primera duda es si tres años serán suficientes para verificar garantías de seguridad tan complejas como la lucha contra el crimen organizado. Como el acuerdo dice que la misión es prorrogable y que la CSIVI decide cuándo termina, de antemano es previsible que se quede más. Basta recordar lo que ocurrió con la misión de observación de la OEA, que vino en 2005 a verificar el desarme y reincorporación de las AUC, y que aún hoy está desplegada en el territorio cumpliendo una labor, sobre todo, de monitoreo a los factores de violencia. En este caso, el que su mandato no se circunscriba a verificar las garantías de seguridad de los excombatientes, sino el de las comunidades, abre la puerta para que la misión dure mucho más tiempo del pensado.

Un segundo temor es que esta misión tiene muchos más dientes dado que le rinde cuentas al Consejo de Seguridad, donde tienen asiento las grandes potencias del mundo. Además de verificar el cumplimiento del acuerdo, también hará recomendaciones y esto tiene un peso político específico. A ningún gobierno en realidad le gusta someterse a un examen de este organismo, pues todos los Estados se consideran mayores de edad y que actúan en democracia. Si se mira el mapa de las misiones políticas similares, se puede notar que en América solo hay otras dos: una pequeña en la frontera de Guyana con Venezuela y otra en Nueva York, encargada de la lucha contra el genocidio. El resto están desplegadas en África, en naciones con muchas dificultades o consideradas Estados fallidos. En todo caso, que Colombia esté bajo el examen de la ONU le crea mayores obligaciones, y elevaría el costo internacional de no lograr estabilizar su situación de seguridad y derechos humanos en los próximos años.

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La nueva misión también ha creado un tsunami de baja intensidad en el sistema de Naciones Unidas en Colombia, el segundo país, después de Egipto, donde hay más agencias de este organismo. Aunque por razones diplomáticas nadie habla de ello abiertamente, es claro que la Misión Política se convertirá en una especie de cabeza del sistema; y que será difícil trazar líneas de actuación con oficinas de la propia ONU como la de Derechos Humanos, que está hace más de 20 años en Colombia. Tras esas tensiones también hay un problema de recursos. El Consejo de Seguridad asegurará el dinero para que esta misión pueda funcionar. Las demás agencias tienen problemas de financiación y no pocas veces han debido recurrir al propio gobierno.

Todos estos temores son relativamente normales y solo los disipará el tiempo y el propio trabajo de la ONU. Al frente de la misión seguirá el filósofo francés Jean Arnault, quien tiene amplia experiencia en esta materia, secundado por el también muy experimentado uruguayo Raúl Rosende. Vale la pena anotar que el caso de Colombia es uno de los pocos que el Consejo de Seguridad ha apoyado de manera unánime, pues hasta hoy se considera un ejemplo exitoso de tránsito de la guerra a la paz, y un caso del que se sacarán lecciones para otros conflictos. No obstante, también hay conciencia de los riesgos planteados en los meses por venir, si no se logra dominar a tiempo la violencia residual que queda en el país.